El traslado de las carretas empezó muy temprano al día siguiente. No hubo tiempo de conversar con Katrina en medio de la actividad de preparar los vehículos y hacerlos pasar por el puente de troncos. Sean pasó la mayor parte de la mañana junto al lecho del río, soportando el calor reflejado por la arena blanca. Se quitó la camisa y sudaba como un luchador. Cuando la carreta de Katrina atravesó al trote el lecho, corrió y la acompañó durante el cruce; Katrina le miró un instante el pecho y los brazos desnudos y el rostro se le enrojeció bajo la sombra de su capota. Bajó entonces los ojos y no volvió a mirarlo. No quedaron más que las dos carretas que debían traer el marfil en la margen norte, pues el resto pasó al otro lado sin dificultades. Sean pudo descansar, por fin. Se lavó en una de las piletas, se puso la camisa y pasó a la margen sur, pensando con placer en una larga tarde junto a Katrina. Ouma le salió al encuentro.
—Gracias, oso, las chicas te prepararon un paquete con carne fría y una botella llena de café para el viaje.
El rostro de Sean se alargó. No había pensado en el maldito marfil y por lo que a él le importaba, Oupa y Jan Paulus podían guardárselo todo.
—No te preocupes ya de nosotros, meneer. Se lo que ocurre cuando un hombre es un hombre. Cuando hay trabajo que hacer, todo lo demás es secundario.
Katrina le entregó la comida. Sean buscó en vano alguna señal de ella. De captarla, hasta osaría desafiar a Ouma.
—No tardes mucho —susurró ella. La idea de que fuese capaz de eludir el trabajo ni siquiera se le había ocurrido. Se alegró, entonces, Sean, de no haberlo sugerido.
El trayecto de regreso a los elefantes se le hizo largo.
—Te tomaste tu tiempo, ¿eh? —lo saludó Oupa con aire suspicaz—. Será mejor que empieces a trabajar, si no quieres perder parte de lo que te toca.
Quitar los colmillos era una tarea delicada, pues cualquier movimiento torpe del hacha podía dañar el marfil y reducir su valor a la mitad. Trabajaban bajo el calor con una nube azulada de moscas sobre la cara, que se les metían en la nariz y en los ojos y se les posaban en los labios. Las carcasas habían empezado a pudrirse y los gases que llenaban las panzas escapaban en póstumos eructos. Sudaban copiosamente mientras trabajaban y la sangre formaba costras hasta el codo en sus brazos, pero con cada hora que transcurría subían las pilas dentro de las carretas, hasta que el tercer día cargaron el último colmillo. Sean calculó que su parte alcanzaba unos seiscientos kilos, el equivalente de un día próspero en la Bolsa de Valores.
Estaba de excelente humor por la mañana, cuando iniciaron el regreso al campamento, pero este estado de ánimo empeoró a medida qué avanzaba el día y luchaban con las carretas excesivamente cargadas. La lluvia parecía haberse decidido a aparecer, por fin, y la comba del cielo colgaba tan bajo como el abdomen de una marrana preñada. Las nubes atrapaban el calor bajo ellas, los hombres jadeaban y los bueyes mugían con tono lúgubre. En mitad de la tarde oyeron los primeros truenos.
—Caerá sobre nosotros antes de que atravesemos el río —dijo Oupa, preocupado—. Ve si logras arrancarle un poco de energía a esos bueyes.
Llegaron al campamento de Sean una hora después de haber anochecido y casi sin detenerse, descargaron su parte de marfil de las carretas, para proseguir de inmediato hacia el río y cruzarlo por el puente.
—Mi madre tendrá comida lista —le dijo Jan Paulus—. Cuando te hayas lavado, ven a comer con nosotros.
Sean cenó con los Leroux, pero sus tentativas de quedarse a solas con Katrina fueron exitosamente frustradas por Oupa, cuyas sospechas se veían confirmadas ahora. El viejo jugó su carta valiosa de inmediato terminada la cena, enviando a Katrina a dormir. Y Sean no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros, con aire impotente, al ver la mirada patética que le dirigió ella. Cuando Katrina se retiró, volvió a su propio campamento. Estaba mareado de fatiga y cayó sobre su cama sin tomarse el trabajo de quitarse la ropa.
