Sean miró a Duff por encima de la mesa de conferencias, en busca de apoyo. Duff arrojó un espeso anillo de humo de cigarro, que giró y se expandió como una onda antes de caer sobre la superficie de la mesa y desintegrarse. Duff no lo apoyaría, según pudo constatar Sean con amargura. Habían discutido sobre ello la mitad de la noche anterior. Tenía la esperanza de que Duff hubiese cambiado de parecer. Pero en aquel momento supo que no lo haría. Le hizo un último pedido.
—Han pedido un aumento del diez por ciento en su salario. Creo que lo necesitan. Los precios han aumentado hasta las nubes en esta ciudad, pero los salarios no han cambiado. Estos hombres tienen mujer e hijos, señores, ¿No cabe tener presente esto?
Duff sopló otro anillo de humo y Hradsky, sacando el reloj del bolsillo, lo miró con toda intención. Max tosió y terció en la conversación.
—Creo qué ya hemos discutido esto, señor Courteney. Propongo que lo sometamos a voto.
La mano de Hradsky se levantó contra Sean. No quería mirar a Duff, para evitar verlo votar con Hradsky, pero se forzó a sí mismo a volver la cabeza. Las manos de Duff estaban sobre la mesa, delante de él. Sopló otro anillo de humo y vio cómo caía lentamente sobre la superficie de la mesa.
—Los que estén a favor de la iniciativa —dijo Max, y Duff y Sean levantaron las manos al mismo tiempo. En aquel instante Sean cayó en la cuenta de lo mucho que le habría afectado que Duff votase en contra de él. Duff le guiñó un ojo. No pudo dejar de dirigirle una ancha sonrisa.
—Son treinta votos en favor, y sesenta en contra —declaró Max—. La iniciativa del señor Courteney, pues, no ha prosperado. Informaré a la Union Minera sobre esta decisión. Bien, si no hay otros puntos que tratar, propongo levantar la sesión.
Volvieron caminando con Duff a la oficina de Sean.
—El único motivo por el cual te apoyé es que sabía que Hradsky ganaría —dijo Duff amablemente. Sean hizo un gesto de incredulidad—. Y desde luego que tiene razón —prosiguió Duff, imperturbable—. Un aumento del diez por ciento en los salarios provocaría un alza en los costos de producción de diez mil libras por mes.
Sean cerró la puerta de un puntapié, pero no repuso.
—Por amor de Dios, Sean, deja de adoptar esta absurda actitud de samaritano. Hradsky tiene razón. Es probable que Kruger nos abrume con otro de sus impuestos en cualquier momento y además, debemos financiar todo ese proyecto de tierras en el East Rand. No podemos dejar que suban los costos de producción en este momento.
—Muy bien —rezongó Sean—. Está todo decidido, entonces. Espero que no tengamos que soportar una huelga.
—Hay maneras de manejar las huelgas. Hradsky tiene la policía de nuestra parte y podemos hacer venir doscientos hombres desde Kimberley en horas.
—Qué diablos, Duff, está mal. Tú sabes que está mal. Ese Buda ridículo con sus ojitos semicerrados sabe que está mal. Pero, ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué diablos puedo hacer? —estalló Sean—. Me siento sin el menor poder de decisión.
—Bien, fuiste tú quien quiso darle el control —le dijo Duff con tono de burla—. Deja de intentar cambiar el mundo y volvamos a casa. Max los esperaba en la oficina de recepción. Tenía aire nervioso.
—Perdonen, señores, ¿puedo, podría hablar con ustedes?
—¿Quién habla —preguntó bruscamente Sean—, usted o Hradsky?
—Es un asunto privado, señor Courteney —contesto Max bajando la voz.
—¿No puede esperar hasta mañana? —dijo Sean, pasando junto a Max en dirección a la puerta.
—Por favor, señor Courteney. Es de suma importancia.
Max tiró del brazo de Sean con aire desesperado.
—¿De qué se trata, Max? —le preguntó Duff.
—Tengo que hablar a solas con usted —Max volvió a bajar la voz y miró con aire lúgubre la puerta de calle.
—Bien, hable —le dijo Duff—. Estamos solos ahora.
