Esa noche desplegaron las carretas de Katrina en la margen sur del río. Seguía lloviendo. Los sirvientes de Sean lo saludaron desde lejos y Sean les hizo señas, pero el agua pardusca rugía entre los dos grupos y silenciaba la comunicación, suprimiendo además toda esperanza de pasar. Katrina contempló el agua.
—¿Realmente nadaste allí, meneer?
—Tan rápido que apenas me mojé.
—Gracias —dijo ella entonces.
A pesar de la lluvia y del fuego que humeaba, Katrina le sirvió una comida tan buena como las de Ouma. Comieron bajo la protección de una lona, junto a la carreta de ella. El viento hacía chisporrotear la lámpara, azotaba la lona y soplaba una fina llovizna sobre ellos. Estaban tan incómodos que Sean propuso que entrasen en la carreta. Katrina titubeó antes de acceder. Se sentó entonces en el borde de su catre y Sean en un cofre frente a ella. Durante un instante incómodo, la conversación tardó en iniciarse, pero pronto se volvió ágil como la corriente del río afuera.
—Todavía tengo el pelo mojado —exclamó Katrina por último—. ¿Te molesta que me lo seque mientras conversamos?
—Desde luego que no.
—Entonces iré a buscar mi toalla.
Se levantaron los dos a la vez y había poco espacio dentro de la carreta. Se tocaron. Cayeron sobre el catre. Los labios de Sean sobre los suyos, la insistencia de sus dedos en la nuca, en la espalda… todo ello era desconcertante para Katrina. Al principio tardó en responder, pero no tardó en hacerlo con movimientos de su propio cuerpo y de sus manos al aferrar los brazos y los hombros de Sean. Sentía la confusión en todo el cuerpo y no podía impedirla, ni tampoco lo deseaba. Levantó las dos manos y le tocó el pelo, atrayéndolo hacia sí. Sean le mordió los labios… Dolor grato, excitante. Sintió su mano en un pecho, en un pezón erecto. Katrina reaccionó como una potranca que siente el látigo por primera vez. Por un instante permaneció bajo el sortilegio de las caricias de Sean, pero al siguiente su movimiento convulsivo tomó a Sean por sorpresa. Cayó hacia atrás del catre y se golpeó la cabeza contra el cofre de madera. Sentado en el suelo, se quedó mirándola, demasiado sorprendido para palparse, siquiera, el gran bulto que tenía en el cráneo. Katrina estaba arrebatada y se quitó el pelo de la cara con las dos manos. Agitaba la cabeza, en un esfuerzo por serenarse.
—Debes irte ahora, meneer. Los sirvientes te prepararon la cama en una de las otras carretas.
Sean se puso de pie de un salto.
—Pero, yo supuse que… sin duda estamos… quiero decir que… que …
—No te me acerques —le advirtió ella con aprensión—. Si vuelves a tocarme esta noche, te… te morderé.
—¡Pero, Katrina, por favor, no puedo dormir en la otra carreta! —La sola idea lo horrorizaba.
—¡Te prepararé la comida, te remendaré la ropa… todo! Pero hasta que encuentre un pastor… —Katrina calló. Sean había comprendido. Intentó discutir. Por primera vez se veía frente a la testarudez de los bóers y por fin se retiró a dormir solo. Delante de él estaba uno de los perros de Katrina, un galgo casi adulto. Las tentativas de Sean para que el perro se fuese fueron tan inútiles como las anteriores de persuadir a su dueña. Sean y el perro compartieron su cama. Durante la noche tuvieron una diferencia en cuanto a lo que correspondía a cada uno en materia de mitad de mantas. A raíz de ella el perro se ganó su nombre: Ladrón.