Las lluvias inauguraron la ofensiva anual con una tormenta de truenos a medianoche, que hizo despertar a Sean y levantarse de un salto. Cuando apartó la lona de la carreta para mirar hacia afuera, sintió el viento.
—Mbejane, pon el ganado dentro del círculo de carretas. Cuida que todas las lonas estén atadas.
—Lo hice ya, Nkosi. He unido todas las carretas con cuerdas para que los bueyes no disparen y además he… —El viento se llevó la voz de Mbejane.
Apareció por el este y creó tal alarma en los árboles, que éstos comenzaron a agitar las ramas con un ritmo enloquecido. Azotó luego las lonas de las carretas y llenó el aire de polvo y de hojas secas. Los bueyes se movían, inquietos, dentro del corral improvisado. Después vino la lluvia, espesa como granizo y ahogó el viento, transformando en agua el aire. Anegó la tierra en pendiente y no podía ésta drenarla con la suficiente velocidad. Sean volvió a su cama y se quedó escuchando toda esa furia. Sintió somnolencia entonces y, subiéndose la manta hasta el mentón, no tardó en volver a dormirse.
Por la mañana encontró su impermeable de hule negro en el cofre al pie del catre. Cuando se lo puso, crujió. Salió cubierto con él y vio que el ganado había pisoteado el terreno, convirtiéndolo en lodo que le llegaba hasta las rodillas. No había posibilidad de encender el fuego para hacer el desayuno. Aunque seguía lloviendo en forma torrencial, el ruido que oyó era inusitado. Sean se detuvo en la inspección de su campamento y al reflexionar otra vez, supo de pronto que lo que estaba oyendo era la voz del Limpopo desbordado. Salió corriendo con grandes resbalones y llegó a la orilla del río. Allí se quedó, contemplando con los ojos muy abiertos la corriente enloquecida. El barro que arrastraba era tan espeso que parecía sólido, pero a la vez corría tan rápido que no daba la impresión de moverse. Pasaba sobre los túmulos de roca sumergida, se internaba por los espacios entre ellas y silbaba en olas que hacían eco en las partes menos profundas. Las ramas y los troncos que arrastraba pasaban a tal velocidad que no contribuían mucho a disipar la ilusión de un río congelado en medio de una convulsión negruzca.
Le costó un poco decidirse a mirar la margen opuesta. Las carretas de los Leroux no estaban.
—Katrina —murmuró, lleno de la tristeza de lo que podría haber sido—. Katrina —repitió. El sentido de lo que había perdido se fundió con la llama de su furia. Supo entonces que su anhelo no era tan sólo ese ardor que desaparece con rascarlo. No, era un dolor auténtico, el que invade todo, manos, cabeza y corazón, además de las caderas. No podía renunciar a ella. Corrió entonces a su carreta y arrojó sus ropas sobre el catre.
—Me casaré con ella —dijo y las palabras lo dejaron atónito. Estaba desnudo, con una expresión sorprendida en el rostro.
—Me casaré con ella, —volvió a decir. Idea original, que lo sorprendió más aún. Tomó un par de pantalones cortos del cofre, se los puso y se los abotonó.
—¡Me casaré con ella! —La osadía de la idea le hizo sonreír—. ¡Ya verán que sí! —dijo y después de ajustarse el cinturón, se puso un par de botas de campo. De un salto cayó sobre el barro. La lluvia era fría contra sus piernas desnudas y se estremeció un poco. Entonces vio aproximarse a Mbejane desde una— de las otras carretas y echó a correr.
—¡Nkosi, Nkosi! ¿Qué hace? —Sean bajó la cabeza y siguió corriendo con Mbejane detrás, a lo largo de la margen del río.
"Es una locura… Hablemos un poco primero —le gritaba Mbejane—. ¡Por favor, Nkosi, por favor!