—Aquí, no. ¿Podemos encontrarnos más tarde?
Duff arqueó una ceja.
—¡Pero, Maximiliano! ¡No me diga que anda vendiendo tarjetas postales pornográficas!
—El señor Hradsky me espera en el hotel. Le dije que vendría aquí a buscar unos papeles, pero sospechará algo si no vuelvo de inmediato.
Max estaba al borde de las lágrimas y la nuez de Adán jugaba a las escondidas detrás del cuello alto que llevaba, apareciendo y desapareciendo. De pronto Duff mostró gran interés por lo que tenía que decirle Max.
—¿No quiere que Norman se entere? —preguntó.
—No, por Dios —Max lloraba casi.
—¿Cuándo quiere que nos encontremos?
—Esta noche, después de las diez. Cuando se haya acostado el señor Hradsky.
—¿Dónde?
—Hay un camino secundario en el extremo de la Hermanita. No lo usan ya.
—Lo conozco —dijo Duff—. Iremos allá a las diez y media, más o menos.
—Gracias, señor Charleywood. No lo lamentará.
Max se dirigió de prisa a la puerta y desapareció por ella.
Duff acomodó su sombrero de fieltro en un ángulo elegante y seguidamente hundió la punta de su bastón en el abdomen de Sean.
—Huélelo. Aspíralo bien —dijo Duff, olfateando con aire apreciativo.
—No huelo nada —dijo Sean.
—El aire está espeso de olor. El dulce olor de la traición. Salieron de Xanadu pasadas las nueve y media. Duff insistió en ponerse una amplia capa de noche.
—La ambientación es esencial, chico, no puedes ir a una cita como ésta con pantalones sucios de color oliva y zapatos de campo. Malograría todo el efecto.
—Pues, yo ni pienso vestirme de fantasía. Este traje es muy bueno. Tendrá que servir.
—¿No puedo convencerte de que te pongas una pistola en el cinturón? —le preguntó Duff con aire de nostalgia.
—No —Sean se echó a reír.
—No, ¿eh? —Duff agitó la cabeza—. Eres un bárbaro, chico. No tienes gusto. Eso es lo que te pasa.
Evitaron las calles principales a su paso por Johannesburg y llegaron a la carretera del Cabo, a medio kilómetro de la ciudad. No quedaba más que una pequeñísima rebanada de luna en el recipiente negro del cielo. En cambio, las estrellas eran grandes y bajo su luz los vaciaderos de la mina, cada uno de ellos del tamaño de una colina grande, se levantaban como pústulas en la cara de la tierra.
A pesar de sí mismo, Sean sentía algo de expectativa y respiraba más rápido que de costumbre. El entusiasmo de Duff siempre resultaba contagioso. Marchaban a caballo, el uno junto al otro, con estribos que casi se tocaban y la capa de Duff flotaba en la brisa, lo cual actuaba como fuelle para encender un destello intenso en la punta del cigarro de Sean.
—No tan rápido, Duff. Mira que la curva está más o menos aquí. Está cubierta de maleza y corremos el riesgo de no verla.
Pusieron las cabalgaduras al paso y Duff preguntó qué hora era. Sean aspiró el cigarro y acercó el reloj a la punta encendida.
—Las diez y cuarto —dijo—. Llegamos temprano.
—Y yo te apuesto que Maximiliano estará allí antes que nosotros. Aquí está el camino. —Duff se internó por él, seguido por Sean. El vaciadero de la mina Hermanita se levantaba junto a ellos, escarpado y blancuzco a la luz de la luna. Iban junto a él, pero la sombra de su gran mole se proyectaba sobre ellos. El caballo de Duff relinchó y se espantó y el de Sean se desplazó hacia un lado, debiendo ser controlado por las rodillas de su jinete. Max había surgido de pronto de un áspero macizo de arbustos junto al camino.
—Cita a la luz de la luna, Maximiliano. Qué romántico —lo saludó Duff.
—Por favor, saquen los caballos del camino, señores. Max mostraba aún señales de la agitación de la tarde. Ataron, pues, los caballos junto al de Max entre los arbustos y se acercaron a él.
