Duff estaba sentado en la misma silla donde lo dejó, en el salón de Xanadu. La botella que aferraba estaba vacía y permanecía inconsciente. Se le había derramado coñac por el frente del chaleco y tres de los botones estaban desprendidos. Acurrucado como estaba en el gran sillón, el cuerpo parecía más menudo y el pelo rizado que le caía sobre la frente suavizaba un poco tos rasgos angulosos. Sean le aflojó los dedos del cuello de la botella y Duff se movió, inquieto, murmurando algo y agitando la cabeza.
—Hora de dormir para los chicos —le dijo Sean y levantándolo en brazos, se lo puso sobre un hombro. Duff vomitó copiosamente.
—Así me gusta. Muéstrale a Hradsky lo que opinas de su asquerosa alfombra —lo animó Sean—. Otro chorro, como propina, pero que no me caiga en las botas.
Duff obedeció y Sean se lo llevó, riendo en voz baja, al piso alto. Cuando llegó, con Duff cargado siempre como una bolsa, trató de analizar sus propios sentimientos. Qué extraño. Se sentía feliz. Era ridículo sentirse así en medio de semejante desastre. Recorrió el pasillo con la misma sensación de asombro, hasta llegar al cuarto de Duff. Allí lo desnudó, lo puso en la cama y lo tapó con las mantas. Por último trajo la palangana enlozada del cuarto de baño y la dejó junto a la cama.
—Puede que la necesites —dijo—. Que duermas bien. Mañana tenemos mucho que recorrer.
Antes de bajar, contempló la curva de mármol de las escaleras y el esplendor del hall. Estaba por dejar todo esto y no tenía por qué sentirse feliz. Rió a carcajadas. Tal vez fuese porque una vez enfrentada la aniquilación total, en el último instante pudo cambiarla por algo menos grave. Al evitar lo peor, transformó la derrota en una victoria relativa. Patética, sin duda, pero por lo menos, no estaban peor que cuando llegaron al Rand. ¿Era ésa la razón? Sean reflexionó un poco y decidió que era sólo parte de la verdad. Sentía, además una sensación de liberación. Era otro aspecto de la situación. Proseguir, dirigirse a tierras nuevas del norte. Sintió un escalofrío de entusiasmo.
—Ni una puta o un corredor de bolsa en doscientos kilómetros a la redonda —dijo en voz alta y volvió a reír. Renunció a expresar sus sentimientos en palabras. Era tan difícil atrapar las emociones, pues tan pronto como se las acorralaba, cambiaban de forma y las palabras juntadas ya para cazarlas no eran adecuadas. Se conformó con que sus sentimientos le invadiesen todo el cuerpo y al aceptarlos, disfrutó de ellos. Bajó corriendo las escaleras y atravesando la cocina, salió al patio.
—¡Mbejane! —llamó a gritos—. ¿Dónde diablos te has metido?
Oyó el ruido de un banco al caer en las viviendas de la servidumbre y el de una puerta al abrirse bruscamente.
—Nkosi. ¿Qué pasa? —La impaciencia de la voz lo había alarmado.
¿Cuáles son los seis mejores caballos que tenemos?
Mbejane los enumeró y no pudo disimular su curiosidad.
—¿Están todos salados contra la Nagana?[*]
—Sí, todos, Nkosi.
—Bien, tenlos preparados antes del amanecer de mañana. Dos ensillados, los otros, para llevar nuestro equipaje. Mbejane le dirigió su gran sonrisa.
—¿Será posible que estemos por salir de caza, Nkosi?
—Muy posible.
—¿Cuánto tiempo estaremos ausentes, Nkosi?
—¿Cuánto tiempo es para siempre? Despídete de todas tus mujeres, trae tu escudo y tus lanzas y veremos hasta dónde nos lleva el camino.
Volvió a su dormitorio. Le llevó media hora preparar su equipaje. La pila de ropas en el centro del cuarto crecía sin cesar y sólo se guardó lo que podría llevar fácilmente sobre un caballo. Metió todo en dos valijas de cuero. En el fondo de un armario descubrió su abrigo de piel de carnero y lo puso sobre una silla con breeches de cabritilla y sombrero sudafricano, todo listo para ponérselo a la mañana siguiente. En el estudio, hizo su selección de armas, haciendo caso omiso de las complicadas y de las de calibres poco comunes. Bajó dos escopetas y dos Manlichers.
Seguidamente fue a despedirse de Candy. Estaba en sus habitaciones, pero respondió de inmediato a su llamado.
—¿Te enteraste? —le preguntó.
—Sí, toda la ciudad lo sabe. ¡Qué desgracia, Sean! Ven, entra —dijo, haciéndolo pasar—. ¿Cómo está Duff?
—No está bien, pero lo estará. En este momento está borracho y dormido a la vez.
