Sean salió del cuarto de bañó con la barba erizada y una toalla envuelta alrededor de la cintura. Cantaba a voz en cuello una canción del momento mientras vertía loción papilar en sus dos manos y se frotaba el pelo con ella. Duff, sentado en uno de los sillones dorados, lo contemplaba. Sean se peinó con esmero y se sonrió ante su propia imagen en el espejo.
—Qué hombre magnífico eres —dijo a la imagen.
—Estás engordando —señalo Duff entre dientes.
Sean se mostró ofendido.
—Es músculo —dijo.
—Tienes unas nalgas como las de un hipopótamo. Sean se apartó la toalla y se miró por sobre el hombro.
—Necesito un gran martillo para impulsar a un gran clavo —se defendió.
—Calla —le dijo Duff—. Tu ingenio a esta hora es tan indigesto como el cerdo en el desayuno.
Sean sacó una camisa de seda del cajón, la agitó como la capa de un torero, hizo dos pases con ella y se la colocó a la espalda en una media verónica.
—¡Ole! —dijo Duff sin mucho entusiasmo. Sean se puso los pantalones y se sentó para calzarse.
—Estás de muy buen humor esta mañana —dijo a Duff.
—¡Acabo de pasar por una tormenta emocional!
—¿Qué sucede?
—Candy quiere casarse con gran ceremonia en la iglesia.
—¿Y está mal eso?
—Por lo menos, no está bien.
—¿Por qué?
—¿Tan poca memoria tienes?
—¡Ah! Te refieres a tu otra mujer.
—Sí, a mi primera mujer.
—¿Le contaste a Candy acerca de ella?
—No, por Dios —dijo Duff, horrorizado.
—Ahora veo el problema. ¿Y el marido de Candy? ¿No sirve para igualar, las cuentas entre ustedes?
—No, ella enviudó.
—Qué conveniente. ¿Y sabe alguien que estuviste ya casado?
Duff dijo que no.
—¿Y François?
—No, nunca se lo dije.
—Bien, el problema está sólo dentro de tí. La llevas a las iglesia y te casas con ella.
Duff se mostró incómodo.
—No me importa volver a casarme en un juzgado de paz, ya que los únicos a quienes engañaría serían a un par de holandeses, pero entrar en una iglesia… —Duff volvió a agitar la cabeza.
—Yo sería el único que está enterado —le recordó Sean.
—Tú y el Jefe.
—Duff —le dijo Sean sonriendo—. ¡Duff, muchacho, tienes escrúpulos! ¡No puedo creerlo!
Duff se agitó en su asiento, lleno de malestar.
—Déjame pensar un poco —dijo Sean y se tomó la cabeza con aire teatral—. Sí, sí, ya pensé en algo. Eso es.
—Vamos, dímelo —Duff estaba en el borde de la silla.
—Ve a ver a Candy y dile que todo está arreglado, no solamente que estás dispuesto a casarte con ella, sino que, además, estás por levantar tu propia iglesia.
—Estupendo —dijo Duff con sarcasmo—. Me das la salida de todas mis dificultades.
—Déjame terminar —dijo Sean y comenzó a llenar su cigarrera—. Dile que quieres, además, una ceremonia civil. Creo que es lo que hacen los reyes. Díselo. Con eso la conquistarás.
—Sigo sin comprender.
—Entonces construyes tu propia capilla en Xanadu, encontramos un individuo de aspecto distinguido, lo vestimos con un cuello al revés y le enseñamos lo que debe decir. Con eso Candy estará feliz. Inmediatamente después de la ceremonia el hombre vuelve a Ciudad del Cabo y tú llevas a Candy al despacho del juez de paz. Con eso tú estarás feliz.
Duff lo miró con aire atónito y poco a poco apareció una inmensa sonrisa en su rostro.
—Eres un genio. Un inspirado. Sean se abotonó el chaleco.
—Encantado. Y ahora, si me perdonas, iré a trabajar un poco. Uno de los dos tiene que ganar lo suficiente como para que tú te permitas todas esas fantasías y lujos.