Sean resbaló en el barro y se deslizó por la pendiente. Mbejane dio un salto y consiguió retenerlo antes de que cayese al agua, pero el barro que cubría el cuerpo de Sean era como grasa y Mbejane no logró asirlo. Sean se le escapó de las manos y cuando tocó el agua, trató de nadar de espaldas para evitar las corrientes bajo la superficie. El río lo arrastró, no obstante. Una ola se le metió en la boca y al toser, Sean se dobló en dos. De inmediato la corriente lo tomó por los tobillos y lo arrastró bajo la superficie. Lo soltó otra vez, pero sólo lo suficiente para que aspirase antes de volver a hundirse, en un remolino que lo llevaba hacia el fondo. Emergió batiendo el agua con los brazos hasta que ésta lo llevó por sobre una cascada. Por el dolor en el pecho adivinó que estaba ahogándose. Cayó después por una caída de corriente rápida y todo dejó de importarle. Estaba agotado. Algo le raspó el pecho y extendió una mano para protegerse. Sus dedos aferraron una rama y pudo sacar la cabeza fuera del agua. Bebió grandes bocanadas de aire y siguió asido a la rama, con vida y con deseos de vivir. Comenzó a dar puntapiés, tratando de cortar la corriente, atravesando el río con los brazos aferrados al tronco.
Uno de los remolinos debajo de la margen sur empujó el tronco debajo de las ramas de un árbol. Levantó entonces las manos y logró salir del agua. Arrodillado en el barro, el agua caía de él y le brotaba asimismo de la nariz y la boca. Había perdido las botas. Dejó escapar un doloroso eructo y miró el río. ¿A qué velocidad se desplazaba la corriente, y cuánto tiempo hacía que estaba en el agua? Debía de estar a unos veinte kilómetros río abajo de las carretas. Se enjugó la cara con la mano. Seguía lloviendo. Con piernas temblorosas, se levantó y miró río arriba.
Le llevó tres horas llegar al punto frente a las carretas. Mbeiane y los otros le hicieron señas desaforadas y llenas de alegría al verlo, pero sus gritos no le llegaban desde la otra margen del río. Tenía frío y los pies doloridos. Las huellas de las carretas de los Leroux comenzaban a disolverse en la lluvia. Decidió seguirlas y cuando por fin vio el brillo de las lonas bajo la llovizna delante de él, sintió cierto alivio en los pies fatigados.
—¡Imposible! —le gritó Jan Paulus—. ¿Cómo cruzaste el río?
—Volando. ¿Cómo lo suponías? —dijo Sean—, ¿dónde está Katrina?
Paulus se echó a reír, echado hacia atrás en la montura.
—Con que ésas tenemos, ¿eh? ¿No viniste de tan lejos para despedirte de mí?
Sean se sonrojó.
—Bien, ríete, muchacho. Ya me divertí bastante hoy. ¿Dónde está?
En aquel instante se les acercó Oupa al galope. Formuló su primera pregunta cuando estaba a unos quince metros de distancia y Sean vio que era inútil tratar de responderle, pues tenía experiencia ya. Detrás de los dos, Leroux la vio acercarse. Corría desde la primera carreta, con la capota colgando de sus cintas alrededor del cuello y el pelo agitándose con cada paso. Se sostenía las faldas algo levantadas para protegerlas del barro y las mejillas arreboladas tenían más color que el dorado de su rostro. Los ojos eran intensamente verdes. Sean pasó por debajo del pescuezo del caballo del Oupa y avanzó, empapado, cubierto de barro, pero lleno de impaciencia, al encuentro de ella.
La timidez les hizo detenerse y se quedaron allí, separados por varios pasos.
—Katrina. ¿Quieres casarte conmigo?
Katrina palideció. Se quedó mirándolo y después se volvió. Estaba llorando y Sean sintió que se le caía el alma a los pies.
—No —dijo Oupa, furioso—. No se casará contigo. Déjala tranquila, monigote. La hiciste llorar. Vete de aquí. Es una niña. Vete —repitió, metiendo su caballo entre ellos.
—Cállate, entrometido. —Apareció Ouma, sin aliento, a intervenir en el debate—. Qué sabes acerca de él, ¿eh? El hecho de que esté llorando no quiere decir que no quiera casarse con él.
—Creí que me había dejado —sollozó Katrina—. Creí que no me quería.
Sean lanzó un grito de júbilo y trató de pasar alrededor del caballo de Oupa.
—Déjala tranquila —gritó Oupa, desesperado, maniobrando con el caballo para apartar a Sean—. La hiciste llorar. Te digo que está llorando.
No había duda de ello. Aparte de estar llorando, también trataba de pasar alrededor del caballo de su padre.
—Vat har —le gritó entonces Jan Paulus—. ¡Ve, hombre, corre y tómala!
