25

Xanadu quedó terminado hacia fines de enero y se fijó la boda para el veinte de febrero. Duff envió invitación al Comandante y a toda la fuerza de policía de Johannesburg. Como retribución se comprometieron a establecer una guardia de veinticuatro horas en el salón de baile de Xanadu, donde se exhibirían los regalos en largas mesas posadas sobre caballetes. Sean fue allá la tarde del diez, para hacer, como decía Duff, un último recuento del botín. Sean regaló un cigarro al policía de guardia y después recorrieron todos el salón.

—¡Miren, miren! —exclamaba Candy, encantada—. ¡Hay una cantidad de regalos más!

—Ese es de Jock y de Trevor —dijo Sean al leer una tarjeta.

—Ábrelo, rápido, Dufford, quiero ver qué me regalaron. Duff abrió el estuche y Sean dejó escapar un silbido.

—Un juego de cubiertos de oro macizo —dijo Candy asombrada. Recogió una de las piezas y se la apretó contra el pecho—. ¡Ay! ¡No sé qué decir!

Sean revisó los otros estuches.

—¡Mira, Duff! Este sí que te pondrá contento: "Felicidades, N. Hradsky".

—Tengo que verlo —dijo Duff, mostrando entusiasmo por primera vez ese mes y desenvolviendo el paquete.

—¡Una docena! —dijo Duff lleno de regocijo—. ¡Ay, Norman, que impagable eres! ¡Una docena, nada menos, de repasadores!

—Es la intención lo que cuenta —señaló Sean.

—¡Querido Norman! ¡Cuánto debió dolerle pagar por ellos! Le pediré que los firme, les pondré marcos y los colgaré en el hall de entrada. Dejaron a Candy ordenando los regalos y salieron al jardín.

—¿Arreglaste ya el problema del falso pastor? —le preguntó Duff.

—Sí, está en un hotel en Pretoria. Está estudiando mucho. Pronto sabrá recitar todo el servicio religioso como un veterano.

—¿No crees que hacer esta comedia sea tan malo como hacer las cosas bien? —le preguntó Duff con aire de duda.

—No es ya el momento para pensar en eso —le dijo Sean.

—Sí, seguramente tienes razón.

—¿Dónde piensan pasar la luna de miel?

—Viajaremos en coche a Ciudad del Cabo y allí tomaremos el barco regular a Londres, para pasar después un mes, aproximadamente, en Europa continental. Volveremos en junio, más o menos.

—Creo que disfrutarás mucho del viaje.

—¿Por qué no te casas tú también?

—¿Para qué? —le preguntó Sean sorprendido.

—¿No crees que es defraudar un poco a la compañía dejar que me case solo?

—¿Con quién habría de casarme?

—¿Por qué no con esa muchacha que llevaste a las carreras el sábado? Es una obrita bien completa. Sean levantó una ceja.

—¿La oíste reír? —preguntó.

—Sí, la verdad es que sí —admitió Duff—. No era posible no oírla.

—¿Imaginas esa risa golpeándote todas la mañanas por sobre la mesa del desayuno? Duff se estremeció.

—Sí, te comprendo. Pero tan pronto como volvamos, pondré a Candy a buscarte una mujer adecuada.

—Tengo una idea mucho mejor. Deja que Candy te dirija la vida. Yo me dirigiré la mía.

—Eso, chico, es lo que, según mucho me temo, me va a suceder.

Con cierta resistencia, Hradsky aceptó que la sociedad, minas, talleres, transportes, todo, suspendiera sus actividades el día veinte para permitir a todos los empleados asistir a la boda de Duff. Esto significaba que la mitad de los comercios en el Witwatersrand estarían cerrados ese día. Como consecuencia de ello, las compañías independientes también cerraron sus puertas. El día dieciocho, las carretas que llevaban la comida y la bebida a Xanadu iniciaron la caravana colina arriba. En un arranque de generosidad, Sean invitó a toda la compañía de La Ópera al casamiento. Al recordarlo vagamente al día siguiente, fue a cancelar la invitación, pero Blue Bessie le dijo que la mayoría de sus pupilas habían ido a la ciudad a comprarse vestidos.