Se puso por fin el saco, recogió el bastón y lo agitó. El puño de oro le daba el equilibrio de un arma larga. Por otra parte, la sensación de la seda junto a la piel y el aroma de loción que lo envolvía le causaban intenso bienestar.
Bajó la escalera. Mbejane lo esperaba con el coche en el patio del hotel. Al subir Sean en él, se inclinó ligeramente bajo su peso, pero el tapizado de cuero lo acogió en su mullido interior. Encendió el primer cigarro del día y Mbejane le sonrió.
—Lo veo, Nkosi.
—Y yo a tí, Mbejane. ¿Qué es ese bulto que tienes en la cabeza?
—Nkosi, me emborraché un poco, pues de lo contrario ese mono de Basuto no habría llegado a tocarme, siquiera, con un palo de pelear.
Mbejane condujo hábilmente el coche fuera del patio y salieron a la calle.
—¿Por qué pelearon?
Mbejane se encogió de hombros.
—¿Por qué habría que tener un motivo para pelear?
—Es lo habitual.
—Tengo algo en la memoria que me dice que había una mujer.
—También eso es habitual. ¿Quién ganó?
—El hombre sangró un poco y sus amigos se lo llevaron. Cuando dejé a la mujer, sonreía en sueños.
Sean se echó a reír, a la vez que recorría con la mirada la musculosa espalda de Mbejane. La verdad era que no quedaba bien con el resto. Ojalá su secretario hubiese recordado hablar con el sastre. Se detuvieron frente a las oficinas y uno de sus empleados salió corriendo de la galería para abrirle la puerta del coche.
—Buenos días, señor Courteney.
Sean subió la escalera, precedido por el empleado, que corría como un perro de caza.
—Buenos días, señor Courteney —dijo el coro de voces respetuosas desde los escritorios que ocupaban la oficina general. Sean agitó el bastón a guisa de saludo y entró en su propio despacho. Desde su lugar arriba de la chimenea su propio retrato le sonreía. Sean le guiñó el ojo.
—¿Qué tenemos esta mañana, Johnson?
—Tres solicitudes, señor, y los cheques, y los informes de desarrollo de los ingenieros, y…
Johnson era un hombrecito de pelo grasiento que vestía un lustroso saco de alpaca. Con cada "señor" hacía una reverencia tan zalamera como el resto de su actitud. Era eficiente, y por ello Sean lo había tomado a su servicio, pero ello no quería decir que le tuviera simpatía.
—¿Le duele el estómago, Johnson?
—No, señor.
—Bien, en tal caso, párese derecho, hombre. Johnson se puso rígido.
—Ahora veamos una cosa por vez.
Sean se sentó. A esa hora del día debía trabajar intensamente y la tarea no le agradaba. Detestaba los papeles y por ello debía ocuparse de ellos poniendo la mayor concentración, controlando las largas hileras de números, tratando de relacionar nombres con fisonomías y oponiendo objeciones a las solicitudes que hallaba exorbitantes. Por fin llegaba el instante en que ponía su firma sobre el último de los renglones de líneas cortadas cuidadosamente marcados con crucecitas por Johnson.
—¿Qué más hay?
—La entrevista con el señor Maxwell, del Banco, a las doce y media, señor.
—¿Y después?
—El agente de Brooke Hermanos, a la una, y a continuación el señor McDougal. Después lo esperan en la mina Candy Deep.
—Gracias, Johnson. Estaré en la Bolsa, como de costumbre, esta mañana, si acaso surgiere algo inesperado.
—Muy bien, señor Courteney. Hay una cosa más —dijo Johnson, señalando un paquete envuelto en papel marrón sobre el sofá—. Esto, de su sastre.
—¡Ah! —dijo Sean, sonriendo—. Haga subir a mi cochero. —A los pocos minutos apareció Mbejane, llenando casi el marco de la puerta abierta.
—¿Nkosi?
—Mbejane, aquí esta tu nuevo uniforme —le dijo Sean, señalando las prendas desplegadas sobre el sofá.
Los ojos de Mbejane se posaron en el atavío granate con adornos y de pronto su expresión se volvió sombría.
—Póntelo, vamos. Veremos cómo te queda. Mbejane cruzó la habitación y tomó el saco.
