Cuando Sean despertó al día siguiente, las manos del gran reloj de pie en su dormitorio marcaban las doce. Candy estaba en el cuarto, abriendo los cortinados y la acompañaban dos camareros, cada uno de ellos con una bandeja repleta de alimentos.
—Buenos días. ¿Cómo está hoy nuestro héroe? —dijo ella y mientras se acercaba a la cama de Sean, los dos camareros dejaron sus bandejas.
Sean parpadeó varias veces para despabilarse.
—Tengo la garganta como si terminase de desayunarme con vidrio molido.
—Es el polvo —le dijo Candy y le apoyó una mano sobre la frente. Una mano de Sean se deslizó por la espalda de ella y cuando la pellizcó, Candy lanzó un gritito. Más lejos, ya, de la cama, se frotó la nalga y le hizo una mueca.
—¡No estás nada enfermo!
—Bien. Entonces, me levantaré —dijo Sean, apartando las cobijas.
—Hasta que te haya visto el doctor, no te levantarás.
—Candy, si ese bandido pone un pie en este cuarto, le daré tantos puñetazos, que los dientes desfilarán por su persona como una tropa de soldados.
Candy se volvió hacia las bandejas con el desayuno.
—No es ése el modo de hablar con una dama. Pero no te preocupes, no se trata de Symmonds.
—¿Dónde está Duff?
—Está bañándose y después vendrá a desayunar contigo.
—Lo esperaré, pero entretanto, dame una taza de café. Sé buenita. Candy le sirvió el café.
—Tu salvaje me ha perseguido toda la mañana, pues quiere verte. Por poco no tuve que dejar una guardia armada en este cuarto para que no entrase.
Sean se echó a reír.
—¿Quieres decirle que venga, Candy? —pidió.
Candy se dirigió a la puerta y con una mano en el picaporte, dijo:
—Me encanta tenerte otra vez aquí, Sean. No volverás a cometer otra tontería, ¿no?
—Te lo prometo.
Mbejane entró muy de prisa y se detuvo junto a la cama.
—Nkosi, ¿está bien?
Sean reparó en los vendajes teñidos de tintura de yodo y en la librea granate y marrón que vestía. No respondió a esto, sino que, mirando el cielorraso, comentó:
—Envié por mi sirviente y en lugar de él, vino un mono atado a una cadena.
Mbejane se quedó inmóvil, con el rostro impasible, salvo por la expresión ofendida en sus ojos.
—Ve a buscar a mi sirviente. Lo reconocerás porque viste el traje de guerrero zulú.
Transcurrieron segundos antes de que la risa comenzase a agitar el abdomen de Mbejane y le sacudiese los hombros y arrugase las comisuras de los labios. Sin hacer ruido, se alejó y cerró la puerta tras de sí. Cuando volvió con su taparrabo, Sean le sonrió.
—¡Ah! Te veo, Mbejane.
—Y yo a usted.
Mbejane permaneció junto a la cama y conversaron. Hablaron poco del desmoronamiento y no se mencionó la parte desempeñada por Mbejane en el rescate. Entre ellos estaba sobreentendido. Las palabras podrían desvirtuarlo. Tal vez hablarían más tarde. Ahora, no.
—¿Necesitará el coche mañana? —le preguntó Mbejane.
—Sí. Ahora, vete. A comer y dormir.
Sean extendió un brazo y tocó a Mbejane apenas. Sólo aquel leve contacto físico, casi tímido. Después Mbejane se retiró.
Luego llegó Duff con su bata de seda y comieron huevos y carne asada de las bandejas. Y Duff ordenó traer una botella de vino para enjugar una vez más la boca del gusto a polvo de la mina.
—Me dicen que François sigue en los Ángeles Radiantes. Está borracho desde que salió de esa mina. Cuando esté sobrio vendrá a la oficina a cobrar lo que se le debe.
Sean se incorporó.
—¿Piensas despedirlo? —preguntó.
—Pienso mandarlo tan lejos que no volverá a tocar tierra hasta que llegue a Ciudad del Cabo.
—Pero, ¿por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué? Por haber huido. Por eso.
—Duff, estuvo ya en un desmoronamiento en Kimberley, ¿no?
—Sí.
