30

No hubo dificultad para disponer la ausencia de Hradsky. Alguien tendría que viajar a Londres. Era necesario comprar maquinaria para los nuevos sectores del East Rand y debían seleccionar dos nuevos ingenieros entre el centenar que esperaba ser entrevistado en Inglaterra. Sin desplegar mayor descortesía, Hradsky accedió a hacerse cargo de la misión.

—Le ofreceremos una fiesta de despedida —propuso Duff a Sean durante la cena esa noche—. Aunque… no será de despedida, sino más bien una especie de velorio.

Sean se puso a silbar la Marcha Fúnebre y Duff marcaba el compás sobre la mesa con el mango del cuchillo.

—Lo haremos en el hotel de… —Duff se interrumpió de pronto—. No, lo haremos aquí. Verdaderamente nos esmeraremos en despedir al pobre Norman, para que después pueda decir: "Los canallas me desnudaron, pero la verdad es que la fiesta fue espléndida".

—No le gustan las fiestas —señaló Sean.

—Es una razón excelente para ofrecerle una fiesta —dijo Duff.

Una semana más tarde, cuando partieron Hradsky y Max en la diligencia de la mañana hacia Puerto Natal, había aún cincuenta miembros de la Bolsa de Valores de Johannesburg vestidos con ropa de noche, después de la fiesta realizada, para saludarlos con la mano. Duff pronunció un discurso sentido, aunque algo confuso, y ofreció a Hradsky un gran ramo de rosas. Nerviosos por la multitud congregada a su alrededor, los caballos partieron a la carrera cuando el cochero agitó el látigo y Max y Hradsky cayeron en un entreverado montón en el asiento de atrás del coche. La gente les hizo ovaciones hasta perderlos de vista. Con el brazo rodeando los hombros de Duff, Sean lo ayudó a cruzar la calle para llegar a su oficina y lo depositó en uno de los mullidos sillones de cuero.

—¿Estás sobrio como para que hablemos con sensatez? —le preguntó Sean con aire de duda.

—Sin duda. Siempre a tus órdenes, como dijo la mujer a su cliente.

—Logré hablar unas palabras con Max anoche. Nos enviará un telegrama desde Puerto Natal una vez que se encuentren con Hradsky embarcados. No haremos nada hasta recibirlo.

—Muy sabio. Eres el hombre más sabio que conozco —le dijo Duff sonriendo. Su expresión era beatífica.

—Será mejor que te acuestes.

—Demasiado lejos. Dormiré aquí.

Pasaron diez días antes de que llegase el telegrama de Max. Sean y Duff estaban almorzando en el Rand Club cuando se lo entregaron en la mesa; Sean abrió el sobre y leyó a Duff el mensaje.

"Embarcamos a las cuatro de la tarde. Buena suerte. Max".

—Bebamos a esto —dijo Duff, levantando el vaso de vino.

—Mañana —dijo Sean— iré a la Candy Deep y diré a François que saque a todos los hombres del último nivel de la mina y que no permita el acceso a nadie.

—Pon guardia en el decimocuarto nivel —sugirió Duff—. Así será más impresionante aún.

—Buena idea. —Al levantar los ojos vio pasar a alguien junto a su mesa y de pronto sonrió—. Duff —dijo—. ¿Sabes quién es ése?

—¿A quién te refieres? —preguntó Duff, intrigado.

—Al hombre que acaba de pasar al salón. Allá va, se dirige a los baños.

—¿No es Elliott, el periodista?

—El editor del "Rand Mail". Vamos, Duff.

—¿Adonde vamos?

—A obtener un poco de publicidad barata.

Duff siguió a Sean y después de salir del comedor y atravesar el salón entraron en los baños. Uno de los compartimientos tenía la puerta cerrada y era evidente que había alguien dentro. Guiñando un ojo a Duff se acercó a uno de los mingitorios y le dijo en voz bastante alta:

—Bien, lo que podemos esperar ahora, Duff, es que Norman logre algún milagro en Inglaterra. De otro modo… —aquí Sean se encogió de hombros y Duff tomó allí el diálogo.

—Nos arriesgamos bastante al confiar en eso. Yo sigo diciendo que debemos vender ya. Las acciones de la C. R. C. estaban en noventa y un chelines esta mañana, de modo que es obvio que la historia no se ha divulgado todavía. En cambio, cuando se divulgue, no querrán las acciones ni regaladas, siquiera. Insisto en que hay que huir mientras hay tiempo de huir.

—No —dijo Sean—. Esperemos hasta tener noticias de Norman. Reconozco que es correr un albur, pero tenemos cierta responsabilidad frente a los que trabajan para nosotros.