—No importa, entonces. Que vengan. Espero que Candy no adivine quiénes son, eso es todo.

La noche del diecinueve Candy puso a disposición de ellos el salón comedor y todos los de la planta baja del hotel para la fiesta de despedida de soltero de Duff. François llegó con una obra maestra forjada en los talleres de la mina, una enorme bola de hierro con su correspondiente cadena. Después de haberla ajustado a la pierna de Duff, comenzó la fiesta.

Posteriormente hubo una fracción de la opinión pública, según la cual el contratista a quien se le encomendó reparar los daños del hotel era un bandido y que la cuenta que presentó, de poco menos de mil libras era un asalto. Con todo, nadie pudo negar que el partido de Bok-Bok que jugaron en el comedor un centenar de hombres provocó ciertos daños en los muebles y las instalaciones en general, ni tampoco que la araña había sido incapaz de soportar el peso del señor Courteney y que al mecerse por tercera vez se desprendió del cielorraso e hizo un boquete de moderadas proporciones en el piso. Mucho menos pudo nadie poner en tela de juicio el hecho de que después de que Jock Heyns intentó durante media hora, sin éxito, derribar una copa apoyada en la cabeza de su hermano arrojándole corchos de champaña, el lago que llegaba hasta los tobillos en uno de los salones requirió que se recubriese el piso con nuevo parquet. En algo, a pesar de ello, estuvieron todos de acuerdo, y era en que fue una fiesta inolvidable.

Al principio, le preocupó a Sean que Duff no diese la impresión de mostrarse muy animado, pues permaneció junto a la barra con la bola de metal debajo del brazo, escuchando los comentarios procaces y con una sonrisa estereotipada en el rostro. Después de siete u ocho vueltas de bebida, Sean dejó de preocuparse y se dedicó a hacer lo que quería con la araña. A medianoche, Duff persuadió a François de que lo liberase de sus cadenas y salió del salón sin que nadie lo viese. Nadie, y menos aún Sean, advirtió su partida.

Nunca recordó Sean cómo llegó a acostarse esa noche, pero al día siguiente lo despertó con gran tacto un camarero que le traía una bandeja con café y un mensaje.

—¿Qué hora es? —preguntó, desdoblando la nota.

—Las ocho de la mañana, baas.

—No hay por qué gritar —rezongó Sean. Le costaba fijar la vista, pues el dolor de cabeza era tal que sentía que los ojos se le salían de las órbitas.

Querido padrino:

Quiero recordarte con esto que tú y Duff tienen una cita a las once. Cuento con que tú hagas que Duff llegue, entero o bien en pedazos.

Cariños de,

Candy.

Los restos de coñac en el fondo de la garganta tenían sabor a cloroformo y debió quitárselo con grandes sorbos de café y con un cigarro que le hizo toser. Cada vez que tosía el cráneo amenazaba saltársele. Apagó entonces el cigarro y fue al cuarto de baño. Media hora más tarde tuvo fuerzas suficientes para despertar a Duff. Cruzó la sala que compartían y entró en el dormitorio de éste. Los cortinados estaban todavía corridos. Cuando los corrió, se quedó enceguecido por el torrente de luz que entró por la ventana. Al volverse hacía la cama se sorprendió muchísimo. Muy despacio, se sentó en el borde y reflexionó.

—Seguramente debió dormir en el cuarto de Candy —murmuró, al ver las almohadas sin usar y las frazadas bien metidas en los bordes. A los pocos segundos cayó en la cuenta de su error.

—En ese caso, ¿por qué mandó ella esa nota?

Se levantó y por primera vez sintió alarma. La imagen de Duff, ebrio e indefenso, tendido en el patio, o bien desmayado por los golpes de alguno de los activos criminales de Johannesburg fue la que acudió de inmediato a su mente. Salió entonces corriendo del cuarto y entró en la sala. Cuando estuvo a mitad del camino hacia la puerta, vio el sobre apoyado sobre la repisa de la chimenea y lo tomó.

