22

En el mes de octubre Xanadu estaba ya terminado. Los tres fueron allá, como lo hacían siempre, un sábado por la tarde.

—El constructor se ha retrasado sólo seis meses. Ahora dice que terminará las obras en Navidad y todavía no he juntado valor para preguntarle cuál Navidad —comentó Sean.

—Son todas las alteraciones tramadas por Candy —dijo Duff—, Ha confundido de tal modo al pobre hombre que no sabe ya si es varón o mujer.

—Si me hubiese consultado al principio, habríamos ahorrado mucho trabajo —replicó Candy.

El coche atravesó los portones de mármol y todos miraron a su alrededor. El parque estaba cubierto de césped verde y los jacarandás que bordeaban el sendero de acceso tenían la altura del hombro.

—Creo que hará honor a su nombre. Ese jardinero está trabajando muy bien —dijo Sean, satisfecho.

—No lo llames jardinero a la cara, pues tendremos que soportar una huelga. Es un horticultor —dijo Duff, sonriendo.

—Hablando de nombres —dijo Candy—, ¿no encuentran que Xanadu es un poco… un poco exótico?

—No, yo no —dijo Sean—. Yo mismo lo elegí. Pienso que es un nombre excelente.

—No tiene dignidad. ¿Por qué no llamarlo "Los Robles"?

—En primer lugar, no hay roble en setenta kilómetros a la redonda y en segundo el lugar se llama ya Xanadu.

—No te enojes. No era más que una sugerencia.

El constructor los esperaba al final del sendero y comenzaron a recorrer la casa. Esto les llevó una hora, al cabo de la cual se despidieron del hombre y salieron al jardín. Encontraron al especialista trabajando con un grupo de nativos cerca del límite norte de la propiedad.

—¿Cómo marcha todo, Joubert? —le preguntó Duff.

—No está mal, señor Charleywood, pero lleva tiempo, ¿sabe?

—Hasta ahora ha trabajado muy bien.

—Muchas gracias.

¿Cuándo comenzará a plantar mi jardín en laberinto de boj?

El horticultor miró sorprendido a Candy, abrió la boca para decir algo, volvió a cerrarla y volvió a mirarla.

—Mira, le dije a Joubert que no se molestara en hacer el laberinto.

—¿Por qué? yo quería un laberinto de boj. Desde que visité Hampton Court cuando era niño he deseado tener un jardín en forma de laberinto.

—Son absurdos —le dijo Candy—. Ocupan mucho espacio y ni siquiera son bonitos.

Sean supuso que Duff discutiría, pero se equivocó. Siguieron conversando con el horticultor y luego recorrieron el parque delante de la casa en dirección a la capilla.

—Dufford, dejé mi sombrilla en el coche. ¿Querrías traérmela? —le pidió Candy.

Cuando Duff se alejó, Candy tomó a Sean del brazo.

—Será una casa espléndida. Seremos muy felices en ella.

—¿Fijaron ya la fecha?

—Queremos que la casa esté terminada primero, para poder mudarnos a ella en cuanto nos casemos. Creo que será, más o menos, en febrero del año próximo.

Cuando llegaron a la capilla se detuvieron frente a la puerta.

—Es una iglesia encantadora —dijo Candy con voz soñadora—. Y qué buena idea tuvo Dufford. Esto de que tengamos nuestra capilla privada…

Sean se movió, inquieto.

—Sí —dijo—. Es una idea romántica. —Al mirar por sobre el hombro vio que se acercaba Duff con la sombrilla.

—Candy. Sé que no debo inmiscuirme. No sé nada de matrimonio, pero sé algo de domar caballos. Primero se los habitúa a soportar el pretal, antes de colocarles la montura.

—No te comprendo —le dijo Candy—. ¿Qué tratas de decirme?

—Nada. Olvídalo. Aquí viene Duff.

Cuando volvieron al hotel, encontraron un mensaje en la recepción, dirigido a Sean. Entraron en el salón principal y Candy se alejó a estudiar el menú para la comida. Sean abrió el sobre y leyó la nota.

Querría entrevistarlo a usted y al señor Charleywood para hablar de un asunto de suma importancia. Estaré en mi hotel después de la cena esta noche y espero que le resulte conveniente visitarme a esa hora.

N. Hradsky.

Sean pasó la nota a Duff.

—¿Qué imaginas que puede querer?

—Oyó hablar de tu habilidad mortífera para el juego de naipes. Quiere que le des lecciones —dijo Duff.

—¿Iremos?

—Sin duda. Sabes bien que no resisto la tentación de disfrutar de la compañía de Norman.

La cena fue soberbia. La centolla, servida sobre hielo, había llegado desde Ciudad del Cabo por diligencia expresa.

