Trasladaron el campamento tres veces en noviembre, manteniéndose sobre la margen sur del río, remontándolo hacia el oeste. Poco a poco las carretas, cuyo contenido de marfil habían vaciado junto al pozo de agua, volvieron a llenarse, pues la caza se concentraba a lo largo del río. El resto de la región estaba seca, pero día a día había mayores perspectivas de lluvia.
Las nubes, que antes habían estado diseminadas por el cielo, formaron masas redondeadas y con bordes oscuros, o bien se alargaban en nubes de tormenta. Toda la naturaleza parecía mostrarse impresionada por su volumen cada vez mayor. Por las noches, el sol las vestía de púrpura real y durante el día, los remolinos los entretenían con sus danzas de derviches. Se aproximaban las lluvias. Sean debía tomar una decisión, atravesar el Limpopo y alejarse del sur cuando el río se desbordara, o bien permanecer donde estaban y no recorrer el sector que no habían visto aún. No fue una decisión difícil. Encontraron un punto donde las márgenes eran algo más bajas en ambos lados del río. Descargaron entonces la primera carreta y le ataron dobles yuntas. En seguida, animados por los gritos de todos, los bueyes bajaron al galope por la empinada pendiente y llegaron al lecho del río. La carreta iba detrás con fuertes sacudidas hasta que al llegar a la arena se detuvo y se inclinó en un pronunciado ángulo, con las ruedas hundidas hasta los ejes.
—Tomen los rayos —gritó Sean. Los hombres se lanzaron sobre las ruedas y empujaron con todas sus fuerzas para mantenerlas en movimiento, pero la mitad de los bueyes estaban caídos, imposibilitados de avanzar en aquellas arenas movedizas.
"¡Maldición! —dijo Sean, mirando furioso la carreta—. Desaten los bueyes y llévenlos de regreso. Saquen las hachas.
Les llevó tres días construir un puente de troncos en el lecho del río y otros dos llevar todas las carretas con marfil hasta la margen opuesta. Sean declaró día de fiesta el de la llegada de la última carreta al campamento nuevo y todos durmieron hasta tarde la mañana siguiente. El sol estaba alto ya cuando Sean bajó de su propia carreta. Estaba aún somnoliento y con algo de malestar, por haber dormido hasta tan tarde. Bostezó abriendo la boca muy grande, y se desperezó hasta parecer una cruz. Al pasarse la lengua por el interior de la boca hizo una mueca de desagrado. Después se rascó el pecho. El pelo le raspó los dedos.
—Kandhla, ¿dónde está el café? ¿No te importa que esté medio muerto de sed?
—Nkosi, el agua no tardará en hervir.
Sean rezongó un poco y se acercó a donde estaba Mbejane con otros sirvientes, cerca del fuego, mirando todos a Kandhla.
—Este es un buen campamento, Mbejane —dijo Sean, mirando la fronda de follaje sobre sus cabezas. Era un lugar lleno de sombra verde, fresco a pesar del calor de la mañana ya avanzada. Los escarabajos llamados de Navidad chillaban ocultos entre las grandes ramas.
—Hay buen pasto para los bueyes —convino Mbejane y extendió una mano hacia Sean.
"Encontré esto en el pasto. Alguien acampó ya aquí —dijo. Sean miró lo que le daba y comprobó que era un fragmento de vajilla de loza con un decorado de hojas de higuera. Le chocó ver ese pedazo de civilización en plena selva. Mientras lo miraba y lo hacía girar entre sus dedos, Mbejane continuó diciendo—: Allí están las cenizas de una fogata, contra ese árbol y también encontré huellas profundas, donde las carretas subieron por la margen del río, en el mismo punto que nosotros.
—¿Cuánto tiempo hace de esto?
Mbejane se encogió de hombros.
—Un año, quizá. Las huellas de carretas están cubiertas de pasto nuevo.
