Esa noche, después de haberse retirado Sean a dormir, Duff volvió a tener el sueño. El vino le había vuelto la actividad mental más lenta y le impidió despertarse. Se encontró prisionero en sus fantasías, luchando por escapar, pero llegando a la superficie tan sólo para hundirse otra vez y soñar ese sueño.
Sean fue a visitarlo temprano por la mañana. Aunque quedaba algo del fresco de la noche bajo las amplias copas de las higueras, el día prometía ser seco y agobiante. Los animales lo sentían. Los bueyes estaban agrupados entre los árboles y un macho en una manada de eland llevaba a sus hembras en busca de la sombra. Sean se detuvo junto a la puerta y esperó hasta que los ojos se le habituaron a la penumbra del interior. Duff estaba despierto.
—Sal de la cama antes de que a todos tus males se te agreguen unas buenas escaras.
Duff bajó los pies de la cama y se quejó.
—¿Qué le pusiste a ese vino anoche? —dijo, masajeándose con suavidad las sienes—. Tengo dentro un centenar de duendes que bailan una danza cosaca en el forro de mi peluca.
Sean sintió el primer son de alarma. Apoyó una mano en el hombro de Duff, para cerciorarse de si tenía fiebre, pero no la tenía. Se tranquilizó, entonces.
—Está el desayuno —le dijo. Duff revolvió el cocimiento de cereales y apenas probó el hígado de eland asado. Todo el tiempo entrecerraba los ojos, como para protegerlos del resplandor del sol y cuando terminaron el café, retiró su silla.
—Voy a acostar a esta cabecita loca.
—Muy bien. —Sean se levantó a su vez—. Estamos algo escasos de carne. Iré a ver si puedo cazar un ciervo.
—No, quédate a conversar conmigo —le dijo Duff con viveza—. Podríamos jugar un poco a las cartas.
Hacía días que no jugaban y Sean aceptó de inmediato. Se sentó a los pies de la cama de Duff y en media hora le ganó treinta y dos libras.
—Tendrás que dejarme que te enseñe a jugar alguna vez —dijo con complacencia.
Con aire petulante, Duff arrojó las cartas sobre la cama.
—No tengo ganas de jugar más —dijo y se apretó los párpados cerrados con los dedos—. No puedo concentrarme con el dolor de cabeza que tengo.
—¿Quieres dormir? —Sean juntó las cartas y las guardó.
—No. ¿Por qué no me lees?
Duff levantó un ejemplar encuadernado en cuero de una obra de Dickens y lo dejó caer sobre las rodillas de Sean.
—¿Por dónde debo comenzar? —le preguntó éste.
—Por donde quieras. Conozco la obra casi de memoria —Duff se reclinó en las almohadas y cerró los ojos—. Empieza donde quieras.
Sean le leyó en voz alta. Durante media hora leyó sin lograr en ningún momento captar el ritmo de las palabras. En una o dos oportunidades miró a Duff, pero estaba muy quieto, con un leve brillo de sudor en el rostro y las cicatrices muy visibles. Respiraba con calma. Poco a poco, los párpados de Sean se entrecerraron y por fin dejó de leer. El libro se le cayó de las rodillas.
El ruido de la cadena de Duff lo sorprendió y le hizo despertarse. Al mirar hacia la cama, vio a Duff en una posición que recordaba la de un mono. La locura le encendía los ojos y sus mejillas temblaban. Tenía espuma en los dientes y esta le cubría sus labios.
—Duff —dijo Sean y en el mismo instante Duff se lanzó sobre él con los dedos crispados y una especie de grito que no era humano ni tampoco animal. Fue un sonido que dio escalofríos a Sean y hizo que se le aflojaran las piernas.
—¡No, Duff! —gritó. La cadena se enredó en uno de los palos del catre y tiró a Duff hacia atrás, haciéndole caer de espaldas sobre la cama antes de que pudiese hundir los dientes en el cuerpo paralizado de Sean.