Sean tomó a Duff del brazo y salieron juntos del cuarto de baño. Junto a la puerta dio el toque final a la comedia.

—Si se desmorona la C. R. C., son millones de hombres que quedarán sin trabajo. ¿Te has dado cuenta de esto?

Cuando Sean cerró la puerta tras de sí, ambos se miraron sonriendo.

—Eres un genio, chico —susurró Duff.

—Me alegra decirte que estoy en un todo de acuerdo contigo.

Al día siguiente Sean despertó convencido de que ese día sería decisivo para ellos. Tendido en la cama, saboreaba esta idea antes de abocarse a descubrir la razón. De pronto se sentó y extendió la mano hacia el diario doblado sobre la bandeja con su café al lado de la cama. Al abrirlo, halló lo que buscaba en la primera página y en grandes titulares. ¿Marchan bien las cosas en la Central Rand Consolidated? El misterioso viaje de Hradsky. El artículo en sí era una obra maestra de rodeos periodísticos. Rara vez había visto Sean a nadie escribir con tanta fluidez y poder de convicción sobre un tema que el autor ignoraba por completo. "Se insinúa que…",' "Fuentes habitualmente fidedignas informan que…" "Existen motivos para creer que…" Todas las frases hechas y carentes de significado. Sean buscó a tientas sus zapatillas y recorrió rápidamente el pasillo hacia el cuarto de Duff.

Duff ocupaba casi toda la cama y tenía todas las mantas. La muchacha estaba acurrucada como una anchoa rosada en los bordes. Duff roncaba y la muchacha murmuró algo en sueños. Sean hizo cosquillas a Duff en los labios con la borla del cordón de su bata. Duff movió la nariz y dejó de roncar. Sentada en la cama, la muchacha miró a Sean con los ojos muy abiertos, pero llenos de sueño aún.

—Corre, vete —le gritó Sean—. Vienen los rebeldes.

Se levantó de un salto y cayó a un metro de la cama, temblorosa de pánico. Sean la miró con ojos críticos. Bonita, decidió, e hizo una nota mental de llevarla a pasear un poco, tan pronto como Duff se deshiciera de ella.

—Muy bien —la tranquilizó—. Se fueron ya.

De pronto, la muchacha reparó en su desnudez y en el estudio que hacía Sean de su cuerpo. Intentó cubrirse con manos demasiado pequeñas para conseguirlo. Sean levantó la bata de Duff del pie de la cama y se la pasó.

—Ve a bañarte, o algo así, querida. Tengo que hablar con el señor Charleywood.

Con la bata puesta, la muchacha recobró el aplomo y le dijo con severidad.

—No llevaba ni una prenda encima, señor Courteney.

—Nunca lo habría adivinado —repuso Sean cortésmente.

—No está bien.

—Eres demasiado modesta. Yo diría que estás mejor que el término medio. Vete ahora, sé buenita.

Con un gracioso movimiento de cabeza, la muchacha desapareció por la puerta del cuarto de baño y Sean pudo transferir su atención a Duff. Duff se aferraba con todas sus fuerzas a su sueño cuando intentó hablarle, hasta que por fin Sean le dio un buen golpe en las nalgas con el diario doblado. Lentamente, como la de una tortuga de su caparazón, la cabeza de Duff apareció sobre las mantas. Sean le entregó el diario y se sentó en el borde de la cama. Pudo ver así cómo el rostro de Duff se arrugaba en una gran sonrisa a medida que leía.

—Será mejor que vayas a la oficina del editor y le des unos cuantos gritos, tanto como para confirmar sus sospechas —dijo—. Yo iré a la Candy Deep y clausuraré todos los niveles inferiores. Te veré en la Bolsa a la hora de apertura. Y no olvides limpiarte esa sonrisa de tonto que tienes antes de aparecer en la ciudad. Trata de tener aspecto desencajado. No creo que te dé mucho trabajo.

Cuando Sean llegó a la Bolsa la multitud ocupaba toda la calle frente a la puerta. Mbejane guió el coche y logró que le abrieran camino. Sean, con expresión hosca, no respondía a ninguna de las preguntas que le formulaban a gritos a su paso. Mbejane llegó por fin hasta la puerta, donde cuatro agentes de policía contuvieron a la turba mientras Sean cruzaba rápidamente la acera y atravesaba las puertas dobles. Duff lo esperaba ya y era el centro de un ruidoso círculo de miembros y corredores. Al ver a Sean, le hizo señas desesperadas por sobre las cabezas de sus interlocutores, gesto que bastó para desplazar la atención hacia Sean. Todos corrieron hacia él y lo rodearon, con expresiones de ansiedad e ira en los rostros. Alguien le empujó el sombrero hacia adelante y cuando otro le aferró las solapas, le hizo saltar un botón del saco.