—¿Todo esto es para mí? —dijo.
—Sí, vamos, póntelo.
Mbejane titubeó y muy despacio se aflojó el taparrabo. Sean lo miraba con impaciencia mientras se ajustaba los pantalones anchos y el saco. Cuando estuvo vestido, dio una vuelta alrededor de su sirviente con una expresión crítica.
—No está mal —murmuró y después, en zulú, preguntó—: ¿No es hermoso?
Mbejane agitó los hombros bajo el roce poco familiar de la tela y no repuso.
—Bien, Mbejane. ¿Te gusta?
—Cuando era niño acompañé a mi padre a vender ganado en Puerto Natal. Y había un hombre que andaba por la calle con un mono en una silla y el mono bailaba y la gente se reía y le arrojaban monedas. Ese mono tenía un traje igual a éste, Nkosi. No creo que fuese un mono feliz.
Sean se puso serio.
—¡No me digas que prefieres usar tus pieles!
—Lo que llevo es el traje de un guerrero de Zululandia. El rostro de Mbejane seguía sin expresión. Sean abrió la boca para discutir, pero antes de que pudiese hablar, perdió los estribos.
—Usarás este uniforme —vociferó—. Usarás lo que te indique y lo usarás con una sonrisa. ¿Me oyes?
—Te oigo, Nkosi —Mbejane levantó su taparrabo de colas de leopardo y salió de la oficina. Cuando Sean fue hasta el coche, Mbejane estaba en su lugar, vestido con la librea. Durante todo el camino a la Bolsa mostró una espalda rígida de rebelión y ninguno de los dos cambió una palabra. Sean dirigió una mirada furiosa al portero de la Bolsa, bebió cuatro vasos de coñac en el curso de la mañana, volvió a su oficina a mediodía, mirando con furia la espalda rígida de Mbejane durante todo el viaje, maltrató a Johnson, se mostró cortante con el gerente del Banco, humilló al representante de Brooke Hermanos y se dirigió a Candy Deep presa de una intensísima furia. Sin embargo, el silencio de Mbejane seguía siendo impenetrable y Sean no podía reiniciar la discusión sin sacrificar su amor propio. Cuando entró de pronto en el nuevo edificio administrativo de Candy Deep creó un gran malestar entre los empleados.
—¿Dónde está el señor Du Toit? —preguntó.
—Está en la galería Número Tres, señor Courteney.
—¿Qué infiernos está haciendo allá abajo? Tendría que estar esperándome aquí.
—No lo esperaba hasta dentro de una hora, señor.
—Bien, tráigame un enterizo y un casco. No se quede allí como un poste. —Después de ponerse el casco de latón y las pesadas botas de caucho partió a grandes zancadas hacia la galería Número Tres. El montacargas lo condujo con rapidez ciento veinte metros debajo de la superficie. Bajó en el décimo nivel.
—¿Dónde se encuentra el señor Du Toit? —preguntó con tono perentorio.
—Está junto a la veta, señor.
El piso de la galería era desigual y barroso. Al emprender Sean la marcha por el túnel, las botas hacían un ruido característico. Su linterna reflejaba sobre las paredes de roca una luz blanca y sin matices y comenzó a traspirar. Dos mineros nativos que empujaban una vagoneta por los rieles lo obligaron a apretarse contra uno de los muros y mientras esperaba, buscó a tientas su cigarrera. Al sacarla, se le deslizó y se le cayó en el barro. Había pasado ya la vagoneta, de modo que se inclinó para recoger la cigarrera. Su oreja quedó casi junto a la pared y de pronto una expresión de curiosidad reemplazó la anterior de intenso fastidio. La roca chirriaba. Apoyó bien la oreja contra ella. Era como si alguien estuviese haciendo rechinar los dientes. Mientras escuchaba, trató de establecer la causa. No era el eco de las palas ni de los taladros, ni tampoco del agua. Recorrió unos diez metros más del túnel y volvió a escuchar. El ruido no era tan fuerte en ese punto, pero en cambio era jalonado por otro periódico, el ruido metálico de una hoja de cuchillo al quebrarse. No estaba ya de mal humor, pues el nuevo problema le llenaba de preocupación. Extraño, muy extraño. Nunca había oído nada semejante. Antes de que llegase hasta la veta, le salió al encuentro François.