Sean huyó. Salió corriendo de la choza y se internó en la selva baja. Corría con un terror que le paralizaba en parte las piernas y le quitaba el aliento. El corazón le latía al compás de los pies y los pulmones trabajaban en un pánico sin control. Una rama le rasguñó una mejilla y el ardor contribuyó a calmarlo un poco. Corrió más despacio, se detuvo y se quedó allí, jadeante, mirando con ojos desorbitados en dirección al campamento. Cuando se hubo serenado hasta dominar en parte su terror, tuvo conciencia de las náuseas que sentía. Se dirigió entonces al campamento dando un rodeo, desde el sector más alejado del refugio de Duff. El campamento estaba desierto, pues los sirvientes habían huido, presa del mismo terror que llevó a Sean a escapar. Recordó que su rifle estaba aún en la choza, junto a la cama de Duff. Sin hacer ruido, entró en su carreta y abrió el cajón de rifles nuevos. Mientras preparaba uno, las manos se negaban a obedecerle. Temía que en cualquier momento la cadena se rompiese y aquel ruido inhumano resonase junto a él. Halló la bandolera colgada en la cabecera de su catre y retiró cartuchos de ella, cargando luego el rifle y retirando el seguro. El peso del acero y la madera en las manos le dio cierta serenidad. Volvía a sentirse un ser humano.
Bajó de un salto de la carreta y con pasos sigilosos y el rifle preparado se alejó del círculo de vehículos. La cadena había resistido. Duff estaba bajo la sombra de una higuera arrancando la corteza. Sus gemidos eran los de un cachorro recién nacido. Estaba de espaldas a Sean, desnudo, con las ropas destrozadas a su alrededor. Sean avanzó muy despacio hacia él y se detuvo fuera del alcance de la cadena.
—¡Duff! —lo llamó Sean con voz temblorosa. Duff giró sobre sí mismo y se agazapó. La saliva le cubría la barba dorada con una capa de espuma. Miró a Sean mostrándole los dientes y luego avanzó de un salto, gritando, hasta que la cadena lo retuvo y le hizo caer de espaldas otra vez. Se incorporó y luchó contra la cadena, forcejeando y con los ojos fijos en Sean. Sean retrocedió, tomó el rifle y apuntó al punto entre los ojos de Duff.
Júramelo. Júrame que nunca me liquidarás con el rifle.
La puntería de Sean vaciló. Seguía retrocediendo. Duff estaba sangrando. Los eslabones de acero le habían lastimado la piel de las caderas, pero seguía luchando por atacar a Sean. Y Sean se sentía tan encadenado como él. No podía poner fin a esto. Bajó el rifle, entonces, y lo miró, lleno de una compasión imponente.
Por fin llegó Mbejane junto a él.
—Venga, Nkosi. No pondrá fin a esto. Vamos. No lo necesita ya; el verlo a usted lo irrita.
Duff luchó aún y gritó, tratando de librarse de la cadena. De su cintura lastimada brotaba la sangre y se detenía en el vello de sus piernas como un espeso chocolate hirviente. Con cada sacudida de la cabeza, la espuma le brotaba de la boca y le caía por el pecho y los brazos.
Mbejane condujo a Sean de regreso al campamento. Estaban allí los otros sirvientes y con un esfuerzo, Sean les impartió órdenes.
—Quiero que se alejen todos. Llévense mantas y alimentos. Acampen en la margen opuesta del agua. Los mandaré venir cuando todo haya terminado. —Esperó, entonces, hasta que todos se hubieron retirado y volvió a llamar a Mbejane.
—¿Qué debo hacer? —le preguntó.
—¿Qué hacemos cuando un caballo se quiebra una pata? —repuso Mbejane.
—Le di mi palabra —dijo Sean agitando la cabeza, desesperado, con la atención puesta siempre en el ruido del delirio de Duff.
—Sólo el bandido y el hombre valiente son capaces de romper una promesa —dijo Mbejane con sencillez—. Lo esperaremos.
