9

Como un absceso lleno de pus en la raíz de un diente infectado, la culpa y el dolor llenaban el espíritu de Sean. Su sentido de culpa era doble. Había traicionado su juramento a Duff y carecido del coraje que hiciese de esta traición algo justificable. Esperó demasiado tiempo. Debió haberlo hecho al principio, con limpieza y con rapidez, o bien no debió haberlo hecho. Anhelaba con todo su ser que hubiese sido posible volver atrás para hacer las cosas bien esta vez. Habría aceptado de buena gana vivir otra vez todo ese horror para salvar su conciencia y para limpiar la mancha del recuerdo de su amistad con Duff.

Su dolor era algo vacío, un dolor tan inmenso que se perdía en él. Dónde antes había habido la risa de Duff, su sonrisa torcida y su contagiosa energía, había ahora una nada gris. Ni un rayo de sol penetraba allí y tampoco había en aquel vacío nada que fuese concreto y sólido.

El pozo de agua siguiente era una sopa de poca profundidad, en el centro de una extensión llana de lodo seco, del tamaño de un campo de polo. El barro estaba resquebrajado y formaba un damero de cuadros irregulares, como pequeñas losas, cada una del tamaño de la mano. Podría haberse saltado sobre el agua sin llegar a mojarse los pies. Espeso en toda la extensión estaba el excremento de los animales que habían abrevado allí. Sobre la superficie, en un vaivén que cambiaba de curso según el viento, se agitaban unas pocas plumas sueltas. El agua era salobre y sucia. Era un campamento pésimo. Al tercer día Mbejane fue a ver a Sean, que estaba en su catre. No se había cambiado la ropa desde la muerte de Duff. La barba comenzaba a apelmazársele y estaba pegajosa de sudor, ya que hacía un calor de horno dentro de la carreta.

—Nkosi, venga a ver el agua. No creo que debamos quedarnos aquí.

—¿Qué tiene? —dijo Sean, sin mayor interés.

—Está sucia. Creo que debemos avanzar hasta el río grande.

—Haremos lo que tú quieras —dijo Sean y se apartó de Mbejane, contemplando un lado de la carreta.

Mbejane condujo, pues, la caravana de carretas en dirección al Limpopo. Dos días más tarde llegaron a la franja de árboles de color verde oscuro que bordeaba las márgenes. Sean permaneció tendido en su catre durante todo el trayecto, saltando sobre la senda despareja, sudando por el calor, pero sin reparar en las durezas del viaje. Mbejane organizó el campamento sobre la orilla arriba del lecho del río y allí esperó, con el resto de los sirvientes, a que Sean recuperara la vitalidad. Sus conversaciones en torno de las hogueras durante la noche estaban cargadas de preocupación y a menudo miraban hacia la carreta donde vivía Sean, a oscuras, sin una luz de linterna, oscura como el estado de ánimo del hombre tendido en su interior.

Como el oso que emerge de su cueva al finalizar el invierno, Sean apareció, por fin, fuera de la carreta. Tenía las ropas sumamente sucias. Los perros le salieron al encuentro y se agolparon alrededor de sus rodillas, suplicando una atención que él no les acordó. Con un gesto vago repuso a los saludos de sus sirvientes y se dirigió a pie hacia el río.

El verano había reducido el lecho del Limpopo a una línea cortada de piletas ensartadas en el centro por un hilo de agua. Las piletas eran de un tono verde oliva oscuro. Las rodeaba una arena muy blanca, de un blanco de nieve, y las rocas que sobresalían del río, con su corriente casi inmóvil, eran negras y lisas. Sean caminó sobre la arena y se hundió en ella hasta los tobillos. Al llegar junto al agua se sentó y metió una mano. Comprobó que el agua estaba tibia. Sobre la arena, junto a él, había el largo rastro de un cocodrilo y una banda de monos agitaba las ramas de un árbol en la margen más distante y trataba de llamarle la atención con su charla. Dos de los perros pasaron chapoteando a través del hilo de agua y fueron a perseguir a los monos. Marchaban con poca energía, con la lengua fuera, pues hacía mucho calor en el lecho del río. Sean contemplaba el agua verdosa. Se sentía muy solo sin Duff. Su única compañía eran la culpa y el dolor. Uno de los perros, que había permanecido a su lado, le tocó la mejilla con su nariz fría. Sean le rodeó el cuello con un brazo y el animal se apoyó contra él. A sus espaldas oyó pasos en la arena y al volverse, vio que era Mbejane.

—Nkosi. Hlubi ha encontrado elefantes a menos de una hora de marcha río arriba. Contó por lo menos veinte, con buen marfil. Sean volvió a contemplar el agua.

—Déjame —dijo.

Mbejane se puso en cuclillas junto a él, con los codos sobre las rodillas.

—¿Por quién está llorando? —preguntó.

—Vete, Mbejane. Déjame tranquilo.