—Candy. Sean y yo pensamos ir a visitar a Hradsky. Puede que volvamos un poco tarde —le dijo Duff cuando terminaron de comer.

—Mientras se trate sólo de Hradsky —repuso Candy con una sonrisa—. Pero no se pierdan. Ahora tengo mis espías en La Opera.

—¿Llevaremos el coche? —preguntó Duff a Sean. Éste advirtió que el chiste de Candy no le había hecho gracia.

—Queda a unos metros solamente. Podemos muy bien caminar.

Caminaban en silencio. Sean tenía la sensación de estar digiriendo bien la cena. Dejó escapar un eructo y aspiró su cigarro. Cuando estaba casi frente al Grand National Hotel, Duff decidió hablar.

—Sean… —dijo y calló.

—¿Sí? —le instó Sean.

—En cuanto a Candy… —Volvió a callar.

—Es una mujer estupenda —lo animó Sean.

—Sí, es verdad.

—¿Es todo lo que querías decir?

—Te diré… ¡Bah! No importa. Vayamos a ver qué quieren David y Saúl.

Max los recibió en la puerta de los departamentos de Hradsky.

—Buenas noches, señores. Estoy encantado de que hayan podido venir.

—Hola, Max.

Duff pasó junto a él sin detenerse y se acercó a Hradsky, quien estaba de pie delante de la chimenea.

—¿Norman, querido amigo, cómo estás?

Hradsky lo saludó con un gesto y Duff asió las solapas del saco de Hradsky y se las alisó con cuidado. Después le quitó una supuesta mota de algo de uno de los hombros.

—Sabes vestir, Norman. ¿No estás de acuerdo en que Norman sabe vestir, Sean? No conozco a nadie más que sea capaz de ponerse un traje de veinte libras o más y darle el aspecto de una bolsa llena a medias de naranjas. —Duff dio unas palmaditas a Hradsky en el brazo, con aire afectuoso—. Sí, muchas gracias. Aceptaré un trago —dijo, y acercándose a la mesa rodante, se lo sirvió—. ¿Bien, qué pueden hacer por mí, caballeros?

Max dirigió una mirada a Hradsky y éste hizo un gesto afirmativo.

—Iré al grano de inmediato —dijo Max—. Nuestros respectivos grupos de compañías son los más importantes del Witwatersrand.

Duff dejó su vaso sobre la mesa de bebidas y la sonrisa se le borró del rostro. Sean se sentó en uno de los sillones con expresión de igual seriedad. Ambos adivinaban lo que venía.

—En el pasado —prosiguió Max— trabajamos juntos en muchas oportunidades y ambos nos beneficiamos. El paso lógico ahora es, sin duda, combinar nuestras fuerzas y recursos y trabajar juntos para adquirir mayores beneficios aún.

—¿Entiendo que nos proponen una unión?

—Ni más ni menos, señor Courteney, la unión de dos vastas empresas comerciales.

Sean se arrellanó en el sillón y comenzó a silbar bajito. Duff volvió a tomar su vaso y bebió un sorbo.

—Bien, señores, ¿qué opinan sobre el proyecto? —les preguntó Max.

—¿Tiene la propuesta formulada, Max, algo concreto que podamos considerar?

—Sí, señor Courteney, la tengo aquí. —Max se acercó al escritorio de maderas aromáticas que ocupaba un rincón del cuarto y sacó de él un manojo de papeles, que entregó a Sean. Sean lo miró rápidamente.

—Ha trabajado mucho en esto, Max. Nos llevará uno o dos días determinar con exactitud qué nos ofrecen.

—Me doy cuenta de ello, señor Courteney. Tómese todo el tiempo que quiera. Hace un mes que estamos trabajando para elaborar el plan y esperamos que nuestro esfuerzo no haya sido vano. Creo que hallará generosas nuestras condiciones.

Sean se levantó.

—Nos comunicaremos con usted dentro de unos días, Max. ¿Vamos, Duff?

Duff apuró su vaso.

—Buenas noches, Max, cuide bien a Norman. Para nosotros es un tesoro, ¿sabe?

De ahí se dirigieron a su propio edificio en Eloff Street. Sean abrió una puerta lateral, encendió las lámparas en su oficina y Duff acercó una silla al escritorio. Hacia las dos de la madrugada estaban ya al tanto de los puntos fundamentales de la oferta de Hradsky. Sean se levantó para abrir una de las ventanas, pues el ambiente estaba cargado de humo de cigarro. Cuando volvió se dejó caer en un sofá, colocándose un almohadón debajo de la nuca.

—Bien —dijo, mirando a Duff—. Veamos qué tienes que decir. Duff se golpeó un diente con un lápiz y pensó en lo que iba a decir.