Dicho esto, Mbejane se volvió y se reunió con los otros. Cuando partieron, Sean se ocultó en una de las carretas y por una rasgadura de la lona se puso a observar a Duff. Vio cómo le temblaba la cabeza con movimientos de idiota, la extraña marcha incoordinada al moverse Duff alrededor de su círculo de cadena. Vio cómo se revolcaba en el suelo, gritando de dolor y aferrándose la cabeza, arrancándose mechones de pelo y provocándose largos rasguños en la cara. Oyó todos los gritos de la demencia, los horribles alaridos de dolor, la risa insensata y el gruñido, el terrible gruñido.
Una docena de veces tomó el rifle y apuntó a la cabeza de su amigo, manteniendo la posición hasta que el sudor le corría sobre los ojos y no podía ver bien. Entonces bajaba el rifle de su hombro y se volvía.
Allá, en el extremo de la cadena, con la carne desnuda expuesta y roja al sol, algo de Sean moría. Algo de su juventud, algo de su alegría, algo de su despreocupado amor a la vida. Por ello debió volver al agujero en la lona y seguir mirando.
El sol alcanzó su punto máximo en el cielo y comenzó a caer y el objeto atado a la cadena estaba cada vez más débil. Cayó y se arrastró sobre rodillas y manos antes de poder incorporarse otra vez.
Una hora antes de ponerse el sol, Duff sufrió la primera convulsión. Estaba de pie, de frente a la carreta de Sean, moviendo la cabeza a uno y otro costado y moviendo también los labios. La convulsión lo hizo ponerse rígido. Los labios se estiraron en un rictus que dejó ver sus dientes, los ojos se volvieron hacia arriba en las órbitas y el cuerpo comenzó a arqueársele hacia atrás. Aquel cuerpo hermoso, esbelto aún como el de un muchacho, con sus piernas largas y torneadas, se arqueó cada vez más hasta que por fin, con un seco chasquido, la columna vertebral se quebró y Duff cayó al suelo. Quedó allí sacudiéndose, gimiendo en voz baja, con el tronco torcido en un ángulo increíble.
Sean bajó de un salto de la carreta y corrió hacia él. Cuando estuvo casi a su lado, le disparó un tiro en la cabeza y se volvió de inmediato. Arrojó el rifle lejos y oyó su ruido al caer sobre el suelo duro. De vuelta en su carreta, tomó una manta del catre de Duff, y volvió y envolvió con ella el cuerpo, tratando de no ver la cabeza destrozada. Lo llevó entonces al refugio y lo puso sobre la cama. La sangre traspasó la manta y se extendió como tinta en un papel secante. Sean se dejó caer en una silla junto a la cama.
Afuera oscurecía. Por fin la oscuridad fue total. Una vez, durante la noche, se acercó una hiena y olfateó la sangre junto al árbol y luego se alejó. Había un grupo de leones cazando en la selva, más allá del pozo de agua. Hicieron su matanza dos horas antes del alba y Sean oyó sus jubilosos rugidos.
Por la mañana Sean se levantó, algo entumecido, de su silla y fue hacia las carretas. Mbejane lo esperaba junto al fuego en el campamento.
—¿Dónde están los otros? —le preguntó Sean.
Mbejane se puso de pie.
—Esperan donde usted les indicó. Vine solo, porque sabía que me necesitaría.
—Sí. Trae dos hachas de la carreta.
Juntaron leña, una montaña de leña seca y la apilaron alrededor de la cama de Duff. Hecho esto, Sean encendió la noguera. Mbejane le ensilló un caballo. Al montar, Sean miró al zulú.
—Lleven las carretas hasta el próximo pozo de agua. Los veré allá.
Sean partió del campamento. Miró hacia atrás sólo una vez. La brisa había dispersado el humo de la pira en un gran manchón de más de un kilómetro, por sobre las copas de los árboles espinosos.