Se fracturó las piernas, según me contaste.
Sí.
—¿Quieres que te diga una cosa? Si volviera a sucederme, también yo huiría.
Duff llenó su copa, sin responder.
—Manda a alguien a los Ángeles Radiantes. Que le digan que el alcohol es malo para el hígado. Bastará para que se ponga sobrio. Además, que a menos que esté de vuelta en el trabajo mañana, se lo descontaremos.
Duff lo miró con aire intrigado.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Cuando estaba en ese agujero tuve tiempo para pensar mucho. Decidí que para llegar a la cima no es necesario pisotear a cuantos encontramos a nuestro paso.
—Ah comprendo —le dijo Duff con su sonrisa característica—. Buena resolución. Año Nuevo en pleno agosto. Bien, estoy de acuerdo. Me preocupó u poco oírte. Creí que te había caído una roca en la cabeza. También yo hago buenas resoluciones.
—Duff, no quiero que despidas a François.
—Bien, bien. Se quedará. Si quieres, podemos inaugurar una cantina para darle sopa a los pobres en la oficina y transformar Xanadu en un asilo de ancianos.
—Ojalá revientes. Sucede que no considero necesario despedir a François. Eso es todo.
—¿Quién dice nada? Dije que estaba bien, ¿no? Tengo un gran respeto por las buenas resoluciones. Yo las hago todo el tiempo.
Duff acercó una silla a la cama.
—Da la casualidad que traje un mazo de naipes —dijo y lo sacó del bolsillo de la bata—. ¿Quieres jugar una partidita?
Sean perdió cincuenta libras antes de que lo salvase la llegada del nuevo doctor. Éste lo auscultó, dijo algo ininteligible, le miró la garganta y repitió lo mismo, escribió una receta y lo condenó a permanecer en cama el resto del día. En el momento en que partía, llegaron Jock y Trevor Heyns. Jock traía un ramo de flores, que ofreció a Sean con aire avergonzado.
A partir de entonces, el cuarto comenzó a llenarse. Llegó el resto del grupo de miembros de la Bolsa, alguien trajo un cartón de champaña y en una esquina del cuarto comenzó una partida de póker, mientras en otra, se inició un debate político.
—¿Quién imagina ser, este Kruger? ¿Dios? ¿Saben lo que dijo la última vez que fui a verlo para solicitar el voto? “Hablen, hablen! Yo tengo las armas y ustedes no”.
—¡Tres reyes… Qué cartas tienes!
—… espera y verás. Consolidated Wits. Llegará a treinta chelines hacia fin de mes.
—… y los impuestos… están por imponer otro veinte por ciento sobre la dinamita.
—… una nueva en La Ópera. Jock la tomó por la temporada. Nadie ha podido verla todavía, salvo él.
—Muy bien, ustedes dos. Basta. Si quieren pelear, salgan. Este es un cuarto de enfermo.
—Esta botella está vacía. Abre otra, Duff.
Sean perdió otras cien libras jugando contra Duff y más tarde, después de las cinco, llegó Candy. Se mostró horrorizada al ver a todos.
—¡Fuera! ¡Fuera, todos!
El cuarto se vació con la misma velocidad con que antes se había llenado y Candy se desplazó de un lado a otro, recogiendo cigarros apagados y copas vacías.
—¡Qué vándalos! Alguien me quemó un agujero en la alfombra. Y miren esto… champaña derramado sobre esta mesa.
Duff tosió y comenzó a servirse otra copa.
—¿No crees que has tomado ya bastante, Dufford?
Duff bajó la copa.
—Y es hora de que vayas a vestirte para la cena —dijo. Duff guiñó el ojo con aire culpable a Sean, pero le obedeció.
Los dos volvieron a visitarlo después de comer y tomaron un licor juntos.
—Y ahora, a dormir —ordenó Candy. Dicho esto, fue a correr los cortinados.
—Todavía es temprano —objetó Duff, pero fue inútil. Candy apagó la lámpara.