—¿Qué es esto, una reunión de la sociedad de autores? —se dijo—. ¡Cuántas cartas! El papel crujió y Sean reconoció sobre él la letra inclinada de Duff.

El primero fue espantoso, el segundo será igual. No quiero casarme. Tú eres el padrino, de modo que pide disculpas en mi nombre a toda esa gente amable. Volveré cuando el polvo esté más asentado.

D.

Sean se sentó en uno de los sillones y leyó la carta dos veces más. Entonces estalló.

—Maldito seas, Charleywood, "Pide disculpas". ¡Canalla, cobarde! Desaparecer y dejarme solo a recoger los añicos.

Salió corriendo del cuarto con la bata agitándose entre sus piernas.

—Tú mismo te disculparás —iba diciendo—. Aunque deba traerte arrastrado en el extremo de una cuerda.

Bajó por la escalera de servicio. Mbejane estaba en el establo conversando con tres de los peones.

—¿Dónde está Nkosi Duff? —preguntó a gritos. Todos lo miraron, desconcertados.

—¿Dónde está? —Sean tenía la barba erizada.

—El baas se llevó un caballo para dar un paseo —repuso uno de los peones con aire aprensivo.

—¿Cuándo? —volvió a gritar Sean.

—Anoche. Hace siete u ocho horas. Debe de volver pronto. Sean miró fijo al peón. Respiraba afanosamente.

—¿En qué dirección partió?

Baas no dijo nada.

Ocho horas. En aquel momento, podría estar a setenta kilómetros de distancia. Sean se volvió y se dirigió a su cuarto. Reclinado en la cama, se sirvió otra taza de café.

—Esto será abrumador para ella —dijo; al pensar en las lágrimas y la desesperación incontrolable de Candy.

—¡Maldito seas! Maldito seas, Charleywood.

Primero pensó en tomar otro caballo y huir a su vez, lo más lejos posible. No tenía culpa de lo sucedido y tampoco deseaba verse complicado en ello. Terminó el café y comenzó a vestirse. Al mirarse al espejo mientras se peinaba, imaginó a Candy, esperando sola en la capilla, mientras el silencio de la concurrencia se transformaba en murmullos y después en risas.

—Charleywood, eres un canalla —repitió—. No puedo permitir que vaya a la capilla. Bastante malo será sin agregarle esto. Tendré que decírselo.

Al recoger el reloj de la cómoda vio que eran más de las nueve.

—Maldito seas, Charleywood —dijo por última vez y partió.

Después de recorrer el pasillo, se detuvo delante de la puerta de Candy. Alcanzaba a oír voces de mujeres detrás y golpeó antes de entrar. Estaban allí dos de las amigas de Candy y la muchacha de color, Martha. Todos se quedaron mirándolo.

—¿Dónde está Candy?

—En el dormitorio. Pero no debes entrar. Trae mala suerte.

—La peor suerte del mundo —rezongó Sean y golpeó la puerta.

—¿Quién es?

—Sean.

—No puedes entrar. ¿Qué quieres?

—¿Estás vestida?

—Sí, pero no debes entrar.

Sean abrió la puerta y vio a una cantidad de mujeres alborotadas.

—Salgan. —Les dijo con voz imperiosa.— Tengo que hablar a solas con Candy.

Las mujeres salieron de prisa y Sean cerró la puerta. Candy vestía una bata. Tenía el rostro animado de expectativa. Se había recogido el pelo hacia atrás y le caía por la espalda, suave y brillante. Estaba hermosísima. Sean miró la vaporosa pila de volados de su vestido de novia extendido sobre la cama.

—Candy, traigo malas noticias. ¿Eres capaz de oírlas? —La voz de Sean era áspera y se odiaba a sí mismo por tener que hablar, además de odiar cada palabra que expresaría.