—¿Es verdad? —gritó uno, y al hablar salpicó con saliva la cara de Sean—. Tenemos derecho a saber si es verdad.

Sean levantó el bastón y luego de describir un arco, éste cayó sobre la cabeza del hombre, haciéndolo caer, trastabillando, en los brazos de quienes estaban detrás.

—Apártense, bandidos —ordenó con voz estentórea Sean, ayudándose con la punta del bastón a hacerles cumplir la orden. Por fin todos quedaron dispersos y se encontró solo, mirándolos con furia y agitando aún el bastón, con ganas de volver a utilizarlo.

—Más tarde haré una declaración. Hasta ese momento, a portarse bien.

Sean se arregló el ángulo del sombrero, tiró del hilo suelto que había fijado el botón a su saco y se alejó a reunirse con Duff. En el rostro de su amigo aparecía una levísima sonrisa, en una de las comisuras de los labios. Sean le hizo una señal de advertencia con la mirada. Con rostros serios ahora, ambos se dirigieron al salón de socios.

—¿Cómo marcha por tu lado? —dijo Duff en voz baja.

—Mejor, imposible.

Sean consiguió mantener su expresión preocupada.

—Dejé una guardia armada en el decimocuarto nivel —prosiguió—. Cuando esta gente se entere, echará espuma por la boca.

—Cuando hagas tu declaración, tienes que mostrar mucha confianza falsa —le aconsejó Duff—. Si las cosas siguen así, tendremos las acciones a treinta y cinco chelines menos de una hora después de la apertura.

Cinco minutos antes de la hora Sean ocupó el estrado de la Presidencia e hizo su declaración a los consocios. Duff lo escuchaba con admiración creciente. Las categóricas afirmaciones de Sean eran como para provocar la desesperación de los optimistas más recalcitrantes. Sean terminó de hablar y bajó del estrado. No hubo aplausos. Sonó la campanilla y los corredores permanecieron juntos en un reducido grupo llenos de desaliento. Se lanzó la primera oferta. "Vendo C. R. C."

Nadie corrió a comprar. Diez minutos más tarde, hubo una venta a ochenta y cinco chelines, seis menos que el precio de cierre del día anterior. Duff se inclinó para hablar con Sean.

—Tendremos que vender algunas de nuestras propias acciones para que se muevan las cosas. De lo contrario, todo el mundo se limitará a permanecer inactivo.

—Tienes razón —dijo Sean—. Volveremos a comprarlas más tarde a la cuarta parte del precio. Pero espera hasta que se difundan las noticias de la Candy Deep.

Eran casi las diez de la mañana cuando sucedió. La reacción fue aguda. En un movimiento de venta apresurada, las acciones de la C. R. C. bajaron a sesenta chelines, pero permanecieron allí, fluctuando en medio de un caos de expectativas y dudas.

—Tendremos que vender ahora —murmuró Duff—. No saben qué hacer. A menos que les demos algo, el precio quedará allí.

Sean sentía que le temblaban las manos y se le crisparon dentro de los bolsillos. Duff daba muestras de tensión, también. Su mejilla mostraba un nervio que palpitaba y tenía los ojos más hundidos que nunca. Era una partida por grandes apuestas.

—No exageres. Vende treinta mil.

El precio de las acciones se hundió bajo semejante peso, pero se estabilizó en los cuarenta y cinco chelines. Faltaba una hora aún hasta el momento de las ventas principales y Sean tenía el cuerpo rígido de tensión. Tenía las axilas húmedas de sudor.

—Venda otras treinta mil —indicó a su empleado y aun para él mismo la voz le sonó anhelante. Apagó el cigarro en el cenicero de bronce junto a su sillón, repleto ya de restos de otros. Con todo, no era ya necesario fingir que estaban preocupados, pues lo estaban. El precio permaneció fijo en los cuarenta chelines, y la venta de sesenta mil más de sus acciones no logró bajar la cotización más de unos pocos.

—Alguien está comprando —dijo Sean con tono preocupado.

—Diría que sí. Apuesto que es ese maldito griego, Efthyvoulos. Parece que tendremos que vender un número suficiente para inundar la plaza antes de conseguir que bajen más.

