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Decidió mostrarle a Katrina cuánto le resentía su actitud. Se mostraría cortés, pero alejado. Cinco minutos después de haberse sentado juntos a desayunar al día siguiente, esta demostración de despego se había desvirtuado, hasta el punto en que no lograba apartar los ojos del rostro de ella y tanto habló, que el desayuno duró más de una hora.

La lluvia continuó ininterrumpida tres días más y después cesó. Volvió a salir el sol, tan bienvenido como una antigua amistad, pero pasaron otros diez días antes de que el río recobrase la calma. El tiempo, la lluvia o el ruido no tenían mucho significado para ellos.

Recorrían juntos el bosque bajo en busca de hongos comestibles. Se sentaban en el campamento y cuando Katrina trabajaba, Sean la seguía. Entonces, como era natural, conversaban. Katrina lo escuchaba. Reía donde debía reír y se maravillaba cuando era oportuno. Sabía escuchar. En cuanto a Sean, de haber repetido ella la misma palabra una y otra vez, el timbre de su voz, tan sólo, lo habría mantenido hechizado. Las noches eran difíciles. Sean estaba cada vez más inquieto y hallaba pretextos para tocarla. Katrina lo deseaba, pero le daba miedo el estado de confusión en que se encontró aquella primera noche. En vista de ello, formuló una serie de condiciones y se las planteó.

—¿Me prometes no hacer otra cosa que besarme?

—Sí, a menos que tu me digas que puedo hacer otra cosa —dijo Sean.

—No. —Katrina advirtió la trampa.

—¿Quieres decir que no debo hacer nada salvo besarte, aun cuando tú me digas que puedo hacer otra cosa? Katrina se ruborizó.

—Si lo digo de día, es diferente, pero… pero lo que diga de noche no cuenta. Y si rompes tu palabra no te dejaré que vuelvas a tocarme nunca.

Las reglas de Katrina seguían en pie cuando llegó el día en que el río bajó lo suficiente para permitir a las carretas pasar a la margen norte. Hubo una tregua, mientras las lluvias recuperaban vigor, pero no tardarían en volver. El río estaba alto, pero había dejado de ser un asesino. Era el momento de vadearlo. Sean trasladó primero los bueyes, nadando junto a toda la manada. Tomado de la cola de uno de ellos hizo una especie de cruce de trineo acuático y cuando llegó a la margen norte tuvo una acogida jubilosa.

Tomaron entonces seis rollos de gruesa cuerda de sus reservas y las unieron. Con un extremo de la cuerda atado alrededor de la cintura Sean hizo que uno de sus caballos lo remolcase a través del río, con Mbejane soltando poco a poco la cuerda a medida que avanzaba. Seguidamente dirigió a los sirvientes de Katrina cuando vaciaron todos los barriles de agua y los ataron a los costados de la primera carreta para que actuasen como flotadores. Metieron entonces la carreta en el agua, le ataron la cuerda y ajustaron los barriles para que la carreta flotase al nivel requerido. Sean hizo una señal a Mbejane y esperó hasta que éste hubo atado el extremo de la cuerda que sostenía a un árbol de la orilla norte. Empujaron la carreta, a continuación, como si fuese un péndulo, vigilándola con gran atención. La corriente la empujaba, pero la cuerda mantenía la dirección, por estar asegurada al árbol. Tocó la margen a una distancia río abajo que era, ni más ni menos, la del ancho del río. El grupo de Sean le hizo una ovación cuando Mbejane y el resto de los sirvientes corrieron a recibir la carreta. Mbejane tenía preparada una yunta de bueyes y con ayuda de ellos la carreta fue llevada a tierra firme. El caballo de Sean debió llevarlo otra vez a la margen opuesta para recuperar la cuerda. Katrina y todos los sirvientes de ella hicieron el cruce en la última carreta. Sean iba detrás de Katrina, aferrándola de la cintura con el fin ostensible de sostenerla. Los sirvientes charlaban y gritaban como niños a quienes llevan a un picnic.

El agua se arremolinaba, pardusca, contra los lados de la carreta, inclinándola y haciéndola rolar y con alaridos de regocijo cruzaron el río a toda velocidad y tocaron con violencia la orilla opuesta. El impacto les hizo caer al agua, que llegaba en este punto a las rodillas. Todos corrieron alborozados a tierra. El agua se evaporaba del vestido de Katrina y tenía el pelo pegado a la cara. En una mejilla tenía barro y estaba sin aliento de tanto reír. Cuando las enaguas empapadas se le metieron entre las piernas y le hicieron caer, Sean la levantó en brazos y se la llevó a su campamento. Los sirvientes lanzaban gritos de estímulo y Katrina gritó sin mucha convicción, para que Sean la pusiese en el suelo, pero al mismo tiempo se le aferró con mucha fuerza al cuello.