2

Antes de cumplir una semana de marcha avistaron los primeros signos de elefantes, los árboles quebrados y despojados de su corteza. Si bien las huellas databan de meses, pues los árboles estaban ya secos, Sean no pudo dejar de sentir cierta excitación y aquella noche dedicó una hora a limpiar y aceitar sus rifles. La selva era cada vez más espesa y poco a poco las carretas debieron avanzar en un serpenteo entre los troncos de los árboles. Había, sin embargo, claros, el vleis abierto, cubierto de pasto donde pastaban los búfalos como manadas de ganado doméstico y los pájaros blancos, cazadores de garrapatas, chillaban sobre ellos. El terreno estaba bien regado por numerosos arroyos, tan transparentes y juguetones como los que albergan las truchas en Escocia. El agua, no obstante, tenía la temperatura del cuerpo humano y las márgenes estaban espesas de vegetación. A lo largo de los riachos, tanto en la selva como en terreno abierto, estaban las tropillas de animales de caza: los impalas, brincando y saltando al acercarse ellos, con los cuernos retorcidos apretados contra el lomo, los kudu con sus grandes orejas y sus ojos aterciopelados, los antílopes de manto negro con panzas blancas y cuernos curvados como los machetes de un pirata, las cebras con su trote solemne como el de ponies gordos, mientras a su alrededor retozaban sus amigos los ñus, los ciervos de agua, los nyala, el antílope roano y, por fin, los elefantes.

Sean y Mbejane se habían adelantado unos dos kilómetros a las carretas, cuando descubrieron la huella. Era reciente, tan reciente que la savia brotaba aún del árbol de mahoba-hoba cuya corteza había aflojado primero, con la punta de un colmillo, para luego desprenderla. La madera debajo se veía desnuda y blanca.

—Tres machos —dijo Mbejane—. Uno muy grande.

—Espera aquí —Sean hizo volver al galope su caballo hacia la columna. Duff ocupaba el pescante de la primera carreta y se mecía suavemente siguiendo su movimiento, con el sombrero bien metido sobre la cara y las manos en la nuca.

—¡Elefante, Duff! —le gritó Sean—. A menos de una hora. ¡Monta, hombre!

En menos de cinco minutos Duff estuvo listo. Mbejane los esperaba. Había seguido ya la huella durante un corto trecho y recogido la dirección general y estaba preparado para marchar. Lo siguieron, cabalgando despacio el uno junto al otro.

—¿Cazaste elefantes antes, chico? —le preguntó Duff.

—Nunca —repuso Sean.

—Mi Dios —dijo Duff, alarmado—. Supuse que eras un experto. Creo que volveré a terminar mi siestita. Avísame cuando tengas un poco más de experiencia.

—No te preocupes —Sean reía de entusiasmo—. Sé todo lo referente a elefantes. Me crié oyendo cuentos sobre ellos.

—Con eso estoy más tranquilo —murmuró Duff con sorna. Mbejane los miró por sobre un hombro, sin disimular su irritación.

—Nkosi, no conviene conversar ahora, pues pronto los alcanzaremos.

Prosiguieron, pues, en silencio. Pasaron junto a una pila alta hasta las rodillas de excremento amarillo que parecía el relleno de un colchón y siguieron las huellas ovaladas en el polvo y la hilera de ramas quebradas.

Fue una buena jornada de caza, la primera. La leve brisa seguía refrescándoles la cara y la huella seguía recta y nítida. Cada vez estaban más próximos, cada vez más seguros de que los cazarían. Sean iba ansioso y rígido sobre la montura, con el rifle sobre las rodillas; los ojos moviéndose de un lado a otro por la franja de maleza delante de sus ojos. De pronto Mbejane se detuvo y volvió junto a un estribo de Sean.

—Aquí se detuvieron por primera vez. El sol calienta mucho y descansarán, pero no les gusta este lugar y han reanudado la marcha. No tardaremos en verlos.

—La maleza está volviéndose muy espesa —se quejó Sean, contemplando la alta maraña de maleza hacia la cual los había llevado la huella—. Dejaremos los caballos aquí, con Hlubi y proseguiremos a pie.

—Chico —objetó Duff—, mira que corro mucho más a caballo.

—¡Bájate! —le ordenó Sean e hizo una seña a Mbejane de que los guiase. Volvieron a avanzar. Sean sudaba y las gotas se le pegaban a las cejas, o bien le corrían por las mejillas. Con un gesto se las enjugó. El entusiasmo le había hecho un nudo en el estómago y resecado la garganta.

Duff marchaba con aire displicente junto a Sean, con aquella vaga sonrisa en el rostro, pero su respiración era agitada. Mbejane les avisó con un gesto que se detuviesen. Pasaron lentamente unos minutos, al cabo de los cuales la mano de Mbejane volvió a moverse con elocuencia en la palma sonrosada.

—No fue nada —les dijo la palma—. Síganme.

Reanudaron la marcha. Las moscas Mopani se agolpaban junto a los ojos de Sean, bebiendo la humedad y Sean parpadeó para ahuyentarlas. Zumbaban tan fuerte que temió que su presa las oyese. Tenía todos los sentidos aguzados al punto máximo. Oído despierto, vista aguda y hasta el sentido del olfato estaba tan exacerbado que llegaba a percibir el olor a polvo, el aroma de una flor silvestre y el olor intenso del cuerpo de Mbejane.

De pronto, delante de él, Mbejane se quedó inmóvil. La mano volvió a moverse, con suavidad, pero sin dar lugar a dudas.

—Aquí están —dijo la mano.

