18

Una semana más tarde llegaron al río Sabi. Las montañas detrás de la margen opuesta se veían de un tono gris azulado a la distancia y el río tenía una corriente pardusca y caudalosa.

Al día siguiente el tiempo era fresco después de la lluvia de la noche. El campamento olía al humo de las hogueras, a bueyes y a aromas silvestres. De uno de los huevos de avestruz hallados el día antes por Mbejane, Katrina preparó una tortilla del tamaño de un plato de sopa, sazonada con nuez moscada y trozos de hongos amarillos y suculentos. Después sirvió scons y miel silvestre, café y dio un cigarro a Sean.

—¿Piensas cazar hoy? —le preguntó.

—No.

—¡Ah!

—¿Quieres que me vaya?

—Hace una semana que no te quedas en el campamento.

—¿No quieres que me vaya?

Katrina se levantó con rapidez y comenzó a levantar la mesa.

—Como de todos modos no cazas elefantes… hace tiempo que no cazas ninguno.

—¿Quieres que me quede?

—Es un día tan hermoso…

Katrina indicó a Kandhla que retirase los platos.

—Si quieres que me quede, pídemelo como es debido.

—Podríamos ir a buscar hongos.

—Dilo bien —dijo Sean.

—Muy bien… ¡Por favor!

—Mbejane. Desensilla mi caballo. No lo necesitaré hoy.

Katrina lanzó una carcajada de alegría. Corrió a su carreta con las faldas volando entre las piernas y llamó a sus perros. Volvió con su capota y una canasta en la mano. Los perros se amontonaron alrededor de ambos, saltando y ladrando.

—Vaya… Adelante, entonces —les dijo Sean y los animales corrieron delante de ellos, volviendo para trotar en círculo y ladrar y para perseguirse. Sean y Katrina iban tomados de la mano. El ala de la capota le mantenía la cara en sombra, pero cada vez que lo miraba tenía los ojos de un verde vivo, como siempre. Recogieron los hongos más nuevos, redondos y duros, pardos y algo viscosos arriba, rayados debajo con los delicados trazos de varillas en abanico. En una hora llenaron la canasta y se detuvieron debajo de un árbol, un marula. Sean se tendió de espaldas. Katrina cortó una brizna de pasto y le hizo cosquillas en la cara, hasta que él la asió de una muñeca y la atrajo contra su pecho. Los perros los contemplaban, echados en círculo a su alrededor, mostrando lenguas mojadas y sonrosadas.

—Hay un lugar en el Cabo, en las afueras de Paarl. Las montañas están arriba y hay un río… el agua es transparente y se ven los peces nadando en el fondo —dijo Katrina. Tenía la oreja contra el pecho de Sean y oía los latidos de su corazón—. ¿Me comprarás una chacra allí algún día?

—Sí.

—Construiremos una casa con una galería bien ancha y los domingos iremos en coche a la iglesia con las chicas y los más pequeños en el asiento de atrás y con los chicos más grandes a caballo delante de nosotros.

—¿Cuántos tendremos? —preguntó Sean. Levantándole el borde de la capota, le miró la oreja, tan bonita a la luz del sol, con su fina pelusa aterciopelada.

—Muchos… la mayoría, varones, pero además varias mujeres.

—¿Diez?

—Más.

—¿Quince?

—Sí, quince.

Se quedaron inmóviles, pensando en ello. Sean hallaba que era una cantidad satisfactoria.

—Y tendremos gallinas. Quiero tener muchas gallinas.

—Muy bien —dijo Sean.

—¿No te importa?

—¿Debería importarme?

—Hay quienes no las quieren. No les gustan las gallinas, —dijo Katrina—. Me alegro de que te gusten. Siempre quise tener muchas.

Con mucho sigilo, Sean acercó la boca a la oreja, pero Katrina percibió el movimiento y se sentó.

—¿Qué haces?

—Esto —dijo Sean y extendió un brazo.

—No, Sean, no, nos están mirando —dijo ella, señalando los perros.

—Sabrán comprender —dijo Sean y después permanecieron silenciosos un buen rato.

Los perros irrumpieron todos a la vez en un ladrido estrepitoso. Katrina se sentó y al volver la cabeza, Sean vio al leopardo. Estaba a unos cincuenta metros, en el borde de la espesa maleza junto al río y los miraba con las elegantes patas cubiertas de calzas doradas y negras, alargado y con un vientre plano. Entonces se movió y la silueta se volvió borrosa a causa de la velocidad del salto, tocando el suelo con tanta ligereza como una golondrina cuando roza el agua para beber sin interrumpir el vuelo. Los perros corrieron hacia él, encabezados por Ladrón, cuyos ladridos eran desaforados.

—Vuelve, vuelve aquí —le gritó Sean—. Déjalo, maldito perro, vuelve.

—Llámalos, Sean, ve tras ellos. Los perderemos a todos.