Vio cómo se marchitaba el color de las mejillas de Candy y cómo su expresión se volvía impasible, mortecina, como la de una estatua.

—Se fue —le dijo Sean—. Te ha dejado.

Candy recogió un cepillo de la mesa tocador y comenzó a pasárselo con desgano por el pelo. Reinaba un silencio total en el cuarto.

—Lo siento, Candy.

Ella hizo un gesto, sin mirarlo. En lugar de hacerlo, contemplaba el largo y solitario recorrido de su futuro. Fue peor que si hubiese llorado aquella aceptación silenciosa. Sean se rascó una aleta de la nariz. Odiaba el instante.

—Lo siento. Quisiera poder hacer algo —dijo, volviéndose hacia la puerta.

—Sean, gracias por haber venido a decírmelo. La voz de Candy era carente de toda emoción, muerta como su expresión.

—No te preocupes —dijo Sean lacónicamente.

Se dirigió entonces a Xanadu. Había ya gente congregada cerca de la marquesina levantada en el parque. Por el tono de las risas se advertía que habían comenzado a beber ya. El sol era radiante y no hacía aún mucho calor, la banda tocaba en la ancha galería de la mansión y los vestidos de las mujeres eran manchas de vivos contra el verde del césped. Las banderas que flameaban en los toldos y la hilaridad general expresaban una sola idea: "Fiesta".

Sean recorrió el sendero, levantando una mano para saludar a todos los que lo reconocían. Desde el punto ventajoso sobre el caballo, localizó a François y a Martin Curtis, con vasos en la mano, de pie cerca de la casa, conversando con dos de las muchachas de La Ópera. Entregó entonces su caballo a un caballerizo nativo y se acercó a ellos.

—Hola, patrón —dijo Curtis con una sonrisa—. Qué triste está. No es usted quien se casa. —Todos rieron.

—François y Martin, les ruego que me acompañen.

—¿Qué dificultad hay, señor Courteney? —le preguntó François, cuando se alejaron un poco.

—Terminó la fiesta —dijo Sean con mucha seriedad—. No habrá casamiento.

Los dos hombres se quedaron boquiabiertos.

—Vayan a decírselo a todos. Díganles que se les devolverán los regalos.

Dicho esto Sean se volvió para retirarse.

—¿Qué sucedió, patrón? —preguntó Curtís.

—Diga a todos, simplemente, que Candy y Duff cambiaron de parecer.

—¿Quiere que todos vuelvan a sus casas? Sean titubeó.

—¡No, qué diablos! Que se queden, que se emborrachen hasta caerse. Digan tan sólo que no habrá casamiento.

Seguidamente fue a la casa. Encontró al falso pastor esperándolo con aire aprensivo en el estudio de la planta baja. El hombre tenía la nuez de Adán enrojecida por el roce de su cuello clerical.

—No lo necesitaremos —le dijo Sean y sacando su libreta de cheques, llenó uno.

—Gracias por todo. Ahora, abandone la ciudad.

—Gracias, señor Courteney, muchísimas gracias. —El hombre parecía aliviado e hizo un ademán de dirigirse a la puerta.

—Un momento, mi amigo —lo detuvo Sean—. Si alguna vez llega a decir una palabra de lo que se planeaba hacer aquí hoy, lo mataré. ¿Está claro?

Sean pasó al salón de baile y una vez allí, puso una cantidad de libras de oro en manos del agente de policía.

—Saque a toda esta gente de aquí —señalando con un gesto de la cabeza a quienes se paseaban entre las mesas, admirando los regalos—. Y cierre las puertas.

Encontró al "cheff" en la cocina.

—Lleve afuera toda esta comida —le dijo—. Puede servirla ya. Después cierre las puertas con llave.

Recorrió la casa cerrando puertas y corriendo cortinados. Por último entró en el estudio, donde encontró a una pareja sentada en el gran sofá de cuero. El hombre había metido una mano debajo de las faldas de la muchacha y ésta reía.

