12

Al día siguiente, durante el desayuno, Sean reflexionó acerca de su paso siguiente. Escribiría una invitación a cenar y la entregaría personalmente. Tendrían que invitarlo a tomar café y, si esperaba, surgiría su oportunidad favorable. Hasta Oupa tendría que dejar de hablar en algún momento y Ouma aflojaría, tal vez, su vigilancia. Estaba seguro de que tendría oportunidad de hablar con la muchacha. No sabía lo que le diría, pero ya se preocuparía de ello cuando llegase el momento. En el interior de la carreta encontró papel delante de sí. Mientras mordisqueaba el lápiz, contemplaba la maleza. Algo se movió entre los árboles. Sean dejó el lápiz y se levantó. Los perros ladraron, pero callaron de inmediato al reconocer a Hlubi. Venía a paso redoblado, con noticias. Sean lo esperó.

—Una gran manada, Nkosi, con mucho marfil. Los vi bebiendo en el río y después volvieron a la selva y están comiendo muy tranquilos.

—¿Cuándo? —preguntó Sean, para ganar tiempo. Buscaba un pretexto plausible para permanecer en su campamento. Tendría que ser excelente para satisfacer a Mbejane, quien estaba ya ensillando los caballos.

—Antes del sol esta mañana —repuso Hlubi y Sean trató de recordar cuál era su hombro lastimado, ya que no se debía cazar con un hombro lastimado. Mbejane llevó el caballo hasta el límite del campamento. Sean se rascó una aleta de la nariz y tosió.

—El rastreador del otro campamento me sigue de cerca, Nkosi. También él vio la manada y trae las noticias a su amo. Pero yo, como soy veloz como un ciervo cuando corro, lo dejé atrás —dijo Hlubi con gran modestia.

—¿Ah, sí? —Para Sean el problema se presentaba ahora diferente. No podía entregarle esa manada al holandés pelirrojo. Se dirigió corriendo a la carreta, pues, y retiró la bandolera de los pies de la cama. Tenía ya el rifle en la funda contra el flanco del caballo.

—¿Estás cansado, Hlubi? —preguntó. Estaba asegurándose el pesado cinturón con municiones en diagonal sobre el pecho. El sudor había corrido dejando surcos aceitosos, por el cuerpo del zulú. Respiraba en forma agitada.

—No, Nkosi.

—Bien, llévanos, entonces hacia donde están estos elefantes que viste, mi ciervo alado… —Sean montó y miró por sobre un hombro el otro campamento. Estaría allí todavía, cuando él volviera.

Su velocidad se veía restringida por la de los pies de Hlubi, mientras que los dos Leroux no tendrían más que seguir a todo galope el rastro dejado por el grupo de Sean. Antes de que hubiese recorrido cinco kilómetros, lo alcanzaron.

—Buenos días —lo saludó Oupa cuando llegó junto a él. Tiró de las riendas y su caballo avanzó al trote—. Veo que has salido a dar un paseo matinal.

Sean trató de disimular su contrariedad con una sonrisa.

—Si todos vamos a cazar —dijo—, debemos cazar juntos, ¿no?

—Sin duda, meneer.

—Y debemos compartir el botín en partes iguales, un tercio para cada hombre.

—Es lo aceptado —convino Oupa.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó Sean, volviéndose hacia Jan Paulus, que cabalgaba detrás. Jan Paulus repuso con un gruñido. Tenía pocas ganas de abrir la boca desde la pérdida del diente.

En menos de una hora encontraron la huella. La manada había destruido la senda a través de la espesa maleza junto al río. Habían despojado de la corteza a todos los árboles jóvenes y éstos estaban desnudos y sangrantes de savia. Habían derribado, asimismo, los árboles más altos, para llegar a las hojas más tiernas de la parte alta de la copa y el pasto estaba lleno de las grandes pilas de estiércol.

—No necesitamos rastreadores para seguir a éstos —dijo Jan Paulus. Por primera vez mostraba algún entusiasmo. Sean lo miró y se preguntó cuántos elefantes habían muerto delante de su rifle. Un millar, quizá, pero a pesar de ello se le veía el intenso entusiasmo.