En el momento de las ventas mayores, Duff y Sean habían vendido las tres cuartas partes de sus acciones en la C. R. C. y el precio se mantenía firme en treinta y siete chelines y medio, cifra tan atormentadora por lo próxima a la mágica, la cifra que haría caer las acciones de Hradsky en un mercado desprevenido. Sin embargo, ahora estaban en un punto en el cual no contarían ya con acciones como para obligar a bajar el precio en esos últimos dos chelines y medio.

Se cerraron las operaciones y Duff y Sean permanecieron sentados en sus sillones con aire deprimido, agotados como luchadores al final del decimoquinto "round". Poco a poco el salón quedó semivacío, pero ellos permanecían aún allí. Sean se inclinó y apoyó una mano en el hombro de Duff.

—Todo marchará bien —le dijo—. Mañana se arreglará todo. Se miraron, tratando de derivar fuerzas el uno del otro, hasta que por fin ambos sonrieron. Sean se levantó.

—Vamos a casa —dijo.

Sean se acostó temprano y sin compañía. A pesar de estar extenuado, tardó mucho en conciliar el sueño y cuando lo logró, tuvo confusas pesadillas, interrumpidas por sobresaltos y períodos de vigilia. Le resultó casi un alivio ver cómo el amanecer perfilaba las ventanas como cuadrados grises. Quedaba así libre de un reposo que no había sido tal. Se desayunó con una taza de café y descubrió que el estómago rechazaba el plato colmado de carne a la plancha y huevos habitual, pues estaba ya tenso de expectativa ante el día que le esperaba. Duff también tenía un aspecto irritable y fatigado. Hablaron muy poco durante el desayuno y nada en el trayecto en coche, cuando Mbejane los condujo a la Bolsa.

Otra vez hallaron una multitud congregada delante del edificio. Se abrieron camino con trabajo y una vez en el interior ocuparon sus sillones en el salón. Sean vio los rostros de los otros socios. En cada uno se advertía la preocupación, las ojeras y la agitación en los movimientos. Vio bostezar repetidamente a Jock Heyns y no tardó en imitarlo. Al llevarse la mano a la boca, advirtió que le temblaba otra vez. La apoyó entonces sobre el brazo del sillón y trató de mantenerla inmóvil. En el otro extremo del salón, la mirada de Bonzo Barnes se cruzó con la de Sean, pero el hombre apartó la suya y también bostezó ampliamente. Se debía a la tensión. En los años que siguieron Sean volvería a ver bostezar así a los hombres que esperaban el amanecer que los enviaría contra las baterías bóers. Duff se inclinó e interrumpió sus cavilaciones.

—Tan pronto como comiencen las operaciones venderemos. Trataremos de crearles pánico. ¿Estás de acuerdo?

—Muerte repentina —convino Sean. No se sentía capaz de soportar otra mañana de igual tortura mental.

—¿No podríamos ofrecer acciones a treinta y dos y medio y terminar con esto? —preguntó. Duff lo miró sonriendo.

—No, sería demasiado obvio. Tendremos que seguir ofreciendo venta y dejar que el precio caiga espontáneamente.

—Supongo que tienes razón, pero de todos modos, debemos jugar nuestras cartas altar, ya y lanzar el resto de nuestras acciones tan pronto como se abra el mercado. No veo cómo puede mantenerse el precio después de esto.

Duff se mostró de acuerdo. Llamó entonces al empleado que esperaba con aire paciente junto a la puerta del salón y cuando se acercó, le dijo:

—Venda cien mil de C. R. C. en el punto máximo.

El empleado parpadeó, pero anotó las instrucciones en su bloc y salió a la rotonda donde comenzaron a congregarse los otros corredores. Faltaban apenas unos minutos para que sonase la campanilla.

—¿Y si no da resultado? —preguntó Sean. La tensión en el estómago le provocaba náuseas.

—Tiene que dar resultados. Tiene que darlos —susurró Duff. Hablaba tanto con Sean como consigo mismo. Tenía los dedos crispados alrededor de su bastón y sus mandíbulas se movían a pesar de tener la boca apretada. Permanecieron sentados, esperando la campanilla y cuando ésta sonó Sean, con un sobresalto y un gesto de vergüenza, tomó su cigarrera. Oyó la voz del empleado: "Vendo C. R. C." y luego el confuso rumor de voces a medida que se iniciaban las operaciones. Por la puerta del salón pudo ver el pizarrón con la primera venta registrada. "Treinta y siete chelines".

Aspiró intensamente su cigarro, obligándose a aflojarse, tratando de no reparar en los dedos inquietos de Duff en el brazo del sillón junto al suyo. El empleado borró las cifras anotadas y volvió a escribir: "Treinta y seis chelines".

Sean arrojó una larga bocanada de humo.