—Iré a verlo —dijo ella con viveza—. Ahora me necesitará. Por toda respuesta, Sean arqueó una ceja y la miró hasta que bajó los ojos.
—No, tienes razón, quizá. Tal vez más tarde, cuando se le haya pasado la primera sensación de shock. —Dirigió entonces una sonrisa a Sean—. Me imagino que te vendría bien beber algo. Debiste pasar por un infierno.
Candy se dirigió a la alacena. Vestía un vestido azul que realzaba las curvas de sus caderas, tan escotado que no ocultaba la separación del pecho. Sean la contempló mientras le servía la bebida y se la traía. Era hermosa.
—Hasta la vista, Candy —dijo, levantando el vaso.
Los ojos de ella se abrieron mucho.
—No comprendo —dijo—. ¿Por qué dices eso?
—Nos vamos, Candy. Mañana, a primera hora.
—No, Sean. Bromeas. —Sabía muy bien que no bromeaba. No quedaba mucho más que decirse. Cuando terminaron de beber juntos, Sean la besó.
—Sé feliz. Es una orden —le dijo.
—Lo intentaré. Vuelvan pronto.
—Sólo si me prometes casarte conmigo —dijo él sonriendo. Ella lo asió de la barba y le sacudió repetidamente la cabeza.
—Calla. No sea que te obligue a cumplir.
Y Sean se retiro de prisa, porque adivinaba que Candy estaba a punto de llorar y no quería verla.
Al día siguiente Duff hizo su propio equipaje, bajo la dirección de Sean. Obedecía cada indicación con una humildad que tenía algo de atontada, respondiendo cuando Sean le hablaba, pero resguardado, en otro sentido, por un caparazón de silencio. Cuando terminaron, Sean le hizo levantar sus valijas y lo llevó hasta donde esperaban los caballos en la penumbra que precede al amanecer. Junto a los caballos estaban unos hombres, cuatro siluetas borrosas. Sean titubeó antes de salir al patio.
—Mbejane —llamó—. ¿Quiénes están contigo? Todos se acercaron hasta la zona iluminada por la puerta abierta y Sean se echó a reír.
—¡Hlubi, el de la panza noble! ¡Nonga! ¿Y eres tú, Kandhla?
Eran hombres que habían trabajado junto a él en los túneles de la Candy Deep, esgrimiendo las palas que le dieron su fortuna, utilizando sus lanzas para proteger sus primeras riquezas contra los merodeadores. Felices al ser reconocidos por Sean, ya que habían pasado unos cuantos años, lo rodearon con esas sonrisas tan anchas y tan deslumbrantes como sólo puede desplegarla un zulú.
—¿Qué los trae a ustedes, bandidos, hasta aquí, tan temprano en el día?
Hlubi respondió por todos.
—Nkosi, oímos hablar de una excursión y comenzaron a ardernos las plantas de los pies. Después oímos hablar de caza y ya no pudimos dormir.
—No hay dinero para pagarles —les recordó Sean lacónicamente, para contener la ola de afecto que sintió de pronto por ellos.
—Nadie habló de pago —dijo Hlubi con gran dignidad. Sean hizo un gesto afirmativo, como si hubiese recibido la respuesta esperada. Se aclaró la garganta antes de proseguir.
—¿Y me acompañarían a pesar de saber que me acompaña la Tagathi? —Sean utilizó aquí el término zulú para la mala suerte—. ¿Están dispuestos a seguirme, a pesar de saber que dejo una huella de hombres muertos y de dolores?
—Nkosi —dijo Hlubi con voz grave—. Algo debe morir siempre cuando comen los leones, pero con todo, siempre hay carne para quienes siguen a un león.
—Oí la charla de unas viejas cuando tomaba cerveza —dijo Mbejane secamente—. No hay nada más que decir. Los caballos están impacientes.
Salieron por el sendero de Xanadu entre los jacarandás y las grandes extensiones de cuidado césped. A sus espaldas, la mansión permanecía gris y sombría en la semioscuridad. Tomaron el camino de Pretoria, ascendieron hacia las colinas y detuvieron los caballos en la cima. Sean y Duff contemplaron el valle. Estaba cubierto por la niebla de la mañana y los tocados de hierro de las minas surgían sobre él. Vieron cómo la niebla se volvía dorada al acariciarlos el sol bajo. Un pájaro se quejó, melancólico.
—¿No podríamos quedarnos una sola semana? Tal vez podríamos hacer algo —dijo Duff en voz baja.
Sean permaneció callado, contemplando la niebla dorada. Era bellísimo. Ocultaba las cicatrices de la tierra y también los molinos. Era un manto ideal para esconder la ciudad perversa, codiciosa. Sean volvió su caballo en la dirección de Pretoria y lo azuzó con los extremos de las riendas.