Sean se sentó. Se sentía preocupado. Al pensarlo más, decidió, con una sonrisa, que sentía celos. Celos de que hubiese extraños en la tierra que comenzaba a considerar como propia. Esas huellas de un año atrás le daban la sensación de que había demasiados allí. Tenía, además, la sensación opuesta, la de desear compañía de gente de su raza. El deseo silencioso de volver a ver a un hombre blanco. Era extraño que algo pudiese provocarle resentimiento y al mismo tiempo deseo.
—¿Kandhla, tomaré café ahora o bien durante la cena esta noche?
—Está listo, Nkosi.
Kandhla puso un poco de azúcar morena en el jarro, lo revolvió con un palito y se lo pasó. Sean lo tomó con ambas manos y después de soplar para enfriarlo un poco, comenzó a beber con pequeños sorbos y suspiros de placer. La charla de sus zulúes circulaba de una boca a otra en todo el círculo y siguió a esto las cajas de rapé. Cada comentario de valor era seguido por un coro solemne de "es verdad, es verdad", y el consumo de rapé. Surgieron pequeñas discusiones y volvieron a sumergirse en la corriente de la conversación general. Sean escuchaba y participaba de vez en cuando con alguna anécdota, hasta que el estómago le advirtió que era hora de almorzar. Kandhla se puso a cocinar, bajo la supervisión crítica y con las sugerencias comedidas de quienes se habían vuelto locuaces con el ocio. Había logrado casi asar una gallineta a satisfacción de todos, si bien Mbejane consideraba que requería otra pizca de sal, cuando Nonga, que estaba sentado junto al fuego se levantó de un salto y señaló hacia el norte. Sean se protegió los ojos con una mano y miró.
—¡Vaya! —dijo.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —dijeron sus sirvientes.
Un hombre blanco venía cabalgando hacia ellos a través de los árboles. Llevaba los estribos bien largos y tenía el cuerpo flojo. Se había acercado lo suficiente como para que Sean viese la gran barba rojiza que le ocultaba la parte inferior de la cara. Era muy alto y llevaba las mangas arrolladas arriba de unos brazos macizos.
—¡Hola! —lo saludó Sean y se apresuró a ir a su encuentro. El jinete se detuvo en el límite del campamento, bajó despacio del caballo y estrechó la mano de Sean. Los dedos de éste crujieron.
—¡Hola, hombre! ¿Qué tal? —Hablaba en africaner con una voz que armonizaba con las dimensiones de su cuerpo y sus ojos estaban en el mismo nivel que los de Sean. No terminaban de estrecharse la mano, riendo, añadiendo un toque de sinceridad a las habituales expresiones del saludo.
—Kandhla, saca la botella de coñac —dijo Sean, volviéndose a medias y luego, dirigiéndose al bóer, añadió—: Ven, llegas a tiempo para almorzar. Tomaremos un trago para festejar. ¡Qué diablos, me encanta volver a ver a un blanco!
—¿Estás solo, entonces?
—Sí. Ven hombre, siéntate.
Sean sirvió coñac y el bóer tomó su vaso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Courteney. Sean Courteney.
—Yo soy Jan Paulus Leroux. Encantado de conocerte, meneer.
—Salud, meneer —dijo Sean, brindando a su vez. Jan Paulus se limpió los bigotes con la palma de la mano y respiró hondo, como si quisiera volver a aspirar el aroma del coñac.
—Excelente —dijo, extendiendo su vaso. Hablaron con animación, la lengua desatada por la soledad, tratando de decirlo todo y preguntarlo todo a la vez. Los encuentros en la selva siempre son así. Entretanto, el nivel de la botella bajaba rápidamente.
—Dime. ¿Dónde están tus carretas?
—A una hora detrás de mí. Vine adelante para llegar al vado.
—¿Cuántos hay en tu grupo? —Sean lo miraba y hablaba tan sólo por hablar.
—Mamá, papá, mi hermanita y mi mujer. Y ahora que pienso, será mejor que retires tus carretas.
—¿Cómo? —le dijo Sean, perplejo.
—Este es mi lugar para acampar —le explicó el bóer—. Mira, aquí están los rastros de mis hogueras. Este campamento es mío. La sonrisa se borró del rostro de Sean.