—Se mueve —susurró y Duff aferró el brazo de su sillón. Los nudillos se veían pálidos, a causa de la presión de los dedos.

—Treinta y cinco. —Por fin aquella cifra huidiza. Sean oyó suspirar a Duff, seguido esto por un comentario.

—¡Ahora! Mira, chico, mira cómo llegan los Bancos. Prepárate, chico, prepárate.

—Treinta y cuatro y medio —escribieron en el pizarrón.

—Tienen que lanzarlas ahora —repitió Duff—. Prepárate para ser rico, chico.

El empleado se aproximaba a ellos por el salón. Se detuvo al llegar a sus sillones.

—Logré venderlas, señor —dijo.

Sean se irguió con viveza.

—¿Tan pronto? —preguntó.

—Sí, señor, en tres lotes importantes y me deshice de todas. Me temo que la última venta fue a treinta y cuatro y medio.

—Duff, aquí pasa algo. ¿Por qué no hay señales de los Bancos hasta ahora?

—Los obligaremos a descargar. —La voz de Duff era de un tono ronco inusitado—. Les forzaremos la mano. —Duff se inclinó en su sillón y ordenó al empleado.

—Venda otras cien mil a treinta chelines.

Al hombre se la alargó la cara de sorpresa.

—Apúrese, hombre. ¿No me oyó bien? ¿Qué está esperando? El hombre dio unos pasos hacia atrás, se volvió y se alejó de prisa.

—Duff, por Dios —dijo Sean, tomándolo del brazo—. ¿Está loco?

—Los obligaremos —murmuró Duff—. Tienen que vender.

—No tenemos otras cien mil acciones —dijo Sean y se levantó de un salto— Impediré esta venta. —Corrió hacia la rotonda, pero antes de llegar a la puerta vio por ella el pizarrón con una venta registrada a treinta chelines. Se abrió paso entre la gente hasta llegar al empleado y le dijo:

—No venda más.

El hombre se mostró sorprendido.

—Las vendió ya, señor.

—¿Las cien mil? —El horror e incredulidad aparecieron en la voz de Sean.

—Sí, señor, alguien las compró todas en un solo lote. Sean volvió al salón de socios con una sensación de aturdimiento y se dejó caer en el sillón junto a Duff.

—Se vendieron ya —dijo. Hablaba como si no pudiera creerlo.

—Los obligaremos, los obligaremos a vender —murmuró Duff otra vez. Sean se volvió hacia el, alarmado. Duff traspiraba tanto que las gotas de sudor le corrían por la frente y tenía los ojos relucientes.

—Duff, por favor —le dijo Sean en voz baja—. Serénate, hombre.

Sabía que eran el blanco de todas las miradas. Tenían la impresión de que los rostros vigilantes eran enormes, como vistos por un telescopio y el rumor de las voces provocaba extraños ecos en los oídos. Sean se sentía perplejo. Todo parecía moverse con lentitud, como en una pesadilla horrorosa. Miró hacia la rotonda y vio el número treinta en el pizarrón, como un cargo antagónico contra la C. R. C. ¿Dónde estaban los Bancos? ¿Por qué no vendían?

—Los obligaremos, los obligaremos a esos canallas —repitió Duff. Sean trató de responder, pero no le salieron las palabras. Al mirar hacia el otro extremo de la rotonda, vio que se trataba, en verdad, de una pesadilla. Hradsky y Max estaban allí, caminando en dirección al salón de socios. Los hombres los rodeaban y Hradsky sonreía y levantaba las manos como para contener las preguntas. Cuando entraron en el salón, Hradsky ocupó su sillón habitual junto a la chimenea. Se sentó en él con las espaldas encorvadas y el chaleco le formó tensos pliegues sobre el vientre abultado. Sonreía aún y Sean halló su sonrisa una de las cosas más perturbadoras que hubiese visto nunca. Se quedó mirándolo con una fascinación que a la vez le daba escalofríos. Junto a él Duff estaba inmóvil, paralizado, casi. Max dijo unas rápidas palabras a Hradsky y se levantó, acercándose a ellos.

—El empleado nos informa que ustedes han aceptado ceder al señor Hradsky quinientas mil acciones de la C. R. C. a un precio medio de treinta y seis chelines. El volumen total de la C. R. C. es, como ustedes saben, de un millón de acciones. Durante los últimos dos días el señor Hradsky consiguió adquirir otras setenta y cinco mil acciones de las que ustedes le vendieron. Esto lleva el total de acciones que posee en la C. R. C. a cerca de seiscientas mil acciones. Tengo, pues, la impresión de que ustedes vendieron acciones inexistentes. El señor Hradsky teme que tengan algunas dificultades para cumplir su contrato.