—Dile a tus sirvientes que nos sigan. Nos adelantaremos. Los cazaremos en menos de una hora —dijo y dirigió a Sean una sonrisa desdentada. El entusiasmo recorrió los brazos de Sean e hizo que se le erizara el vello que los cubría. Devolvió la sonrisa a Jan Paulus.

Avanzaron a un trote suave los tres a la par, con las riendas flojas para que los caballos buscaran el propio camino entre los árboles caídos. La maleza junto al río se volvió menos espesa, a medida que iban hacia el norte y muy pronto se encontraron en terreno de pradera. El pasto les rozaba los estribos y la tierra era firme y lisa. No hablaban e iban inclinados sobre la montura, mirando al frente. El golpeteo rítmico de los cascos era como el de los tambores de guerra. Sean acarició la hilera de balas sobre su pecho, sacó el rifle, verificó la carga y volvió a guardarlo.

—¡Allá! —gritó Oupa. Sean vio entonces la manada. Estaba congregada en un grupo de árboles, a medio kilómetro de ellos.

—¡Qué enormidad! —dijo Paulus y dejó escapar un silbido—. Hay por lo menos doscientos.

Sean fue el primero en oír el chillido agudo como el de un cerdo que señalaba la alarma de los animales y vio desplegarse las orejas como grandes abanicos y levantarse las trompas. De inmediato la manada se amontonó y echó a correr con el lomo arqueado, dejando una fina pantalla de polvo detrás.

—Que Paulus tome el flanco derecho. Tú, meneer, ve por el centro y yo tomaré el izquierdo —gritó Oupa.

Sean se metió el sombrero sobre la frente y al espolear a su caballo, éste partió al galope. Como un tridente pardo los tres jinetes se lanzaron hacia la manada. Sean avanzaba en una nube de polvo. Eligió una hembra vieja de aquella montaña en movimiento delante de sus ojos y se acercó tanto a ella que alcanzaba a distinguir las cerdas del extremo de la cola y la piel desgastada y arrugada como el escroto de un viejo. Al tocar Sean el pescuezo del caballo, logró que pasara de un galope a toda carrera hasta quedarse inmóvil, en una docena de metros. Sean desmontó de prisa y cayó con las rodillas dobladas, para amortiguar el contacto con el suelo. El espinazo del animal era una línea de bultos debajo de la piel gris. Sean se lo destrozó con el primer tiro y la hembra cayó, resbalando sobre el cuarto posterior, como un perro con lombrices. El caballo comenzó a galopar otra vez antes de que Sean hubiese montado del todo y el movimiento, el ruido, el polvo y el olor a pólvora lo rodearon totalmente. Perseguirlos, tosiendo a causa del polvo. Acercarse. Desmontar y disparar. Sangre sobre el cuero gris. Bang, bang, los rifles. Los caños calientes, retrocediendo con violencia. Sudor sobre los ojos, escozor. Cabalgar. Perseguir, disparar una y otra vez. Las balas entran en la carne con un ruido hueco. Cabalgar otra vez. Cabalgar, hasta que el caballo no pudo ya mantenerse a la par de los animales y debió dejarlos escapar. Se detuvo, rodeando con los brazos la cabeza de su caballo. La tierra y la sed le habían cerrado la garganta. No podía tragar. Le temblaban las manos al reaccionar después de tanto movimiento. Le dolía el hombro otra vez. Se quitó la bufanda de seda, se enjugó el rostro con ella y resopló para quitarse el barro de la nariz. Por último bebió de su cantimplora. El agua tenía un sabor gratísimo.

La caza los había llevado, desde las praderas hasta la maleza mopani. Era muy espesa, y las hojas verdes y relucientes colgaban hasta el suelo y lo rodeaban enteramente. El aire estaba calmo y al respirar se lo sentía tibio. Se volvió para contemplar el trayecto de la caza. Los localizó por los chillidos. Cuando lo vieron, trataron de cargar, arrastrándose hacia él, sobre las patas delanteras y buscando a tientas con el tronco. Quedaron todos quietos después de un disparo a la cabeza. Esto era lo desagradable. Sean trabajó con rapidez, pues oía los otros rifles en la selva a su alrededor y cuando llegó a uno de los claros entre los árboles vio a Jan Paulus, quien se aproximaba hacia él a pie, llevando al caballo de la rienda.