—Oye, bóer —dijo—. Tenemos África entera. Elige cualquier lugar, menos aquél en que yo estoy sentado.
—Pero este lugar es mío —dijo Jan Paulus y el rostro se le congestionó un poco—. Siempre acampo en el mismo lugar cuando sigo una huella.
En pocos segundos cambió toda la atmósfera de la relación. Jan Paulus se levantó bruscamente y se dirigió hacia su caballo. Se inclinó y apretó la cincha al punto que el animal por poco no perdió el equilibrio. Montó, entonces y desde arriba miró a Sean.
—Retira tus carretas —le dijo—, porque yo acamparé aquí esta noche.
—¿Querrías apostar? —le dijo Sean muy serio.
—¡Veremos!
—Sin duda.
El bóer volvió su caballo y se alejó. La espalda se perdió entre los árboles y Sean sintió que disminuía su enojo. Recorrió el campamento, trabajando con furia, describiendo círculos, deteniéndose de vez en cuando para mirar en la dirección por la cual llegarían las carretas del bóer. Mas detrás de todos esos síntomas exteriores de indignación estaba su expectativa maligna ante una inminente pelea. Kandhla le trajo comida y lo persiguió con el plato en la mano. Sean lo apartó con impaciencia y reanudó su belicoso patrullaje. Por fin apareció en la distancia el extremo de un largo látigo y un buey mugió débilmente, recibiendo la inmediata respuesta de los de Sean. Los perros comenzaron a ladrar y Sean se dirigió a una de las carretas al norte del campamento y se apoyó en ella con fingida despreocupación. La larga caravana de carretas surgió entre los árboles y se aproximó serpenteando por la senda. En el alto pescante de la primera se veían manchas de colores vivos. ¡Vestidos de mujer! En circunstancias comunes habrían provocado un movimiento sensual en las aletas de la nariz de Sean, como el de un padrillo, pero tenía toda la atención concentrada en el más grande de los dos jinetes que cabalgaban a ambos lados. Jan Paulus trotaba delante de su padre y Sean, con los puños apretados como huesudos martillos, observaba su llegada. Jan Paulus cabalgaba muy erguido sobre la montura. Detuvo el caballo a pocos pasos de Sean y se empujó el sombrero hacia atrás con un pulgar tan grueso y oscuro como un chorizo frito. Luego espoleó levemente al animal para hacerle hacer unos pasitos de danza y preguntó con una sorpresa burlona:
—¿Cómo, Rooi Nek, sigues aquí?
Los perros de Sean se habían adelantado para enfrentarse con la otra jauría y ahora se desplazaban con una agitación contenida y el habitual olfateo de colas. Estaban todos rígidos, con el pelo del lomo erizado y las patas abiertas en la posición de orinar.
—¿Por qué no te trepas a un árbol? Te sentirás más como en tu casa —le dijo Sean con gran cortesía.
—¿Ah, sí? —Jan Paulus se levantó sobre los estribos, sacó el pie derecho pasándolo por sobre la grupa para desmontar y entonces Sean se abalanzó sobre él. El caballo se encabritó y por poco no hizo caer al bóer, quien se aferró al pomo de la montura. Sean levantó una mano, tomó un puñado de la barba rojiza y se echó hacia atrás con todo el cuerpo. Jan Paulus cayó hacia atrás con los brazos agitándose en el aire como aspas de molino, pero al trabársele el pie en el estribo, quedó colgado, prisionero entre el caballo encabritado y la barba presa en la mano de Sean. Era un deleite para éste oír sus gritos.
Impulsados a la acción por el ejemplo, los perros dejaron de saludarse en forma ceremonial y se lanzaron los unos contra los otros, ladrando y dando mordiscones. El pelo volaba como arena en una tormenta del desierto de Kalahari.