Ouma tomó el caballo de las riendas y lo alejó un poco. Tenía muchísima fuerza. Y Sean y Katrina, al chocar el uno contra el otro, se abrazaron muy fuerte.
—Muy bien, así me gusta, hombre —dijo Jan Paulus y desmontando de un salto, dio unas cuantas palmadas a Sean en la espalda. Como no podía protegerse, Sean se apretaba más contra Katrina con cada golpe.
Mucho más tarde, Oupa murmuró con voz hosca:
—Podemos darle dos carretas como dote.
—¡Tres! —pidió Katrina.
—¡Cuatro! —acotó Ouma.
—Muy bien, cuatro. Deja de tocarlo, muchacha. ¿No tienes vergüenza? —Rápidamente Katrina dejó caer el brazo de la cintura de Sean. Sean había pedido prestada una muda de ropa a Paulus y estaban todos de pie alrededor del fuego. No llovía ya, pero las nubes bajas habían hecho que anocheciera temprano.
—Y cuatro de los caballos —indicó Ouma a su marido.
—¿Quieres que salga a pedir limosna, mujer?
—Cuatro caballos —repitió Ouma.
—Muy bien, muy bien… Cuatro caballos. —Oupa miró a Katrina y había pesar en sus ojos—. Es una niña, hombre, tiene sólo quince años.
—Dieciséis —le corrigió Ouma.
—Casi diecisiete —dijo Katrina—. Además, dijiste que sí, papa, y ahora no puedes romper tu promesa.
Oupa suspiró. Miró a Sean, entonces, y su expresión se volvió dura.
—Paulus, trae la Biblia de mi carreta. Este monigote tendrá que hacerme un juramento.
Jan Paulus puso la Biblia sobre el peldaño de la carreta. Era un grueso tomo encuadernado en cuero negro opaco por el uso.
—Ven aquí —dijo Oupa a Sean— y pon la mano sobre el libro sagrado. No me mires a mí. Levanta los ojos, hombre, levanta los ojos. Ahora, repite lo que voy a decir: "Juro solemnemente cuidar a esta mujer (no te atragantes, habla con claridad) hasta que encuentre un pastor que pueda unirnos con las palabras adecuadas. Si no hago esto, te ruego, Dios mío, que hagas caer un rayo sobre mí, que me muerdan las serpientes, que arda en el fuego eterno…" —Oupa terminó de enumerar la larga lista de atrocidades y hecho esto, con un gruñido satisfecho, se puso la Biblia debajo del brazo y dijo—: No tendrá oportunidad de hacerte todo esto, porque yo te agarraré primero.
Esa noche Sean compartió la carreta de Jan Paulus. No tenía ganas de dormir y de todos modos, Jan Paulus roncaba. A la mañana siguiente llovía otra vez y era un tiempo melancólico y propicio para los adioses. Jan Paulus rió, Henrietta lloró y Ouma hizo las dos cosas. Oupa besó a su hija.
—Sé una mujer como tu madre —le dijo, mirando con el ceño fruncido a Sean.
"Recuerda, recuerda, ¿eh?
Sean y Katrina esperaron juntos, tomados de la mano, viendo cómo los árboles y la cortina de lluvia ocultaban poco a poco la caravana de carretas. Sean sentía la tristeza de Katrina y cuando la rodeó con un brazo vio que tenía el vestido húmedo y frío. Por fin se perdió de vista la última carreta y se encontraron solos en una tierra tan inmensa como la soledad. Katrina se estremeció y miró al hombre que estaba a su lado. Era tan grande, tan intensamente varonil. Era un extraño. De pronto sintió miedo y deseos de oír la risa de su madre y de ver a su hermano y a su padre cabalgando delante de la carreta, como siempre hasta entonces.
—Ay, por favor, quisiera… —dijo, apartándose de Sean. No terminó sus palabras, porque en aquel instante le vio la boca y los labios curtidos por el sol. Le sonreían. Al mirarlo a los ojos el miedo se le disipó. Con aquellos ojos que siempre la cuidarían, nunca volvería a sentir miedo, por lo menos hasta el fin, y faltaba mucho para eso. Aceptar su amor era como entrar en una fortaleza, en un lugar protegido por fuertes muros. Un lugar seguro, donde nadie más podría entrar. Esta primera sensación fue tan intensa que sólo pudo permanecer inmóvil y dejar que toda la tibieza la envolviese.