—Esto no es un prostíbulo —les gritó Sean. Los dos partieron en forma precipitada. Al quedar solo, se sentó en uno de los sillones. Oía las voces y las risas afuera y la banda estaba tocando un vals de Strauss. La música lo irritó y se quedó contemplando con aire hosco la chimenea de mármol. Le dolía la cabeza otra vez y sentía la piel de la cara tensa y reseca después del libertinaje de la noche anterior.

—Qué desastre… qué desastre espantoso —dijo en voz alta. Al cabo de una hora salió y buscó su caballo. Recorrió la carretera de Pretoria hasta dejar atrás las últimas casas y se desvió luego hacia el veld. Cabalgaba entre el mar de pastos altos con el sombrero echado hacia atrás, de modo que el sol y el viento le caían en la cara. Estaba flojo sobre la montura y el caballo avanzaba a su antojo. En las últimas horas de la tarde volvió a Johannesburg y dejó su caballo con Mbejane en el establo. Se sentía mejor. El ejercicio y el aire puro lo habían despejado y contribuido a hacerle ver las cosas con una perspectiva más real. Se preparó un buen baño caliente y metido en la bañera se despojó poco a poco de los últimos vestigios de furia contra Duff. Volvía a sentirse sereno. Cuando hubo salido del baño y terminado de secarse, se puso la bata y fue al dormitorio. Halló a Candy allí, sentada en la cama.

—Hola, Sean. —La sonrisa era dura. Tenía el pelo en desorden y el rostro pálido y sin cosméticos. No se había quitado la bata que tenía aquella misma mañana.

—Hola, Candy —Sean levantó el frasco de cristal tallado lleno de loción capilar y se perfumó un poco la barba y el pelo.

—No te importa que haya venido a verte, ¿no?

—No, desde luego que no. —Sean comenzó a peinarse—. Estaba por ir a verte yo mismo.

Candy recogió las piernas, en aquella actitud que los hombres hallan imposible de imitar.

—¿Quieres darme un trago, por favor?

—Perdona. Creí que nunca bebías.

—No, hoy es un día especial —dijo con una risa forzada—. Es el día de mi casamiento. ¿No lo sabías?

Sean le sirvió coñac sin mirarla. Detestaba aquel sufrimiento y volvió a sentir una oleada de furia contra Duff. Candy tomó el vaso y bebió unos sorbos, haciendo una mueca.

—Qué gusto horrible —dijo.

—Te hará bien.

—Por la novia —dijo ella y apuró el vaso.

—¿Más?

—No, gracias. —Candy se levantó y se acercó a la ventana—. Está oscureciendo ya. Detesto la oscuridad. La oscuridad deforma las cosas. Lo que es malo durante el día resulta insoportable de noche.

—Lo siento tanto, Candy. Quisiera poder ayudarte.

De pronto Candy se volvió y una vez junto a él le rodeó el cuello con los brazos y apretó el rostro, pálido y asustado, contra el pecho de Sean.

—Sean, tenme abrazada. Tengo muchísimo miedo. Sean la retuvo con un gesto vacilante.

—No quiero pensar. Por ahora no, con esta oscuridad —susurró ella—. Ayúdame, por favor. Ayúdame a no pensar en ello.

—Me quedaré contigo. Cálmate. Ven y siéntate. Te daré más de beber.

—No, no —dijo ella. Lo apretaba en un gesto desesperado—. No quiero estar sola. No quiero pensar. Ayúdame.

—No puedo ayudarte. Me quedaré a tu lado, pero no puedo hacer más.

El enojo y la compasión se mezclaron en el interior de Sean como dos elementos contradictorios. Apretó los dedos sobre los hombros de ella hasta que llegó a sentir el hueso.

—Sí, hazme doler. Así olvidaré unos instantes. Llévame a la cama y hazme doler, Sean. Hazme doler mucho. Sean respondió, sin aliento.

—No sabes lo que dices. Estás loca.

—Es lo que quiero. Olvidar un momento. Por favor, Sean, por favor.