—Bien, Max. ¿Qué novedades hay? ¿Cómo está su gente? —le preguntó Duff.
—Antes de que prosigamos con este asunto, quiero que ustedes dos me den su palabra de honor que, cualquiera sea el desenlace, jamás revelarán una palabra de lo que pienso decirles esta noche. —Se le ocurrió a Sean que Max estaba demasiado pálido, aunque ello podría deberse a la luz escasa de las estrellas.
—De acuerdo —prometió Sean.
—Yo, también —dijo Duff a su vez.
Max se abrió el frente del saco y extrajo un sobre de su interior.
—Creo que si les muestro primero esto resultará más fácil explicar lo que les propongo. Sean tomó el sobre.
—¿Qué es esto, Max? —preguntó.
—Los últimos documentos sobre estado de cuentas en los cuatro Bancos con que trabaja el señor Hradsky.
—Fósforos, Sean, danos fuego, chico —dijo Duff con ansiedad.
—Traje una linterna —dijo Max y se puso en cucullas para encenderla. Sean y Duff se colocaron en la misma posición, junto a él, y todos pusieron los documentos bancarios bajo el círculo de luz amarilla. Los leyeron en silencio, hasta que Sean se apoyó en los talones y encendió otro cigarro.
—La verdad es que me alegro de no deber tanto dinero —declaró Sean y doblando las hojas, volvió a guardarlas en el sobre. Después se golpeó la otra palma con él y comenzó a reír. Max lo tomó de sus manos y lo guardó cuidadosamente en el bolsillo interior del saco.
—Muy bien, Max, ahora, descífranos todo —le dijo Sean. Max se inclinó hacia adelante y apagó la linterna. Lo que tenía que decir resultaba más fácil de expresar a oscuras.
—El considerable pago en efectivo que el señor Hradsky debió hacerles y la disminución del rendimiento de sus minas de diamantes, en cuanto se refiere a las nuevas cláusulas en los monopolios internacionales de la industria diamantífera, lo han obligado a recurrir a importantes préstamos de los Bancos —Max se interrumpió para aclararse la voz—. Han visto ustedes el volumen de estos préstamos. Desde luego, los Bancos exigieron garantías para dichos préstamos y el señor Hradsky les entregó la totalidad de sus acciones de la C. R. C. Los Bancos han fijado un límite de treinta y cinco chelines por cada acción. Como ustedes saben, la cotización de las acciones de la C. R. C. en este momento es de noventa chelines, lo cual ofrece un amplio margen de seguridad. No obstante ello, si las acciones sufriesen una baja y su precio cayese a treinta y cinco chelines, los Bancos venderían. Esto haría caer en el mercado la totalidad de las acciones que posee el señor Hradsky en la C. R. C.
—Continúe, Max —le dijo Duff—. Empieza a gustarme cómo suena su voz.
—Se me ocurrió que si el señor Hradsky se ausentase en forma temporaria de Johannesburg, digamos, que hiciera un viaje a Inglaterra a adquirir nueva maquinaria, o algo por el estilo, sería posible a ustedes, señores, obligar a que bajase el precio de las acciones C. R. C. a treinta y cinco chelines. De hacerlo como es debido, la operación llevaría sólo tres o cuatro días. Podrían vender bajo y hacer circular el rumor de que la Veta Líder se ha agotado en profundidad. El señor Hradsky no estaría para defender sus intereses y tan pronto como las acciones de la C. R. C. tocasen los treinta y cinco chelines, los Bancos se desprenderían de sus acciones. El precio se vendría abajo y ustedes, por disponer de dinero en efectivo, estarían en posición de adquirir acciones de la C. R. C. a una fracción de su verdadero valor. No hay razón por la cual ustedes no puedan obtener el control del grupo y ganarse, además un par de millones.
Se produjo otro silencio. Duró bastante tiempo, al cabo del cual Sean preguntó:
—¿Y usted, qué ventajas saca de esto, Max?
—Un cheque de ustedes por cien mil libras, señor Courteney.
—Cómo suben los honorarios —comentó Sean—. Creía que la paga tipo por esta clase de operaciones era treinta monedas de plata. Entiendo que la tarifa fue establecida por un connacional suyo.