Se cortó el cuero del estribo. Sean cayó hacia atrás y se incorporó con el tiempo justo para hacer frente al ataque del bóer. Pudo contener el puñetazo, pero el poder detrás del golpe lo sobrecogió. En seguida se entabló la lucha cuerpo a cuerpo. Eran fuerzas parejas. Forcejeaban, mudos, las barbas casi juntas, los ojos a pocos centímetros. Sean desplazó el peso e intentó derribar al bóer, pero con la facilidad de un bailarín Jan Paulus se resistió. Ahora le tocaba a él. Se retorcía entre los brazos de Sean y éste jadeaba a causa del esfuerzo para retenerlo. Oupa Leroux se lanzó entonces contra ellos a caballo, desparramando a los perros, agitando con un silbido el largo látigo de piel de hipopótamo.
—¡Basta! Demonios, ¡basta! ¡Basta, les dije, sepárense!
Sean lanzó un grito de dolor al sentir el látigo sobre la espalda y su grito fue seguido por otro de Jan Paulus. Se apartaron, entonces, y retrocedieron, frotándose la espalda, mientras el viejo flaco y de barba blanca avanzaba en su cabalgadura.
Había llegado la primera de las carretas y desde su pescante unos cien kilos de mujer lo llamó a gritos:
—¿Por qué los separaste, Oupa?
—No tiene sentido dejarlos que se maten.
—No te da vergüenza… Malograrle la diversión a esos chicos. ¿No recuerdas cuánto te gustaba una buena pelea? ¿O eres tan viejo que olvidaste ya los placeres de tu juventud? ¡Déjalos pelear en paz!
Oupa titubeó, agitando aún el látigo y miró sucesivamente a Sean y a Jan Paulus.
—Apártate de allí, entrometido —le ordenó su mujer. Era tan sólida como una mole de granito y tenía la blusa rellena de senos y los brazos curtidos y espesos como los de un hombre. El ala ancha de su sombrero proyectaba sombra sobre el rostro, pero Sean alcanzó a ver que era rubicundo y en forma de torta, la clase de rostro que tiende a sonreír más que a mostrarse hosco. En el pescante, junto a ella, estaban sentadas dos muchachas, pero no hubo tiempo de mirarlas. Oupa había apartado su caballo y Jan Paulus volvía a cargar. Sean se puso en puntas de pie, algo encorvado, con la ansiedad de afrontar semejante fuerza, absorto en ver a Jan Paulus lanzarse a la golpiza principal y no muy seguro de que podría soportarla.
Jan Paulus comenzó por una derecha, pero Sean la esquivó y la espesa masa de la barba amortiguó el golpe. Pudo golpear a Jan Paulus en las costillas, bajo el brazo levantado. Con un gruñido Jan Paulus se alejó un poco.
Olvidados sus escrúpulos, Oupa Leroux los observaba encantado. Sería una riña excelente. Eran dignos el uno del otro, hombres grandes, de menos de treinta años, rápidos y ágiles. Ambos habían luchado antes y con bastante frecuencia. Se notaba al verlos estudiarse, separarse, avanzar para dar ocasión de un golpe que el hombre menos diestro podría haber intentado y luego lamentado.
De pronto este juego de movimientos lentos y estudiados estalló. Jan Paulus avanzó, se desplazó hacia la izquierda, cambió de dirección como el látigo al retroceder y volvió a utilizar la derecha. Sean la esquivó y quedó entonces expuesto a la izquierda de Jan Paulus. Trastabilló frente al golpe y el corte en su mejilla comenzó a sangrar. Jan Paulus lo siguió, con las manos preparadas. Sean esperó un instante, para prever el movimiento siguiente de su contrario. Aflojo las piernas y esperó. Demasiado tarde, Jan Paulus adivinó la treta en los ojos de Sean y aunque trató de eludirla, un puño huesudo lo golpeó en la mejilla. Trastabilló, a su vez, y también comenzó a sangrar.