Sean no estaba cansado, pues había permanecido en la cama todo el día y ahora la mente sufría un exceso de actividad. Encendió un cigarro y lo fumó, mientras oía los ruidos de la calle bajo su ventana. No se durmió antes de la medianoche. Cuando despertó lo hizo gritando en medio de una pesadilla, pues sentía la oscuridad a su alrededor y las frazadas que lo sofocaban. Luchó hasta apartarlas y caminó a ciegas por el cuarto. Necesitaba aire y luz. Tropezó con los cortinados de terciopelo rojo y hundió la cara en ellos. Cuando se apartó, chocó con un hombro contra el marco del ventanal. Éste se abrió y Sean se encontró en el balcón, en el aire fresco y con la luna grande y amarilla en el cielo por sobre su cabeza. La respiración se le calmó, hasta volvió a respirar normalmente. Volvió a entrar en el cuarto y encendió la lámpara, antes de dirigirse al cuarto vacío de Duff. Había allí un ejemplar de Noche de Reyes en el velador y se lo llevó a su propio cuarto. Sentado junto a la lámpara, se obligó a leer, pero las palabras impresas no tenían sentido. Leyó hasta que la luz del amanecer comenzó a entrar con sus tonos grisáceos por las ventanas abiertas. Sólo entonces dejó el libro. Se afeitó, se vistió y bajó por las escaleras de servicio, saliendo luego al patio del hotel. Encontró a Mbejane en el establo.
—Ensíllame el tordillo.
—¿Adonde va, Nkosi?
—A matar a un demonio.
—En tal caso, lo acompañaré.
—No, volveré antes de mediodía.
Se dirigió a caballo a la mina Candy Deep y una vez allí, ató el caballo frente a la oficina de la administración. En la oficina había un empleado medio dormido.
—Buenos días, señor Courteney. ¿En qué puedo servirlo?
—Déme un traje de minero y un casco.
Una vez vestido fue a la entrada Número Tres. Había escarcha en el suelo y sus botas crujían sobre ella. El sol comenzaba a aparecer sobre la cresta oriental del Witwatersrand. Sean se detuvo junto al montacargas y preguntó al encargado:
—¿Bajó ya el primer turno de mineros?
—Hace media hora, señor.
El hombre estaba obviamente sorprendido de verlo.
—El turno de la noche terminó de colocar las cargas a las cinco.
—Bien. Déjeme en el decimocuarto nivel.
—El decimocuarto nivel no está en actividad, señor. No hay nadie trabajando allí.
—Lo sé.
Sean se acercó a la boca y esperó el montacargas. Entretanto, encendió su linterna y contempló el valle. El aire estaba despejado y el sol proyectaba largas sombras. Todo se destacaba con gran nitidez. Hacía muchos meses que no se levantaba tan temprano y había olvidado, casi, la frescura y el colorido del día a esa hora. Cuando el montacargas se detuvo junto a él respiró hondo y entró. Al llegar al decimocuarto nivel, salió y envió la señal de que volvieran a subir el montacargas. Estaba solo. Recorrió el túnel, acompañado sólo por el eco de sus pasos. Estaba traspirando y sentía que uno de los músculos de su rostro se movía en un tic involuntario. Al llegar a la veta, dejó la lámpara sobre una saliente rocosa, verificó si la caja de fósforos que llevaba estaba seca y apagó su lámpara. Las tinieblas lo oprimieron completamente. La primera hora fue la peor. Dos veces tuvo los fósforos en la mano, pero no los encendió. Tenía manchas de sudor en las axilas y la oscuridad le invadía la boca abierta y lo asfixiaba. Debió luchar por cada bocanada de aire, tanto para aspirarla como para expelerla. Primero regularizó la respiración y después, poco a poco, llegó a controlar su mente y supo, entonces, que había triunfado sobre su temor. Esperó otros diez minutos, respirando con calma y sentado en actitud tranquila, la espalda apoyada contra la pared del túnel. Por fin encendió su lámpara. Sonreía, mientras volvía al punto de partida del montacargas y envió la señal de que lo bajaran. Cuando subió a la superficie, salió y encendió un cigarro, arrojando el fósforo apagado dentro del pozo del montacargas.
—Te gané, agujero —dijo.
Volvió caminando despacio al edificio de la administración. Lo que no sabía entonces era que la mina Candy Deep habría de quitarle algo tan valioso como su valor y que la próxima vez, lo que le quitase no le sería devuelto. Esto, no obstante, estaba en un futuro a muchos años de distancia.