—Hola señor Courteney. —Hacía mucho que Sean había renunciado a lograr que Du Toit lo llamase de otro modo—. Gott, lamento no haber estado arriba para recibirlo. Pensé que vendría a las tres.
—No importa, François. ¿Cómo está?
—El reumatismo me atormenta señor Courteney, pero en otros sentidos, estoy muy bien. ¿Cómo está el señor Charleywood?
—Está muy bien —Sean no pudo contener ya más la curiosidad—. Dígame, Franz, acabo de apoyar la oreja contra una pared del túnel y oí un ruido raro. No pude identificarlo.
—¿Qué clase de ruido?
—Una especie de chirrido, como si estuviesen moliendo —Sean buscaba las palabras para describirlo mejor—… como si estuviesen frotando dos trozos de vidrio.
Los ojos de François se abrieron desmesuradamente y por poco no se le salieron de las órbitas Su rostro tenía un tinte grisáceo. Tomando a Sean de un brazo, preguntó:
—¿Dónde?
—Más allá, en el túnel.
François tenía dificultades para respirar y luchó por hablar en medio de su jadeo, mientras agitaba el brazo de Sean.
—¡Derrumbe! —dijo con voz ronca—. ¡Derrumbe!
Se echó a correr, pero Sean lo detuvo. François trató de soltarse.
—¿François, cuántos hombres hay en la veta?
—Derrumbe. —La voz de François era un chillido histérico—. ¡Derrumbe!
Por fin logró librarse de la mano de Sean y salió corriendo hacia el montacargas, mientras el barro saltaba al paso de sus botas de caucho. El terror del hombre contagió a Sean y le hizo correr detrás de François antes de pensar en detenerse. Durante segundos preciosos titubeó. El terror se le deslizaba como un reptil en el estómago. Volver a llamar a los otros y tal vez morir con ellos, o bien seguir a François y vivir. En aquel instante el temor en sus entrañas halló un contrincante, algo igualmente resbaloso y helado: vergüenza de sí mismo. Fue la vergüenza la que lo impulsó a volver hacia la veta. Había allí cinco nativos y un blanco, con el pecho desnudo y brillante de sudor. Sean les gritó aquella palabra y todos reaccionaron como suelen hacerlo los bañistas en una playa cuando alguien grita " ¡Tiburón! " El mismo instante de terror paralizante, seguido por el pánico. Echaron todos a correr como una tropilla enloquecida a lo largo del túnel. Sean corría con ellos, con las botas pegándose en el barro. Tenía las piernas débiles a causa de la vida muelle que había llevado en los últimos tiempos al trasladarse a todas partes en coche. Uno por uno pasaron delante de él.
"Espérenme", quería gritar. "Espérenme". Resbaló en el piso y se raspó un hombro contra la pared áspera al caer, pero volvió a levantarse, la barba llena de barro, la sangre agolpada en los oídos. Corría ahora solo por el túnel. Con el ruido de un latigazo, o un disparo, una de las gruesas vigas se quebró bajo el movimiento de la roca y el polvo se levantó como una humareda delante de él. Siguió avanzando, trastabillando repetidamente, y todo a su alrededor, la tierra hablaba, gemía, chisporroteaba y se quebraba. Las vigas le hicieron coro, rajándose, quebrándose. Lentamente, como el telón de un escenario, la roca descendía arriba de su cabeza. El túnel estaba espeso de polvo que oscurecía los rayos de su lámpara y le lastimaba la garganta. Supo entonces que no llegaría, pero siguió corriendo bajo una lluvia de roca desprendida. Un trozo le golpeó el casco y lo sacudió tanto que por poco no cayó. Enceguecido por el polvo en movimiento, chocó con violencia contra la vagoneta que obstruía el túnel y cayó tendido sobre el cuerpo metálico con ambos muslos lastimados por el choque.