—No puedo. Duff es mi amigo.

—No tiene nada que ver conmigo ya, ni yo con él. Ah, qué soledad. No me dejes tú también. ¡Ayúdame, Sean, por favor!

Sean sintió que el enojo que antes había abrigado en su pecho se encendía ahora en sus muslos. También lo sintió ella.

—Por favor, Sean.

Sean la levantó en brazos y la llevó a la cama. Se quedó contemplándola mientras se arrancaba la ropa. Candy quedó tendida, esperándolo, pronta a que él llenara su vacío. Sean la tomó con violencia, sin deseo, con crueldad, en un acto prolongado hasta los límites. Para él, fue expresión de furia y de lástima, para ella, de renunciación. Y no fue suficiente una vez. Sean volvió a tomarla una y otra vez, hasta que quedaron manchas parduscas en la ropa de cama de su espalda arañada, hasta que el cuerpo de ella quedó dolorido y permanecieron entrelazados, sudorosos y agotados por la furia de su unión. Y en la quietud que siguió, Sean dijo, en voz baja:

—No sirvió para mucho, ¿no?

—Sí, sirvió.

La extenuación derribó, por fin, las vallas que contenían la pena de Candy. Abrazada siempre a él, se echó a llorar.

Afuera, un farol callejero reflejaba un cuadrado de luz plateada en el cielorraso. Sean, tendido de espaldas, lo contemplaba mientras oía los sollozos de Candy. Reconoció el instante en que alcanzaron el paroxismo y esperó hasta que poco a poco se acallasen. Después durmieron, y poco antes de amanecer despertaron a la vez, como de común acuerdo.

—Tú eres el único que puede ayudarlo ahora —le dijo Candy.

—¿Ayudarlo? ¿En qué sentido?

—En el de encontrar lo que busca, la paz, a sí mismo, lo que quieras llamarlo. Está perdido, ¿sabes, Sean? Perdido y solo, casi tan solo como yo. Yo podría haberlo ayudado. Estoy segura de ello.

—¿Duff, perdido? —dijo Sean con cinismo—. ¡Debes de estar loca!

—No seas tan ciego, Sean. No te dejes confundir por las palabras y los modales grandilocuentes. Considera las otras cosas.

—¿Qué, por ejemplo? Candy tardó en responder.

—Detestaba a su padre. ¿Lo sabías?

—Lo adiviné por lo poco que me contó.

—La forma en que se rebela contra toda disciplina. Su actitud con Hradsky, con las mujeres, con la vida. Piensa en todo ello, Sean, y dime si se comporta como un hombre feliz.

—Hradsky le jugó una mala pasada una vez. Le tiene antipatía. Sean quería defender a Duff.

—No, no. Es mucho más profundo que eso. En cierto modo, Hradsky es la imagen de su padre. Está tan destrozado por dentro, Sean, que es por ello que se aferra a ti. Tú puedes ayudarlo.

Sean se echó a reír, esta vez.

—Querida Candy, sentimos afecto mutuo y eso es todo, pero no hay elementos profundos y misteriosos en nuestra amistad. No empieces a tenerme celos.

Candy se sentó y se le cayeron las sábanas hasta la cintura. Al inclinarse ella hacia Sean, los pechos se le movieron, pesados, opulentos, de un blanco plateado en la penumbra.

—Hay fuerza en ti, Sean, una especie de seguridad y solidez de la que todavía no tienes conciencia. Duff la reconoció y también la reconocerán muchos entre quienes no son felices. Te necesita, te necesita muchísimo. Cuídalo, ya que yo no puedo cuidarlo y ayudarlo a encontrar lo que busca.

—Qué disparate, Candy —dijo Sean, incómodo.

—Prométeme que lo ayudarás.

—Es hora de que vuelvas a tu cuarto —le dijo Sean—. La gente empezará a hablar.

—Promételo, Sean.

—Muy bien, te lo prometo.

Candy se levantó de la cama y se vistió con rapidez.

—Gracias, Sean. Buenas noches.