Sean y Duff lo miraban con los ojos desmesuradamente abiertos. Por fin Duff dijo:

—Pero… ¿Los Bancos? ¿Por qué no vendieron los Bancos?

Max sonrió con su aire melancólico.

—El día que llegó a Puerto Natal el señor Hradsky, transfirió fondos suficientes de sus cuentas allí para saldar los retiros en descubierto de Johannesburg. Les envió entonces el telegrama y volvió en seguida. Llegamos hace sólo una hora.

—Pero… ¿Nos mintió? ¡Usted nos engañó!

Max bajó la cabeza.

—Señor Charleywood —dijo—, no pienso discutir el tema de la honestidad con alguien que no conoce el significado de la palabra.

Dicho esto, Max volvió junto al sillón de Hradsky. Todos los presentes lo habían oído y mientras Sean y Duff permanecían sentados en medio de las ruinas de su fortuna, comenzó la lucha por adquirir acciones de la C. R. C. En cinco minutos el precio alcanzó más de noventa chelines y siguió subiendo. Cuando llegó a los cien, Sean tocó a Duff en el brazo.

—Salgamos de aquí —dijo. Ambos se levantaron a un tiempo y comenzaron a caminar por el salón. Al pasar junto al sillón de Hradsky, éste habló.

—Así es, señor Charleywood, no es posible ganar todas la vueltas.

Las palabras brotaron con toda claridad, con la excepción de una levísima vacilación antes de las "g" Siempre había sido una letra difícil para Norman Hradsky.

Duff se detuvo delante de Hradsky y abrió la boca, luchando por replicar. Se le movieron los labios, titubeando, buscando palabras, pero no brotó ninguna. Con los hombros encorvados, agitó la cabeza y se alejó. En un momento tropezó. Sean lo tenía del brazo y lo guió entre la multitud de corredores exaltados. Nadie reparó mucho en ninguno de los dos y los empujaron y apretaron hasta que por fin llegaron a la calle. Sean hizo una seña a Mbejane para que acercara el coche y una vez en él partieron para Xanadu.

Entraron en el gran salón y una vez allí, Duff dijo:

—Sírveme algo de beber, Sean. —Tenía el rostro grisáceo y enjuto. Sean sirvió dos vasos llenos hasta la mitad de coñac y llevó uno a Duff. Después de haber bebido, Duff se quedó contemplando el vaso vacío.

—Lo siento. Perdí la cabeza. Creí que podríamos comprar esas acciones por unas monedas, cuando los Bancos empezaran a vender.

—No importa. —La voz de Sean mostraba una gran fatiga—. Estábamos arruinados aun antes de que sucediera eso. ¡Jesús! ¡Qué celada tan bien tendida!

—No podíamos saberlo. Fue de una astucia tal que nunca podríamos haberlo adivinado, ¿no, Sean? —Duff deseaba disculparse de cualquier manera.

Sean se quitó las botas y se aflojó el cuello.

—Esa noche en el vaciadero de la mina. Habría apostado mi vida a que Max no mentía. —Reclinado en su sillón, agitaba un coñac con un movimiento circular de la mano—. ¡Cuánto deben de haberse reído de nosotros al vernos caer rodando en el precipicio!

—Pero no hemos terminado, Sean, no hemos terminado del todo, ¿eh? —Duff suplicaba con su tono, rogándole que le ofreciera un punto de apoyo en el cual colocar sus esperanzas—. Nos levantaremos de esta caída, tú sabes que nos levantaremos, ¿no? Salvaremos lo suficiente de este naufragio como para recomenzar. Volveremos a levantar todo, ¿no es verdad, Sean?

—Sin duda. —La risa de Sean fue brutal—. Puedes obtener un empleo en los Ángeles Radiantes limpiando saliveras, mientras yo consigo otro en La Ópera como pianista.

—Pero… pero… algo quedará. Quizá unas dos mil libras. Podríamos vender esta casa.

—Deja de soñar, Duff. Esta casa pertenece a Hradsky. Todo le pertenece.

Sean agitó el coñac que quedaba en su vaso y lo apuró de un sorbo. Se levantó, entonces, de un salto y se dirigió a la alacena de las bebidas.

—Déjame que te explique. Debemos a Hradsky cien mil acciones que no existen. La única manera de poder entregarlas es comprárselas a él primero, en cuyo caso pondrá su propio precio. Estamos arruinados, Duff. ¿Sabes lo que significa? ¡Destrozados! ¡En quiebra! —Sean dejó caer coñac en el aparador al llenar su vaso—. Brindemos otra vez por Hradsky. El coñac es suyo ahora. —Con un gesto que abarcó todo el salón, Sean señaló el lujoso moblaje y los pesados cortinados—. Mira todo esto por última vez. Mañana el alguacil vendrá a ejecutarnos y posteriormente, en el curso de los debidos procedimientos legales, todo será entregado a su legítimo dueño, el señor Norman Hradsky.