"El fin", se dijo, pero instintivamente volvió a incorporarse y trató de sortear a tientas la vagoneta. Con un rugido, el túnel delante de él se derrumbó. De rodillas, se metió debajo de la pesada vagoneta un instante antes de que el techo del túnel se desmoronase a su vez. El ruido de todo lo que caía a su alrededor le pareció interminable, pero cuando cesó, el susurro de roce de piedras resultó casi un silencio, en comparación. Había perdido la linterna y las tinieblas eran totales, a medida que la tierra lo presionaba debajo de su diminuto refugio. El aire seguía cargado de polvo y comenzó a toser hasta que el pecho le dolió y sintió el sabor salado de la sangre en la boca. Apenas tenía lugar para moverse, pues el fondo de la vagoneta estaba a unos quince centímetros de su cuerpo, pero mediante un gran esfuerzo, logró abrirse el frente del enterizo y desgarrar un trozo de los faldones de su camisa. Como si fuera una máscara quirúrgica, la mantuvo apretada contra la nariz y la boca, de tal manera que actuase como filtro y le permitiese respirar. El polvo se depositó poco a poco. Por fin dejó de toser. Estaba sorprendido de estar con vida y con mucha cautela comenzó a explorar en torno de sí. Intentó estirar las piernas, pero tocó la roca con los pies. Al levantar las manos, comprobó que tenía un espacio de unos doce centímetros sobre la cabeza y otro tanto, quizá, en cada lado, mientras que estaba en un lecho de barro tibio detrás del cual había roca y acero. Se quitó el casco y lo utilizó como almohada. Estaba en un ataúd de acero, enterrado a más de cien metros de profundidad. Por primera vez se sintió tembloroso de pánico. Debía mantener la mente ocupada, pensar en algo todo el tiempo, en cualquier cosa, salvo la roca que lo rodeaba. Podría contar sus riquezas en el lugar donde estaba. Comenzó a buscar en los bolsillos, moviéndose con dificultad en el apretado espacio.
—Una cigarrera de plata con dos habanos. —La puso junto a él.
—Una caja de fósforos, mojada. —La dejó sobre la cigarrera.
—Un reloj de bolsillo.
—Un pañuelo de hilo de Irlanda con monograma.
—Un peine de carey. Al hombre lo juzgan por su aspecto. —Comenzó a peinarse la barba, pero de inmediato se le ocurrió que si bien esto ocupaba las manos, le dejaba la mente ociosa. Puso, entonces, el peine junto a los fósforos.
—Veinticinco libras en monedas de oro. —Las contó con cuidado—. Sí, veinticinco. Pediré una botella de buen champaña. —Sentía el polvo como tiza en la boca, de modo que prosiguió de prisa—. Y una malaya de La Ópera. No, por qué mezquino… diez chicas malayas. Les diré que bailen para mí. Así pasará el tiempo. Les prometeré una libra de oro a cada una para despertarles el entusiasmo.
Siguió buscando, pero no halló nada más.
—Botas de caucho, medias, pantalones bien cortados, camisa, algo rota, me temo, enterizo, casco de latón y eso es todo.
Con todas sus posesiones dispuestas con gran minuciosidad a su lado en la celda, debía comenzar a pensar en serio. Primero pensó en su sed. El lodo era demasiado espeso para que fuera posible sacar agua de él. Trató de pasarlo a través de la camisa, sin conseguirlo. Después pensó en aire. Daba la sensación de haber aún aire, por lo cual decidió que se filtraba en cantidad suficiente por la roca suelta a su alrededor como para permitirle respirar.
Como para permitirle vivir… hasta morir de sed. Hasta morir encorvado como un feto en el tibio claustro. De nuevo rió, síntoma que reconoció como de pánico incipiente y por ello se apretó un puño contra la boca para contenerse y se mordió los nudillos. Reinaba un gran silencio, pues la roca había dejado de moverse.
—¿Cuánto tiempo llevará? Dígame, doctor, ¿cuánto tiempo tengo?
—La verdad es que está sudando. Se deshidratará con gran rapidez. Yo diría que cuatro días —se repuso a sí mismo.
—¿Y el hambre, doctor?
—No, no se preocupe por eso, sentirá hambre, desde luego, pero lo que lo matará es la sed.