—¿Cuántos? —le preguntó Sean.

—Gott, hombre, no los conté. Qué matanza, ¿eh? ¿Tienes algo para beber? Se me cayó la cantimplora, no se dónde.

Jan había guardado su rifle en la funda. Llevaba las riendas sobre un hombro y el caballo lo seguía con la cabeza baja de agotamiento. El claro estaba rodeado de los altos árboles de espesa copa llamados mopani y en él irrumpió un elefante herido. Había recibido un disparo en un pulmón. Tenía el flanco cubierto de espuma y cada vez que chillaba la sangre brotaba en un chorro rosado del extremo de la trompa. Atacó a Jan Paulus, desplegando como un estandarte de batalla las anchas orejas. El caballo de Jan Paulus se encabritó, las riendas se cortaron y el animal huyó al galope, dejando a Jan Paulus totalmente expuesto. Sean montó en su propio caballo sin utilizar los estribos. El animal levantó la cabeza e hizo unos pasos de baile en un círculo cerrado, pero Sean lo dominó y lo obligó a avanzar para interceptar el ataque.

—¡No corras, por Dios, no corras! —gritó al sacar su rifle de la funda. Jan Paulus lo oyó. Permaneció con las manos a los costados, los pies separados y el cuerpo rígido. El elefante también oyó el grito de Sean y cuando volvió la cabeza, Sean advirtió un primer titubeo en su avance. Disparó sin intentar hacer puntería, con la sola esperanza de herirlo, de alejarlo de Jan Paulus. La bala se introdujo con el ruido de una toalla mojada que se golpea contra una pared. El elefante se volvió, torpe ya a causa de la debilidad de sus pulmones destrozados. Sean hizo girar a su caballo para huir y el elefante fue detrás.

Las manos no le obedecían bien al volver a cargar el arma, pues las tenía resbalosas de sudor. Una de las cápsulas de bronce se le cayó y después de rebotar en su rodilla cayó al pasto entre los cascos del caballo. El elefante se acercaba. Sean aflojó el colchón arrollado que llevaba sobre la grupa y lo dejó caer. A veces los animales se detenían para destrozar un simple sombrero, pero éste no se detuvo. Cuando Sean pudo volverse sobre la montura y disparar, el animal chilló tan cerca, que la sangre le salpicó la cara. Su caballo estaba casi en el límite de sus fuerzas. Con cada paso, sentía las patas flojas del animal y estaban casi en el límite del claro, corriendo hacia la masa sólida de árboles verdes. Volvió a cargar el rifle e, inclinándose sobre la montura, se deslizó hasta tocar el suelo con los pies. Corría ahora junto al caballo. Al soltar a éste cayó hacia atrás, pero trató de mantener el equilibrio y sintió la sacudida en todo el cuerpo por la fuerza de su impulso. En seguida, y siempre de pie, se volvió para disparar. El elefante se acercaba a toda velocidad y estaba casi sobre él, como una masa de roca. Tenía la trompa enrollada contra el pecho y los colmillos bien levantados.

Demasiado cerca, está demasiado cerca, no puedo dispararle al cráneo desde aquí.

Apuntó a la depresión en la frente sobre el nivel de los ojos y disparó. Las patas del elefante se doblaron y el cerebro reventó como un tomate excesivamente maduro en el interior de la coraza ósea del cráneo.

Sean trató de apartarse de un salto al ver que el cuerpo macizo podría caer sobre él, pero una de las patas lo golpeó y lo derribó de bruces sobre el pasto. Quedó tendido allí. Se sentía enfermo, pues todavía le aferraba el estómago la sensación de miedo mortal.

Pasados unos instantes miró al elefante. Uno de los colmillos se había quebrado a la altura del labio. Llegó Jan Paulus, jadeante después de haber corrido y se detuvo junto al elefante, tocándole la herida en la cabeza y limpiándose los dedos en la camisa.

—¿Estás bien, hombre?

Al decir esto tomó a Sean de un brazo y lo ayudó a levantarse. Por último recogió el sombrero y le quitó el polvo con mucho cuidado antes de entregárselo.