—Decidamos, primero, si queremos hacer la fusión.

—Si vale la pena desde el punto de vista financiero, queremos unirnos.

—Estoy de acuerdo contigo, pero sólo si vale la pena —dijo Duff y se echó hacia atrás en su silla—. Pasemos al punto siguiente. Dime, chico, ¿qué es lo primero que te llama la atención en este esquema de Norman?

—Obtenemos títulos con nombres altisonantes y pago en efectivo, mientras que Hradsky obtiene el control sobre todo.

—Acabas de poner el dedo sobre la llaga. Norman quiere el control. Más que dinero, quiere el control para sentarse arriba de la pila, mirar desde allí a todos y decir: "Muy bien, estúpidos, ¿qué importa que tartamudee? "

Duff se puso de pie y alejándose del escritorio se detuvo delante del sofá donde estaba Sean.

—Ahora viene la pregunta siguiente. ¿Le damos ese control?

—Si paga el precio, se lo damos —repuso Sean. Duff se volvió y se acercó a la ventana abierta.

—Te diré que me gusta bastante estar arriba de la pila yo mismo —dijo con aire pensativo.

—Mira, Duff, vinimos aquí para ganar dinero. Si nos unimos con Hradsky ganaremos más aún.

—Chico, tenemos tanto ahora que podríamos llenar este cuarto hasta el techo con monedas de oro. Tenemos más de lo que podremos gastar nunca. Además, me encanta ser el jefe máximo.

—Hradsky tiene más poder que nosotros. Debemos reconocerlo. Tiene además sus intereses en diamantes, de modo que no eres jefe máximo por ahora. Si nos unimos a él seguirás no siendo jefe máximo, pero serás, en cambio, muchísimo más rico.

—Lógica inatacable —convino Duff—. Estoy de acuerdo contigo, entonces. Hradsky obtiene el control, pero paga por él. Lo pasaremos por los rodillos hasta dejarlo completamente seco.

Sean se dispuso a ponerse de pie.

—Decidido, entonces. Ahora tenemos que volver a tomar este plan, desintegrarlo y volver a armarlo conforme con nuestra conveniencia.

Duff miró su reloj.

—Son más de las dos —dijo—. Dejémoslo, por ahora, y volvamos a verlo por la mañana, cuando estemos más descansados.

Al día siguiente se hicieron llevar el almuerzo a sus oficinas y comieron sentados al escritorio. Johnson, a quien habían enviado a la Bolsa con instrucciones de vigilar los precios y avisarles si ocurría algo extraordinario, volvió después de cotizados los valores principales.

—Todo el día hubo una calma de sepulcro, señor. Circularon toda clase de rumores. Alguien dice que se vieron arder luces en esta oficina hasta las dos de la madrugada. Después, cuando ustedes no vinieron a la Bolsa y me enviaron a mí en lugar de ustedes… La verdad es, señores, que están haciendo muchas preguntas. —Aquí Johnson titubeó, pero en seguida la curiosidad lo dominó—. ¿Hay algo que pueda hacer, señor? —dijo, acercándose con cautela al escritorio.

—Creo que podemos arreglarnos, Johnson. Cierre la puerta al salir, por favor.

A las siete y media decidieron que habían trabajado ya bastante y volvieron al hotel. Cuando atravesaron el vestíbulo, Sean vio a Trevor Heyns entrando en el salón y le oyó decir:

—¡Aquí están!

Casi de inmediato, reapareció Trevor con su hermano.

—Hola, muchachos —Trevor parecía sorprendido de verlos—. ¿Qué hacen aquí?

—Vivimos aquí —le recordó Duff.

—Ah, sí, claro. Bien, vengan a beber algo con nosotros —dijo Jock con una sonrisa cordial.

—Para poder exprimirnos y descubrir qué estuvimos haciendo todo el día —dijo Duff.

Jock se mostró avergonzado.

—No sé qué quieres decir. Se me ocurrió que podríamos beber juntos. Eso es todo.

—Gracias, de todos modos, Jock. Tuvimos una jornada dura. Creo que iremos a acostarnos —dijo Duff. Estaban ya en el centro del vestíbulo cuando se volvió hacia el punto donde estaban los dos hermanos—. Les diré una cosa, muchachos —dijo en un susurro teatral—. Esto es algo muy grande. Tan grande que cuesta captarlo de inmediato. Cuando ustedes adviertan que todo el tiempo lo tuvieron debajo de las narices, se darán de puntapiés.

Dejaron entonces a los hermanos Heyns con una expresión atónita en los rostros y subieron la escalera.

—Qué maldad —dijo Sean riendo—. No dormirán en una semana.