—¿Y la tifoidea, o el tifus? Nunca recuerdo cuál de las dos es. ¿Y esto, doctor?
—Si hubiese cadáveres aprisionados aquí con usted, tendría bastantes probabilidades de contraerlo, pero le recuerdo que está solo.
—¿Cree que perderé la razón, doctor? ¿Quiero decir, no ya mismo, sino en poco tiempo?
—Sí, la perderá.
—Nunca estuve loco antes, por lo menos, que yo sepa, pero creo que me ayudará perder la razón, ¿no?
—Si quiere decir que sufrirá menos, debo decirle que no lo sé.
—Ah, ahora no se explica con claridad. Sin embargo, lo sigo. ¿Quiere decir que en el delirio de la locura tendré pesadillas? ¿O bien que la locura será más real que la realidad? ¿Quiere decir que morir en plena locura será mejor que morir de sed? Pero, puede que domine a mi locura. Puede que esta vagoneta se doble bajo el peso de la roca. Después de todo, tiene que estar soportando una presión de toneladas de roca. Qué inteligente soy, ¿eh, doctor? Por la profesión que tiene debe de reconocerlo. La madre Tierra se había salvado pero, en cambio, su hijo había nacido muerto, porque ella hizo demasiada fuerza.
Sean había dicho todo esto en voz alta y al hacer el último juicio se sintió avergonzado. Levantó entonces, un trozo de roca y golpeó la vagoneta. Sonaba firme. Ruido grato. Repitió los golpes en el metal. Uno, dos, tres, uno, dos tres. Dejó caer la piedra. Tenue como un eco, lejano como la luna, oyó la repetición de los golpes. Al oír esto, todo el cuerpo se le puso rígido y se estremeció de expectativa. Tomó la piedra otra vez y golpeó. La respuesta fue tres golpes.
Mbejane esperó hasta que Sean hubo desaparecido por el Túnel Número Tres antes de quitarse el flamante saco. Lo dobló con gran cuidado en el asiento junto a él. Sentado allí, disfrutaba de la caricia del sol en la piel desnuda. Seguidamente bajó del coche y se acercó a los caballos. Los llevó uno por uno al bebedero y volvió a ensillarlos, dejando flojos los arneses. Levantó luego sus lanzas del piso y atravesó el cantero de césped junto a la administración. Allí se sentó y comenzó a afilar la punta de la lanza, canturreando bajo mientras trabajaba. Por fin pasó un pulgar experimentado por los dos filos, se afeitó unos pocos pelos del brazo y con una sonrisa satisfecha, dejó las lanzas junto a sí sobre el pasto. Tendido al sol, comenzó a dormitar.
Lo despertaron los gritos. Se incorporó bruscamente y verificó la posición del sol. Había dormido una hora, o quizá más. Duff estaba gritando y François, salpicado de barro y con expresión de pánico, le respondía. Estaban ambos delante del edificio de la administración. El caballo de Duff sudaba. Mbejane se levantó y se acercó a ellos. Escuchó con atención, tratando de comprender lo que decían con voces cortantes. Hablaban demasiado rápido, no obstante, y aunque sabía que pasaba algo, no sabía qué.
—Se desmoronó casi hasta el punto de descenso del montacargas Número Diez —dijo François.
—Lo dejaste allá —lo acusó Duff.
—Creí que me seguía, pero volvió.
—¿Para qué? ¿Para qué volvió?
—Para avisar a los otros…
—¿Empezaron a despejar el pasaje?
—No, estábamos esperándolo.
—Estúpido, idiota, puede estar vivo allá, abajo… cada minuto es precioso.
—Pero no tiene ninguna probabilidad, señor Charleywood, tiene que haber muerto.
—Cállate, ¿quieres?
Duff se apartó de él furioso y echó a correr hacia el pasaje vertical. Había gente congregada alrededor de la alta estructura de acero del montacargas y de pronto, Mbejane supo que se trataba de Sean. Alcanzó a Duff antes de que éste llegase al boquete.
—¿Es el Nkosi?
—Sí.
—¿Qué sucedió?
—Se le desmoronó la roca encima.