Volvía Sean hacia su asiento cuando de pronto se detuvo.

—Debidos procedimientos legales —repitió en voz baja—. Podría ser que diese resultado.

Duff se irguió en su propia silla.

—¿Se te ocurre algo? —preguntó.

—Digamos que es una idea a medias. Escucha, Duff, si consigo sacar dos mil libras de aquí, ¿estás de acuerdo en que partamos?

—¿Adonde? ¿Adonde iremos?

—íbamos hacia el norte cuando emprendimos el camino. Es una dirección tan buena como cualquiera. Dicen que hay oro y marfil más allá del Limpopo, para quienquiera que vaya a buscarlos.

—Pero, ¿por qué no quedarnos aquí? Podríamos jugar en la Bolsa. —El aspecto de Duff era vacilante, casi amedrentado.

—Vaya, Duff, aquí todo terminó para nosotros. Una cosa es especular en la Bolsa cuanto tú pagas por la música y decides cuál será, pero con unas mil libras o menos estaríamos entre los perros que riñen por los restos del banquete de Hradsky. Partamos y comencemos otra vez. Iremos hacia el norte, buscaremos marfil y exploraremos el terreno en busca de otra veta. Nos llevaremos un par de carretas y descubriremos una nueva fortuna. Apuesto que has olvidado la sensación de andar a caballo y manejar un rifle, de sentir el viento en la cara y de no encontrar a una puta ni a un corredor de Bolsa en doscientos kilómetros a la redonda.

—Pero, eso significa abandonar todo aquello por lo cual luchamos —se lamentó Duff.

—Por amor de Dios, hombre, ¿eres ciego y simplemente un tonto? —le preguntó Sean, furioso—. No tienes nada, de modo que ¿cómo diablos puedes abandonar algo que no tienes? Iré a ver a Hradsky y trataré de hacer un trato con él. ¿Vienes?

Duff lo miró, sin verlo. Le temblaban los labios y movía la cabeza. Por fin caía en la cuenta de la situación en que se encontraban y el choque lo tenía anonadado. Cuanto más alto se vuela, más dura es la caída.

—Muy bien, entonces —le dijo Sean—. Espérame aquí.

Las habitaciones de Hradsky estaban llenas de hombres locuaces y risueños. Sean reconoció a la mayoría de ellos como los cortesanos que solían congregarse alrededor del trono ocupado antes por él mismo y por Duff. Muerto el rey, que viva el rey. Al verlo de pie junto a la puerta, las risas y los gritos se apaciguaron poco a poco. Vio a Max dar dos pasos en dirección al escritorio de madera aromática en un rincón, abrir un cajón y meter la mano en él. Permaneció allí, mirando a Sean. Uno por uno, los cortesanos recogieron sus sombreros y bastones y salieron apresurados del salón. Algunos de ellos murmuraron saludos entre dientes al pasar junto a Sean. Por fin sólo quedaron los tres en el cuarto. Max detrás del escritorio, con la mano sobre la pistola y Hradsky en el sillón junto al fuego, mirando todo con ojos amarillos, entrecerrados.

—¿No piensa invitarme a entrar, Max? —preguntó Sean. Max dirigió una rápida mirada a Hradsky, vio el gesto apenas perceptible y volvió a mirar a Sean.

—Entre, por favor, señor Courteney.

Sean cerró la puerta tras de sí.

—No necesitará la pistola, Max. El partido ha terminado.

—Y la cuenta nos favorece, ¿no, señor Courteney?

Sean hizo un gesto afirmativo.

—Sí —dijo—. Ganaron. Estamos dispuestos a transferirles todas las acciones que tenemos de la C. R. C.

Max agitó la cabeza con aire preocupado.

—Me temo que no sea tan sencillo como usted supone. Usted se ha comprometido a vendernos una cantidad determinada de acciones y debemos insistir en una entrega total de las mismas.

—Dígame. ¿Dónde pretende que las encontremos?

—Podría adquirirlas en la Bolsa.

—¿De usted?

Por toda respuesta, Max se encogió de hombros.

—¿Conque piensa revolver bien el cuchillo, eh, Max?

—Se expresa en términos muy poéticos, señor Courteney.

—¿Consideró las consecuencias de llevarnos a la bancarrota?

