Sean despertó con la sensación de que algo marchaba mal. Intentó sentarse, pero el dolor se lo impidió. La rigidez de los músculos, la tirantez de las costras que comenzaban a cicatrizar. Al quejarse, sintió dolor en los labios. Muy despacio, bajó las piernas y trató de hacer un inventario de sus males. Muy oscuro entre el vello del pecho tenía la marca del taco de la bota de Jan Paulus. Se palpó la piel en esa región, buscando alguna costilla rota. Una vez satisfecho de que no tenía ninguna fractura allí pasó a palpar la larga marca roja sobre la espalda, levantando bien el brazo para examinar la piel separada. Se sacó un poco de pelusa de la manta y se puso de pie. En el acto quedó inmóvil al sentir el agudo tirón de un músculo desgarrado en el hombro. Fue entonces cuando empezó a maldecir en voz baja, sin cesar, y no calló durante todo el doloroso proceso de bajar de la carreta.
Toda su servidumbre presenció esta salida de la carreta y hasta los perros tenían aspecto de estar preocupados. Sean pisó tierra y comenzó a gritar.
—¡Qué demonios…! —gritó, pero calló en seguida, pues se le abrió el labio y volvió a sangrar.
—¡Qué demonios… —repitió, entre labios que apenas se movían— hacen aquí parados, como un montón de mujeres tomando cerveza! ¿No hay trabajo que hacer? Hlubi, creía haberte enviado a buscar elefantes. —Hlubi partió—. Y tú, Kandhla. ¿Dónde está el desayuno? Mbejane, tráeme una palangana llena de agua y mi espejo para afeitarme. —Con aire taciturno, Sean se miró el rostro en el espejo—. Si me hubiese pasado por encima una manada de búfalos, no habría sufrido tanto daño.
—Nkosi, lo suyo no es nada comparado con la cara de él —le dijo Mbejane.
—¿Está mal? —dijo Sean, interesado.
—Hablé con uno de sus sirvientes. Todavía no se ha levantado y se queda allí gruñendo como un león herido, en la maleza. En cambio tiene los ojos tan cerrados como los de un cachorro recién nacido.
—Cuéntame más, Mbejane. ¿En serio, fue una buena pelea?
Mbejane se sentó en cuclillas junto a la silla de Sean. Calló un momento, tratando de buscar las palabras.
—Cuando el cielo manda a sus batallones de nubes contra los picos del Drakenberg, con truenos y lanzas de rayos, es algo que emociona al hombre. Cuando dos elefantes machos luchan hasta la muerte, no hay espectáculo mejor en todo el veld. ¿No es así?
Sean hizo un gesto afirmativo. Le brillaban los ojos de orgullo.
—Nkosi, escúcheme cuando le digo que todo eso era como juego de niños comparado con esta pelea.
Sean escuchaba las frases. Mbejane era muy versado en el arte más antiguo de Zululandia y cuando terminó, miró a Sean a la cara. Era una cara feliz. Con una sonrisa, Mbejane sacó un papel de su taparrabo.
—Un sirviente del otro campamento le trajo esto mientras usted dormía.
Sean leyó el mensaje. Estaba escrito con una caligrafía grande, de escolar y en holandés del norte. Le gustaba esa escritura. Era una invitación a comer.
—Kandhla, saca mis botas número uno —dijo.
Volvió a levantar el espejo. No había mucho que hacer con esa cara. Recortarse la barba, quizá, pero nada más. Cuando dejó el espejo, se puso a contemplar las carretas de Leroux, semiocultas entre los árboles.
Mbejane lo guió con una linterna. Marchaban despacio, para que Sean pudiese renguear con cierta dignidad. Cuando llegaron al otro campamento, Jan Paulus se levantó con dificultad de su silla y le dirigió un saludo igualmente rígido. Mbejane había mentido un poco. Con la excepción del diente que le faltaba, no había mucha diferencia entre la cara de Jan Paulus y la suya. Oupa palmeó a Sean en la espalda y le dio un vaso de coñac. Era un hombre alto, pero un millar de soles le había quemado la carne, dejando sólo músculos como cuerdas, y desteñida su mirada hasta darle un tono verde pálido, mientras que la piel tenía la textura de un pescuezo de pavo. Tenía una barba de un blanco amarillento, con restos de rojizo alrededor de la boca. Hizo a Sean tres preguntas, sin darle tiempo para responder a la primera, y después lo llevó hasta una silla.
Oupa hablaba, Sean escuchaba y Jan Paulus se mostraba hostil, Oupa habló de ganado y de caza y de las tierras al norte. Al cabo de unos minutos Sean comprendió que no se pretendía que participase en la conversación. Los pocos intentos que hizo se malograron bajo la verborragia de Oupa. Sean lo escuchaba, pues, a medias, y por otra parte prestaba atención a los murmullos de las mujeres ocupadas delante del fuego detrás del campamento. En una oportunidad la oyó reír. Supo que era ella por ese algo lleno de vida que había apreciado ya en sus ojos. Por fin las tareas de las mujeres entre la comida y las ollas terminó y Ouma trajo a las muchachas hasta donde estaban sentados los hombres. Sean se levantó y vio que Katrina era alta, con espaldas de muchacho. Al caminar, el movimiento le apretó la falda contra las piernas, largas, aunque con pies pequeños. Tenía un pelo de tono rojizo oscuro, asegurado en la nuca en un enorme rodete.