—Nkosi Duff no necesita de su pena; por lo tanto yo creo que usted llora por usted mismo —dijo Mbejane y, levantando un guijarro, lo arrojó al agua—. Cuando un viajero tiene una espina en el pie —prosiguió Mbejane— y es un hombre sabio, se la quita, pero si es un tonto, sigue con ella y dice: "Dejaré que esta espina siga lastimándome para recordar siempre el camino por el cual viajé." Nkosi, es mejor recordar con placer que recordar con dolor. —Mbejane arrojó otro guijarro al agua y luego se levantó y volvió al campamento. Cuando Sean lo siguió, diez minutos más tarde, encontró su caballo ensillado, su rifle en su funda y a Mbejane y Hlubi esperándolo con las lanzas en la mano. Kandhla le entregó el sombrero y Sean lo sostuvo entre las manos, haciéndolo girar, sin ponérselo. De pronto se lo encasquetó y montó.

—En marcha —ordenó.

Durante las semanas consecutivas cazó con una persistencia que no le daba tiempo para cavilar. Sus períodos de regreso a las carretas eran breves y espaciados. El único motivo de ellos era traer el marfil obtenido o cambiar de cabalgadura. Al final de una de estas breves visitas al campamento, y cuando Sean se aprestaba a montar para partir en otra expedición, Mbejane se quejó:

—Nkosi, hay otras maneras de morir, aparte de la de trabajar tanto.

—Tienes bastante buen aspecto —replicó Sean, a pesar de que Mbejane estaba ahora delgado como un galgo y con la piel tan reluciente como antracita recientemente lavada.

—Tal vez todos los hombres tengan buen aspecto, vistos desde un caballo —insinuó Mbejane. Sean se detuvo, con un pie ya en el estribo, que retiró.

—Ahora cazaremos a pie, Mbejane, y el primero que diga "Basta" se ganará el premio de ser llamado "mujer" por el otro.

Mbejane sonrió. Aquel desafío le gustaba. Atravesaron el río y antes de mediodía encontraron huellas, las de una manada reducida de machos jóvenes. La siguieron hasta la noche y durmieron el uno junto al otro debajo de una manta. A la mañana siguiente volvieron a ponerse en marcha. Al tercero, perdieron la huella en el terreno rocoso y miraron hacia atrás, en la dirección al río. A unos quince kilómetros de sus propias carretas hallaron otra huella y esa noche hicieron la matanza: tres hermosos machos, con colmillos de no menos de veinticinco kilos de peso cada uno. Una noche de marcha para volver a las carretas, cuatro horas de sueño y volvieron a partir. Sean rengueaba un poco en este segundo día y cuando se detuvieron, cosa poco frecuente, se quitó la bota. La ampolla que tenía en el talón se había abierto y tenía la media rígida de sangre seca. Mbejane lo miró sin expresión.

—¿A qué distancia estamos de las carretas? —preguntó Sean.

—Podemos volver antes de que anochezca, Nkosi. —Mbejane le llevó el rifle durante el trayecto de regreso. En ningún momento se desprendió de su máscara solemne. En el campamento, Kandhla le trajo una palangana llena de agua caliente y la dejó delante de su silla. Mientras Sean ponía el pie en remojo, todos sus sirvientes lo rodearon sentados en cuclillas y formando un círculo. Cada rostro mostraba la misma expresión de preocupación deliberada y sólo rompía el silencio algunos de los gruñidos ahogados con que los bantúes expresan compasión. Gozaban de cada minuto y Mbejane, con el sentido de la oportunidad de un actor innato, estaba creando lentamente un efecto, actuando para su auditorio. Sean chupaba su cigarro, con el ceño fruncido para contener la risa. Por fin Mbejane se aclaró la garganta y escupió hacia el fuego. Todos lo miraban y esperaban, conteniendo la respiración.

—Nkosi —le dijo Mbejane—. Yo fijaría un precio matrimonial de cincuenta cabezas, si usted fuera mi hija.

Hubo un instante más de silencio y luego los gritos de risa. Al principio, Sean rió con ellos, pero pasados unos instantes, cuando Hlubi por poco no cayó dentro de la hoguera dé tanto reír y Nonga lloraba sobre el hombro de Mbejane con lágrimas de hilaridad cayéndose por las mejillas, la risa de Sean cesó de pronto. Tan divertido, no era.

Los miró con resentimiento. Aquellas bocas rosadas tan abiertas y aquellos dientes blancos, los hombros que temblaban de risa y los pechos palpitantes. De pronto decidió que no se reían de él. Reían de alegría. Reían porque estaban vivos. Una carcajada subió por su propia garganta y se le escapó antes de que pudiera contenerla, otra le hizo cosquillas en el pecho y por fin Sean se echó hacia atrás en la silla y dejó de contenerse. Qué diablos, también él estaba vivo.

Por la mañana, cuando salió de la carreta y se acercó rengueando a ver qué preparaba Kandhla para el desayuno, tuvo conciencia de una leve sensación de entusiasmo, el entusiasmo frente a un nuevo día. Se sentía bien. Tenía siempre el recuerdo de Duff y nunca lo abandonaría, pero ahora no era un dolor insoportable. Se había quitado la espina.