—Debo admitir con toda franqueza que las consecuencias en cuanto a ustedes se refiere no nos interesan.

Sean sonrió.

—Qué mal está eso, Max. Le diré que hablaba desde su propio punto de vista. Ordenes de embargo, juntas de acreedores… puede tener la seguridad de que el encargado de la liquidación será un miembro del Volksraad o bien el pariente de uno. Habrá acciones judiciales y contrademandas, venta forzada de acciones y pago de costas. Cualquier liquidador con algún sentido común podrá muy bien alargar las cosas tres o cuatro años y todo este tiempo ganarse una hermosa comisión. ¿Pensó en todo esto, Max?

La forma en que se entrecerraron los ojos de Max era un indicio de que no había pensado en estos puntos. Miró a Hradsky con aire algo desconcertado. A Sean lo reconfortó algo aquella mirada.

—Ahora bien, lo que les propongo es lo siguiente. Permítannos que saquemos diez mil libras, cabalgaduras y objetos personales. Les daremos, en cambio, todo el resto. Acciones, cuentas, propiedades, todo. No pueden sacarnos más por empujarnos a la quiebra.

Hradsky envió un mensaje a Max en su lenguaje facial privado y Max se lo transmitió a Sean.

—¿Tendría inconveniente en esperar afuera, por favor, mientras consideramos su oferta?

—Bajaré a beber algo en el bar —dijo Sean y sacando el reloj del bolsillo preguntó—: ¿Serán suficientes veinte minutos?

—Sobran, señor Courteney, gracias.

Sean bebió sin compañía, a pesar de que el bar no estaba vacío, ni mucho menos. No era por propia decisión, sino porque la bandera del fracaso que esgrimía lo obligaba a aceptar esa especie de cuarentena en un extremo aislado del bar, mientras todos pasaban lo más lejos posible de él. Nadie miraba hacia donde estaba y los temas discutidos a su alrededor eran elegidos con cuidado, como para excluirlo. Mientras esperaba que transcurrieran los veinte minutos, se divirtió pensando en las posibles reacciones de estos llamados amigos si les pidiese dinero prestado. La idea alivió hasta cierto punto el dolor que sentía. Al mirar el reloj, vio que había pasado el plazo. Volvió por el corredor hacia la puerta. Jock y Trevor Heyns lo vieron aproximarse y de inmediato se quedaron absortos en la contemplación de las hileras de botellas detrás del mostrador. Sean se detuvo junto a Jock y aclarándose la garganta con aire deferente, le preguntó:

¿Jock, tendrías un minuto para mí?

Jock se volvió despacio.

—¡Ah, Sean! ¿De qué se trata?

—Duff y yo partiremos del Rand. Tengo para ti, algo para que no nos olvides. Estoy seguro de que Duff desea también dártelo. Jock se ruborizó, molesto.

—No es necesario —dijo e hizo un ademán de volverse para seguir bebiendo.

—Por favor, Jock.

—Bueno, muy bien —dijo éste, irritado—. ¿Qué es?

—Esto —dijo Sean y dando un paso hacia adelante, puso todo el peso de su cuerpo en el puñetazo que propinó a Jock. Aquella cara congestionada por la bebida era un blanco ideal. No fue uno de los mejores puñetazos de su vida, por cuanto estaba fuera de forma, pero fue suficiente para hacer dar a Jock un espectacular salto mortal por arriba del mostrador. Con aire soñador, Sean levantó el vaso de Jock y lo derramó sobre la cabeza de Trevor.

—La próxima vez que me veas, salúdame y dime "Hola" —le dijo—. Hasta entonces, pórtate bien.

Cuando subió la escalera para volver a las habitaciones de Hradsky estaba de mucho mejor humor. Estaban esperándolo.

—Hable, Max —dijo y hasta logró sonreír.

—El señor Hradsky, con su característica generosidad, ha…

—¿Cuánto? —lo interrumpió Sean.

—El señor Hradsky les permitirá retener mil quinientas libras y sus efectos personales. Como parte del convenio deberán comprometerse bajo palabra a no intentar ningún tipo de empresa en el Witwatersrand en un período de tres años.

—Demasiado poco —dijo Sean—. Dos mil libras, digamos, y estaremos de acuerdo.

—La oferta no admite discusión.

Sean comprendió que hablaba en serio. No tenían necesidad de discutir. Tenían el poder de decisión.

—Muy bien, acepto.

—El señor Hradsky ha enviado por sus abogados para que redacten el acuerdo. ¿Tiene inconveniente en esperar, señor Courteney?

—En absoluto, Max, no olvide que soy un señor ocioso en este momento.