—Ah, mi oso enfurecido —dijo Ouma, tomando a Sean del brazo—. Te presento a mi nuera, Henrietta. Henrietta, éste es el hombre que casi te dejó viuda —Jan Paulus gruñó desde su asiento y Ouma se echo a reír con un temblor del amplio pecho. Henrietta era una muchacha menuda, de ojos oscuros. No le gusto, adivinó Sean al instante. Con una leve inclinación, le estrechó la mano, que ella retiró de inmediato.
—Mi hija menor, Katrina. La viste anoche.
Le gusto. Los dedos que aferró Sean eran largos y con puntas cuadradas. Sean arriesgó hacer que sus labios sonrieran.
—Sin sus cuidados me habría desangrado —dijo. Katrina le devolvió la sonrisa, pero no con la boca.
—Lleva bien las heridas, meneer. El ojo azul tiene un aspecto bien distinguido.
—Basta, hija —le dijo Oupa ásperamente—. Ve a sentarte junto a tu madre. —Volviéndose hacia Sean, prosiguió—: Estaba contándote acerca de este caballo. Bien, dije al hombre. "No vale cinco libras, y mucho menos, quince. Mira esas articulaciones, finas como palitos." Y entonces me dice él, tratando de distraerme, sabes, dice: "Ven a ver la montura". Pero yo veo que está preocupado y…
El algodón delgado de la blusa de Katrina apenas contenía el pecho opulento. Nunca había visto Sean nada más hermoso.
Habían instalado una mesa de tablas sobre caballetes junto a las hogueras. Por fin se sentaron a ella. Oupa rezó la plegaria. Sean lo miraba con los ojos entrecerrados. La barba de Oupa se movía al hablar éste, quien en un punto golpeó la mesa, para recalcar lo que estaba diciéndole al Señor. Su "Amén" fue tan resonante que Sean tuvo que hacer un esfuerzo por abstenerse de aplaudir y Oupa se echó hacia atrás, sin cuerda, ya.
—Amén —dijo Ouma y con un cucharón sacó guiso de una olla del tamaño de un balde. Henrietta sirvió frituras de zapallo y Katrina apiló rebanadas de pan de mijo recién hecho en cada plato. Reinó entonces el silencio, interrumpido tan sólo por el choque del metal contra la loza y el ruido de la respiración nasal de Oupa.
—Mevrouw Leroux, debí esperar muchísimo tiempo para probar comida como ésta —dijo Sean y empapó un pedazo de pan en un poco de salsa. Ouma sonrió, satisfecha.
—Hay mucho más, meneer. Me encanta ver comer a un hombre. Oupa era antes un gran experto en el arte de trinchar. Mi padre hizo que me llevase lejos muy pronto, pues se arruinaba cada vez que él comía con nosotros, cuando venía a cortejarme. —Ouma tomó el plato de Sean y se lo llenó—. Tengo la impresión de que es un hombre con buen apetito.
—Diría que soy capaz de no quedarme rezagado frente a nadie —admitió Sean.
—¿Ah, sí? —Jan Paulus habló por primera vez. Pasó su propio plato a Ouma y le dijo—: Llénelo, por favor, mamá, pues tengo mucho hambre esta noche.
Los ojos de Sean se entrecerraron más aún y esperó hasta que hubiesen devuelto el plato a Jan Paulus. Tomó entonces su propio tenedor. Jan Paulus hizo lo mismo.
—Vaya —dijo Ouma, feliz—. Empezamos de nuevo. Oupa, puede que tengas que salir esta noche a matar un par de búfalos, antes de que hayamos terminado esta comida.
—Apuesto una libra de oro por Jan Paulus —desafió Oupa a su mujer—. Es como un ejército de termitas. Juro que si no hubiera otra cosa, sería capaz de comerse la lona de las carretas.
—Muy bien —dijo Ouma—. Nunca vi comer antes al oso, pero sospecho que tiene bastante lugar para meter comida.
—Tu bufanda de lana contra mi capota verde porque Jan Paulus cede primero —dijo Katrina en voz baja a su cuñada.
—Cuando Jannie haya terminado el guiso, se comerá al inglés —dijo Henrietta riendo—, pero como me gusta tu sombrero verde, acepto la apuesta.
Plato tras plato, con Ouma midiendo cada cucharón lleno con escrupulosa justicia, compitieron en comer. Poco a poco todos alrededor de la mesa dejaron de hablar.
—¿Más? —preguntaba Ouma cada vez que limpiaban los platos y cada vez ellos se miraban y hacían un gesto afirmativo. Por fin el cucharón raspó el fondo de la olla.
"Se acabó, hijos. Tendremos que considerar esto como otro empate.
El silencio se prolongó cuando terminó de hablar. Sean y Jan Paulus estaban inmóviles, con los ojos fijos en los respectivos platos. De pronto se oyó el hipo de Jan Paulus y su expresión cambió. Se puso de pie y desapareció en la oscuridad.
—¡Ah, oigan, oigan! —dijo Ouma, llena de regocijo. Todos esperaron y a continuación estallaron las carcajadas—. Ah, qué ingrato. ¿Es eso lo que piensa de la comida que preparo? ¿Dónde está tu moneda de oro, Oupa?
—Espera, mujer codiciosa, el partido no terminó todavía —dijo y volviéndose, miró sorprendido a Sean—. Tengo la impresión de que tu propio caballo está por reventar.
Sean cerró los ojos. Los ruidos del malestar de Jan Paulus le llegaban con suma claridad.
—Gracias por este espléndido… —No tuvo tiempo de terminar. Ansiaba alejarse lo más posible para que la muchacha no lo oyera.