—Espera aquí.

Corrió entonces, siguiendo los ladridos. Sin gritar, cuidando el aliento. Sabía lo que sucedería y escuchó. Oyó el cambio en el tono de los ruidos de la caza. Era más agudo. Se detuvo y volvió a escuchar, jadeante. Los perros se habían detenido. El ruido de los ladridos era monótono.

—La bestia se detuvo. Los atrapará.

Volvió a correr, y casi de inmediato oyó el alarido del primer perro. Siguió corriendo, hasta encontrar al perro donde había caído. Estaba tendido donde lo había lanzado el leopardo, la perra vieja de orejas blancas, con el vientre desgarrado. Sean avanzó. Encontró al perro amarillo de lomo con espinazo visible, despanzurrado, pero vivo aún y arrastrándose hacia él. Prosiguió su carrera. Seguía, sin ver la caza delante de él, pero no dejó de avanzar. No se detenía ya a ayudar a los perros lastimados. La mayoría estaban muertos cuándo los descubría. Sintió que la saliva se le volvía espesa y que el corazón le golpeaba las costillas y sus piernas vacilaron al correr.

De pronto se encontró en un claro y pudo ver el resultado de la caza. Quedaban tres perros. Uno de ellos era Ladrón. Corrían en círculo alrededor del leopardo, ladrando, lanzando dentelladas contra las patas posteriores y retrocediendo cuando el leopardo giraba, gruñendo. El pasto era verde y muy corto allí. Arriba, el sol estaba vertical. No arrojaba sombra alguna, sino que iluminaba todo con una luz implacable y pareja. Trató de gritar, pero no brotó nada de su garganta. El leopardo se tendió de espaldas y permaneció allí, con la gracia de un gran gato dormido, con las piernas abiertas y dejando ver la panza. Los perros estaban indecisos, temerosos. Sean intentó gritar otra vez, pero su voz era débil. Aquella panza de un amarillo de crema, suave y de piel sedosa, era una tentación demasiado grande para los perros. Uno de ellos saltó hacia ella, con la cabeza baja, la boca abierta. El leopardo lo atrapó como una trampa de resortes. Mantuvo al perro inmóvil con las patas delanteras y con las patas traseras trabajó velozmente. El perro gimió al sentir los cortes, hasta que por fin lo arrojaron lejos, dejando ver sus entrañas. El leopardo volvió a tenderse y una vez más presentó su panza como un cebo amarillo. Sean estaba muy cerca ahora y esta vez los dos perros oyeron sus gritos. También lo oyó el leopardo. De un salto se incorporó y trató de escapar, pero tan pronto como se volvió, Ladrón cayó sobre él, mordiéndole las patas traseras y obligándolo a agazaparse.

—¡Vamos, déjalo! ¡Ven, Ladrón, ven!

Ladrón interpretó la orden de Sean como un estímulo. Logró saltar fuera del alcance de las garras, lanzando agudos ladridos de desafío. La caza era más equilibrada ahora. Sean sabía que si conseguía que los perros abandonasen en parte el ataque, el leopardo huiría. Avanzó un paso, se inclinó para levantar una piedra y arrojársela a Ladrón, pero el movimiento volvió a alterar el equilibrio de fuerzas. Cuando se irguió, el leopardo lo acechaba y sintió la sensación de temor en el propio estómago. El leopardo lo atacaría. Lo adivinaba al ver las orejas aplanadas contra la cabeza y el lomo tenso como un resorte apretado. Dejó caer la piedra y tomó su cuchillo del cinto.

Las fauces del leopardo se estiraron y dejaron ver los dientes amarillos. La cabeza con las orejas muy juntas a ella parecía la de una serpiente. Se aproximó con rapidez, muy junto al suelo, apartando a los perros. Era un paso largo, elegante, hermoso, veloz sobre el pasto corto. Y entonces se levantó en el aire, rápido, silencioso. Sean sintió el dolor y el choque al mismo tiempo. El choque con el cuerpo del animal le hizo caer hacia atrás y el dolor le quitó el aire de los pulmones. Al arquearse las garras sobre su pecho, sintió que le llegaban a las costillas. Trató de apartar las fauces de su rostro, con el antebrazo contra la garganta del animal y percibió el aliento fuerte y rancio. Rodaron los dos por el pasto. Las garras seguían asidas a su pecho y presintió que las de las patas posteriores se levantaban para desgarrarle el abdomen. Se volvió en un movimiento desesperado para eludirlas y al mismo tiempo hizo uso del cuchillo y lo hundió en el lomo del leopardo. Este rugió, volvió a levantar las patas traseras y Sean sintió hundirse las garras en su muslo. El dolor fue intenso y profundo. Supo de inmediato que estaba mal herido. Las patas volvieron a avanzar. Esta vez lo matarían.