Sean y Duff se agazaparon detrás de él, buscando con ojos que sólo veían maleza pardusca y sombras grisáceas. La tensión les hacía respirar con afán y Duff no sonreía ya. La mano de Mbejane se levantó despacio y señaló la muralla de vegetación delante de ellos.

Los segundos se deslizaban como cuentas en la sarta del tiempo y seguían buscando.

Una gran oreja se movió con pereza y al instante la imagen entró dentro de foco. Un elefante macho, grande y muy próximo, gris entre las sombras grises. Sean tocó el brazo de Mbejane. "Lo vi" dijo ese movimiento.

Poco a poco la mano de Mbejane giró y volvió a señalar. Otra espera, otra búsqueda y entonces una gran panza dejó oír ruidos, una gran panza repleta de hojas a medio digerir. El sonido fue tan ridículo en el silencio que Sean por poco no rió —era un ruido de gorgoteo, pero a la vez, espeso— y entonces vio al otro macho. Estaba también entre las sombras, con sus colmillos de marfil largos y amarillos y los ojos pequeños muy cerrados. Sean acercó los labios a la oreja de Duff.

—Ese es tuyo —susurró—. Espera hasta que yo tome posición para el otro. —Comenzó a desplazarse hacia un costado y cada paso le permitía ver algo más del flanco del animal, hasta que resultaron visibles el hombro y la punta del codo debajo de la piel fláccida y rugosa. El ángulo era el correcto. Desde aquel punto podría darle en el corazón. Hizo un gesto a Duff, levantó el rifle, apoyándose en la culata, apuntando exactamente detrás de la maciza paleta. Disparó.

El ruido fue estruendoso dentro de aquel espacio confinado por la vegetación. El polvo brotó en una nube de la paleta del animal y éste trastabilló con la fuerza del impacto. Detrás de él, el tercer elefante se despertó y se lanzó a la carrera. Las manos de Sean manejaban con pericia su arma, descargando y cargando, levantándose y volviendo a disparar. Vio el punto de impacto de la bala y supo que era una herida mortal. Los dos machos corrían juntos y la maleza se abrió para tragárselos. Desaparecieron, alejándose a pesar de estar heridos, lanzando alaridos que eran trompetazos de dolor. Sean los persiguió, esquivando los arbustos, sin reparar en los pinchazos de los espinos que se clavaban en él a su paso.

—Por aquí, Nkosi —le gritó Mbejane a sus espaldas—. Rápido, o los perderemos. —Corrieron siguiendo los ruidos de la huida, cien metros, doscientos, sin aliento ahora y sudando bajo el intenso calor. De pronto la maleza terminó y se encontraron frente a un ancho lecho de río con márgenes escarpadas. La arena era de un blanco enceguecedor y en el medio corría una lenta cinta de agua. Uno de los machos estaba muerto, tendido en el río, con la sangre manando de él en una mancha de color marrón pálido. El otro intentaba trepar por la margen opuesta, pero era demasiado empinada y resbaló, sin fuerzas. La sangre brotaba de la punta de su trompa y agitó la cabeza para mirar a Sean y a Mbejane. Con las orejas echadas hacia atrás, en un gesto de desafío, cargó contra ellos, avanzando con torpeza por la blanda arena del lecho.

Sean lo vio aproximarse y fue con un sentimiento de tristeza que levantó el rifle. Era, no obstante, el orgulloso sentimiento de un hombre en presencia de un valor ciego. Lo mató con un disparo al cerebro, rápidamente.

Bajaron, entonces, hasta el lecho del río y se acercaron al elefante. Estaba arrodillado, con las patas dobladas debajo del cuerpo y los colmillos hundidos en la arena, a causa de la fuerza de la caída. Las moscas revoloteaban ya en los pequeños orificios de las heridas de bala. Mbejane tocó uno de los colmillos y dijo a Sean:

—Es un buen elefante. —No dijo nada más, ya que no era el momento de hablar. Sean apoyó el rifle contra el hombro del animal. Buscó un cigarro en el bolsillo superior de la camisa y se lo puso entre los labios, pero no lo encendió. Sabía que mataría muchos elefantes más, pero era éste el que recordaría siempre. Acarició con una mano la piel rugosa, con sus pelos duros y afilados.

—¿Dónde esta Nkosi Duff? —de pronto Sean recordó a su amigo—. ¿Mató uno, también?

—No disparó —dijo Mbejane.

—¿Qué? —Sean se volvió vivamente hacia Mbejane—. ¿Por qué no?

Mbejane aspiró una pizca de rapé y estornudó. Seguidamente se encogió de hombros.

—Es un buen elefante —repitió, mirándolo.

—Tenemos que volver y encontrarlo —dijo Sean, tomando su rifle. Mbejane lo siguió. Encontraron a Duff solo, sentado entre la maleza, con el rifle apoyado contra un tronco cerca y bebiendo de su botella de agua. Al ver a Sean, la bajó y lo saludó con ella.

—¡Hola! —dijo—. Vuelve el héroe, el conquistador. Había algo en la expresión de sus ojos que Sean no pudo interpretar bien.

—¿No le diste al tuyo? —le preguntó.

—No, no le di —repuso Duff.

Duff levantó la cantimplora y volvió a beber. De pronto, con una sensación odiosa, Sean se sintió avergonzado de Duff. Bajó los ojos, pues no quería dejar ver que reconocía la cobardía de su amigo.

—Volvamos a las carretas —dijo—. Mbejane vendrá con los caballos de carga para transportar los colmillos.

En el camino de regreso no cabalgaron el uno al lado del otro.