La cena de Navidad de ese año en el hotel de Candy fue ostensiblemente mejor que la de cinco años antes. Se sentaron a la mesa setenta y cinco comensales y para las tres, cuando terminó, sólo la mitad podía tenerse de pie. Sean recurrió a la baranda para subir la escalera y llegado al piso alto, dijo a Duff y a Candy con tono solemne:
—Los quiero a los dos. Desesperadamente. Pero ahora tengo que dormir.
Allí los dejó, antes de alejarse por el pasillo, tropezando con las paredes como una bola de billar lanzada en un tiro de exhibición, hasta entrar como una bala perdida por la puerta de su cuarto.
—Será mejor que veas si está bien, Dufford.
—El caso del borracho total que cuida al borracho total —dijo Duff con voz pastosa y recurriendo a su vez a las paredes en forma sucesiva como lo hizo antes Sean al avanzar por él pasillo. Sean estaba sentado en el borde de la cama, luchando con uno de sus botines.
—¿Qué intentas hacer, chico? ¿Quebrarte un tobillo? Sean levantó los ojos y le dirigió una sonrisa beatífica.
—Entren, entren los cuatro. Bebamos algo.
—Gracias, traje mi propio trago.
Duff cerró la puerta tras de sí con aire de conspirador y sacó una botella del interior del saco.
—No me vio. No sabía que su queridito Dufford tenía una botella grande y hermosa en un bolsillo interior.
—¿Querrías ayudarme con este maldito botín? —le preguntó Sean.
—Qué buena pregunta —dijo Duff gravemente, a la vez que trataba de llegar hasta un sillón en el otro extremo del cuarto—. Me alegro de que me lo hayas pedido —dijo.
Al llegar al sillón, se dejó caer en él y añadió:
—La respuesta es, desde luego, que no, que no quiero.
Sean bajó el pie y volvió a tenderse en la cama.
—Chico, quiero hablar contigo —le dijo entonces Duff.
—Hablar no cuesta nada. Habla.
—Sean. ¿Qué opinas de Candy?
—Hermoso par de tetitas —repuso Sean.
—Sin duda, pero el hombre no vive sólo de eso.
—No, pero sospecho que cuenta con el resto de los elementos básicos —dijo Sean con aire somnoliento.
—Chico, te hablo en serio. Quiero que me ayudes. ¿Crees que hago bien…? Me refiero a este asunto de casarme.
—No sé mucho de casamientos —dijo Sean y se volvió de bruces.
—Me llama Dufford ya. ¿Lo notaste, chico? Es un mal signo, un pésimo augurio. ¿No notaste? —Duff esperó la respuesta un segundo, pero la respuesta no llegó—. Es lo que me llamaba la otra. "Dufford", me decía… me parece oírla… "Dufford, eres un cerdo".
Duff miró atentamente la cama:
—¿Me sigues? —preguntó. Silencio.
—Sean, chico, tienes que ayudarme. Sean roncaba con suavidad.
—Ah, qué borracho eres —dijo Duff con tono melancólico.