Pelearon entre las carretas y la ventaja pasó varias veces de uno a otro. Cuando tomaban contacto, usaban la cabeza y las rodillas y cuando se separaban, volvían a los puños. Una vez más entablaron lucha cuerpo a cuerpo y rodaron por la pendiente hacia el lecho del Limpopo. Pelearon sobre la arena blanda que les trababa las piernas y les llenó la boca cuando cayeron pegándose como azúcar impalpable a su pelo y sus barbas. Chapotearon en una de las piletas y lucharon con el agua en los pulmones, tosiendo, moviéndose con torpeza como un par de hipopótamos. Sus movimientos se volvieron más lentos, hasta que por fin quedaron arrodillados, el uno frente al otro, sin poder incorporarse ya, chorreando agua y luchando denodadamente por respirar.
Sean no estaba seguro de si la oscuridad era fruto de su imaginación o bien una realidad. El hecho era que el sol se había puesto cuando dejaron de luchar. Vio entonces a Jan Paulus haciendo arcadas, hasta que con un ruido desgarrado vomitó un poco de bilis. Sean se arrastró hasta el borde de la pileta y permaneció tendido allí, con la cara contra la arena. Oía ecos de voces y distinguía una luz de linterna, una luz roja, ya que se filtraba por la sangre que le caía de arriba de los ojos. Sus sirvientes lo levantaron y apenas tuvo conciencia de ello. Poco a poco la luz y las voces se desvanecieron y cayó en una semiinconsciencia.
Lo despertó el ardor de la tintura de yodo. Luchó por sentarse, pero unas manos lo retuvieron.
—Calma, calma, la pelea terminó.
Sean fijó un ojo en el punto de origen de la voz. Sobre él estaba la superficie sonrosada de Ouma Leroux. Sus manos le palparon la cara y el desinfectante volvió a arderle, lo cual le hizo quejarse entre un par de labios hinchados.
—¡Vaya! Típico de los hombres —dijo Ouma riendo—. Te dejas destrozar la cabeza sin abrir la boca, pero un poquito de medicina y te echas a llorar como un chico.
Sean se pasó la lengua por el velo del paladar. Tenía un diente flojo, pero por un milagro los otros estaban allí. Comenzó a levantar la mano para tocarse el ojo semicerrado, pero Ouma le dio una palmada y siguió trabajando.
—¡Mi Dios, qué pelea! —dijo, agitando la cabeza con orgullo—. Estuviste magnífico, chico, estuviste muy bien.
Al mirar Sean detrás de ella vio a la muchacha. Estaba de pie en las sombras, una silueta dibujada contra la lona clara. Tenía una palangana entre las manos. Ouma se volvió y metió un trozo de tela en ella, para lavar la sangre que le había enjugado de la cara. La carreta tembló bajo el peso de la mujer y la linterna se meció, iluminando un lado de la cara de la muchacha. Sean estiró las piernas sobre el catre y movió un poco la cabeza para verla mejor.
—Quieto, jong, quieto, muchacho —le ordenó Ouma. Sean miró detrás de ella, a la chica: labios carnosos y serenos, mejillas redondeadas. Vio la cabellera sedosa en un alegre desorden, para luego, como arrepentida, caer detrás del cuello, rodearle el hombro y bajar hasta la cintura en una trenza tan gruesa como la muñeca de Sean.
—Katrina. ¿Quieres que cada vez me incline hasta la palangana? Acércate, hija.
Katrina avanzó hacia la luz y miró a Sean. Verde, de un verde riente, casi como de burbujas, era el color de esos ojos. De inmediato los bajó y los fijó en la palangana. Sean se quejó mirándola, pues no quería perderse el instante en que ella volviera a levantarlos.
—Qué oso eres —dijo Ouma, haciéndole un elogio, aunque de mala gana—. Robarnos el campamento, pelear con mi hijo, y mirar fuerte a mi hija. Si continúas así, puede que sea yo quien te de una paliza. ¡Mira que eres peligroso! Katrina, será mejor que vuelvas a las carretas y ayudes a Henrietta con tu hermano. Deja la palangana sobre la cómoda.
Volvió a mirar a Sean antes de retirarse. Había sombras misteriosas en los ojos verdes. No tenía necesidad de sonreír con los labios.