—Calla —le dijo Duff bruscamente y volviéndose con un tono mucho más amable a Max, observó—: Al señor Courteney le gustan los chistes. Dígame, Max. ¿Es eso todo lo que quiere? ¿Sólo el dinero? Quiero ser sincero con usted. No suena a verdad. Tiene que ser ya un hombre bastante rico.
Max se levantó con viveza y se dirigió hacia los caballos. Antes de llegar a ellos, se volvió de pronto. Tenía el rostro oculto entre las sombras, pero la voz resonó, llena de odio, cuando les gritó:
—¿Creen ustedes que no sé cómo me llaman? ¿El Bufón, la Lengua de Hradsky? ¿Lameculos? ¿Creen que me gusta? ¿Creen que disfruto de arrastrarme debajo de él cada minuto del día? Quiero volver a ser libre. Quiero volver a ser hombre.
La voz se le ahogó y Max se llevó ambas manos al rostro. Estaba sollozando. Sean no pudo mirarlo y hasta Duff bajó la vista hacia el suelo, lleno de malestar. Cuando Max volvió a hablar, no obstante, lo hizo con la voz habitual, suave y melancólica.
—Señor Courteney, si usted concurre a su oficina mañana con su chaleco amarillo, tomaré esto como señal de que tienen intención de aceptar mi propuesta y que las condiciones que ofrezco les resulta aceptables. Después haré los trámites necesarios para asegurar la ausencia del señor Hradsky del país.
Max desató su caballo, montó y se alejó por el sendero en dirección a la carretera del Cabo. Ni Sean ni Duff hicieron movimiento alguno para levantarse. Escucharon inmóviles, hasta dejar oír el ruido de los cascos del caballo de Max y entonces Duff habló.
—Esas declaraciones de los Bancos eran auténticas. Miré bien los sellos.
—Y más auténtica aún era la emoción de Max —dijo Sean, sacudiendo la ceniza de su cigarro—. Nadie podría ser tan buen actor. Me sentí enfermo al oírlo. Qué diablos, ¿cómo puede ser tan desalmado alguien de traicionar a otro así?
—Chico, no convirtamos esto en un debate sobre la moral de Max. Ocupémonos de los hechos. Norman está en nuestro poder, atado de pies y manos, sazonado con ajo y con una ramita de perejil en cada oreja. Propongo que lo asemos y nos lo comamos.
Sean le sonrió.
—Dame unas buenas razones. Quiero que me convenzas. Y tal como me sentí frente a él durante la reunión de esta tarde, no creo que te cueste mucho.
—Primera razón —dijo Duff, levantando un dedo—. Norman lo merece.
Sean asintió.
—Segunda razón —y aquí Duff levantó otro dedo—, si obtenemos el control, podremos manejar las cosas a nuestro gusto. Puedes entregarte a satisfacer tu altruista resolución de aumentar el salario a todos, aparte de que yo volveré a ser el jefe máximo.
—¡Sí! —dijo Sean, tirándose del bigote y con aire, pensativo.
—Tercera razón. Vinimos aquí a hacer fortuna y nunca volveremos a tener otra oportunidad como ésta. Mi última razón, la más poderosa, es que ese chaleco amarillo te queda magnífico, chico. No me perdería jamás verte en él mañana por la mañana, ni por mil acciones de la C. R. C.
—La verdad es que es elegante —admitió Sean—. Pero mira, Duff, no quiero otro asunto como el de Lochtkamper. Sucio, sabes. Duff se levantó.
—Hradsky es un niño grande y nunca haría eso. De todos modos, se quedará rico aún. Tiene sus minas de diamantes. No haremos más que aliviarlo de la responsabilidad de Witwatersrand.
Se dirigieron entonces a buscar sus caballos. Sean tenía puesto un pie en el estribo, cuando de pronto se puso rígido y exclamó:
—Mi Dios, no podré hacerlo. No hay caso.
—¿Por qué? —preguntó Duff, alarmado.
—Derramé salsa en ese chaleco. No puedo ni pensar en usarlo mañana. El sastre me mataría.