Ladrón clavó los dientes en la pata del leopardo antes de que las garras tocasen la carne de Sean y tiró hacia atrás, aferrando la pata con los dientes, manteniendo al animal extendido sobre el cuerpo de Sean. La visión de éste se disolvía en tinieblas y centellas enceguecedora. Hundió otra vez el cuchillo en el lomo, cerca del espinazo y lo agitó hacia las costillas, con el movimiento de un carnicero que deshuesa una costeleta. El leopardo volvió a rugir, se estremeció y retuvo las garras cerradas en la carne de Sean. Otro golpe de cuchillo, hondo, prolongado y otro, y otro. Lo atacó muchas veces, enloquecido de dolor, con la propia sangre mezclada con la del leopardo, hasta que se apartó rodando lejos del animal. Los perros lo rodeaban. Estaba muerto. Sean dejó caer el cuchillo y se tocó las heridas desgarradas del muslo. La sangre era de un color rojo oscuro y brotaba espesa y abundante. Estaba frente a un túnel en tinieblas. La pierna estaba muy lejos, no era de él, no era su pierna.

—Garry —susurró—. ¡Garry, Dios mío! Perdóname. Resbalé, fue sin quererlo, resbalé, fue sin quererlo, resbalé. —Cuando el túnel se cerró no hubo ya pierna, sino tinieblas. El tiempo era una sustancia líquida y todo el mundo era líquido y se movía en las tinieblas. El sol estaba oscuro y sólo el dolor era incesante, sólido como la roca, en medio de un mar negro y agitado. Vio la cara de Katrina, borrosa en la oscuridad. Intentó decirle cuánto lo lamentaba. Intentó decirle que había sido un accidente, pero el dolor se lo impidió. Katrina estaba llorando. Sabía que ella comprendería y por ello volvió al mar oscuro. Después, la superficie del mar comenzó a hervir y sintió que se asfixiaba con el calor, pero siempre el dolor era como una roca a la cual podía aferrarse. El vapor del mar lo envolvía como una serpiente, hasta que se transformó en la forma de una mujer y creyó que era Katrina, pero al verle la cabeza vio que era la de un leopardo y que su aliento hedía como la podredumbre de su pierna gangrenada.

—No te quiero. Sé bien quién eres —le gritó—. No te quiero. No es mi hijo —y todo volvió a transformarse en vapor, en vapor gris que se enroscaba y volvía a él, riendo como un demente en el extremo de una cadena que tintineaba. Y la espuma amarillenta brotaba de su boca grisácea y con ella venía el terror. Sean se agitó y se cubrió la cara, aferrándose al dolor, porque el dolor era real y constante.

Después, al cabo de mil años, el mar se congeló y marchó sobre él y el hielo blanco se extendía por dondequiera que mirase. Hacía frío y no había nada en el hielo. Soplaba un viento suave, un viento suave y frío, un viento que susurraba sobre el hielo y su susurro era una voz triste, y Sean seguía aferrado a su dolor, abrazándolo muy fuerte, porque se sentía muy solo y el dolor era algo real. Después hubo otras figuras que se movían a su alrededor sobre el hielo, figuras oscuras que se alejaban, lo empujaban junto a ellos y dejó de sentir el dolor, lo perdió en medio de los empellones y la prisa. Y aunque no tenían rostro, algunas de las figuras lloraban y reían al avanzar, hasta que llegaron al punto donde el abismo se abría en el hielo delante de ellos. El abismo era ancho y hondo, con paredes blancas que luego fueron verdes y luego azules hasta llegar a ser de un negro infinito. Y algunas figuras se lanzaron por el abismo, cantando con alegría al hundirse. Otras se aferraban a los bordes, con los rostros anónimos llenos de terror, mientras otras, en fin, daban un paso hacia el vacío con aire fatigado, como viajeros al cabo de un largo viaje. Al ver el abismo, Sean empezó a luchar, retrocediendo contra la multitud que lo empujaba hacia adelante y casi hasta el borde del pozo, pero sus pies resbalaron en el borde. Luchó y gritó mientras se resistía, ya que el vacío negro tiraba de sus piernas hacia abajo. Después permaneció inmóvil y el abismo se cerró y se encontró solo. Estaba cansado, agotado, sumamente cansado. Cerró los ojos y el dolor volvió a acompañarlo y a latir con suavidad dentro de su pierna.

Abrió los ojos y vio el rostro de Katrina. Estaba pálida y tenía los ojos muy grandes, rodeados de ojeras azuladas. Trató de levantar una mano, para tocarle la cara, pero no pudo moverla.

—Katrina —dijo. Los ojos se volvieron verdes de sorpresa y de alegría.

—Volviste. Gracias a Dios, volviste.

Sean volvió la cabeza y miró la lona de la carreta.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó. La voz era un murmullo.

—Cinco días… No hables. No hables, por favor.

Sean cerró los ojos. Estaba tan cansado, que se durmió.