Mbejane se abrió paso hacia el montacargas y ninguno de los dos habló mientras bajaron hasta el décimo nivel. Se internaron en el túnel, pero no pudieron recorrer mucho trecho. Había allí hombres con barras y palas en actitud indecisa, aguardando órdenes. Mbejane se abrió paso entre ellos a empellones. Estaba junto a Duff, delante de una nueva muralla de roca desmoronada que sellaba el túnel y el silencio era interminable. Entonces Duff se volvió al capataz de turno, que estaba pálido como un muerto.
—¿Estaba en la veta?
—Sí.
—Volvió para avisarle, ¿no?
—Sí.
—¿Y ustedes lo dejaron allí? El hombre no osó mirar a Duff.
—Creíamos que nos seguía —murmuró.
—Creíste que debías salvar tu propio pellejo —le dijo Duff—. Cobarde, canalla…
Mbejane lo asió de un brazo. Duff calló. Entonces lo oyeron todos. Clic, clic, clic.
—Es él, tiene que ser él —susurró Duff—. ¡Está vivo! —Arrebató entonces una barra a uno de los mineros y golpeó tres veces con ella la pared del túnel. Esperaron, sin que se oyese otra cosa que la respiración de todos, hasta que les llegó la respuesta, esta vez más fuerte y clara que la anterior. Mbejane le quitó la barra a Duff. Cuando la introdujo en una de las grietas de las rocas amontonadas todos vieron cómo se le arqueaban los músculos de la espalda al empujar. La barra se dobló como si fuera de caucho. Mbejane la arrojó a un lado y atacó la piedra con las dos manos…
—¡Usted! —ordenó Duff, dirigiéndose al capataz—. Necesitamos vigas para apuntalar las piedras a medida que despejemos el túnel. Tráigalas. —Volviéndose hacia los nativos, dijo—: Cuatro de ustedes, a trabajar al mismo tiempo sobre la pared. El resto, a llevarse la piedra desprendida a medida que la aflojemos.
—¿Quiere dinamita? —preguntó el capataz.
—¿Para provocar otro derrumbe? Piensa con la cabeza, hombre. Ve a traer esas vigas y llama al señor Du Toit cuando estés en la superficie.
En cuatro horas despejaron cinco metros de túnel, rompiendo los fragmentos más grandes con grandes mazas y apartando los desprendidos. A Duff le dolía el cuerpo y tenía las manos desolladas. Sintió necesidad de descansar y se dirigió a la salida del montacargas, donde encontró frazadas y un enorme recipiente lleno de sopa.
—¿De dónde salió esto?
—Del hotel de Candy, señor. La mitad de Johannesburg espera a la salida del montacargas.
Envuelto en una frazada, Duff tomó un poco de sopa.
—¿Dónde está Du Toit? —preguntó.
—No pude encontrarlo, señor.
Junto a la veta, Mbejane seguía trabajando. Los primeros cuatro nativos subieron a descansar y los reemplazaron otros. Mbejane los dirigía, gruñendo una orden de vez en cuando, pero economizando sus fuerzas para el asalto final a la roca. Durante una hora Duff descansó y cuando volvió al fondo del túnel, Mbejane estaba aún allí. Duff vio cómo rodeaba con los brazos un trozo de piedra del tamaño de una barrica de cerveza, afianzando bien las piernas en el suelo, y la arrancaba de donde estaba encajada. Detrás de ella cayeron tierra suelta y roca que enterraron a Mbejane hasta las rodillas. Duff corrió a ayudarlo.
Al cabo de dos horas Duff debió descansar otra vez. En este oportunidad hizo que Mbejane saliera con él, le dio una frazada y lo obligó a tomar algo de sopa. Ambos permanecieron sentados el uno al lado del otro, con la espalda apoyada contra la pared rocosa y cubiertos con las frazadas. El capataz llegó a poco y dijo a Duff:
—La señora Rautenbach le envió esto, señor. Era media botella de coñac.
—Dígale que se lo agradezco.
Duff arrancó el corcho con los dientes y bebió dos tragos. Se le saltaron las lágrimas. Seguidamente pasó la botella a Mbejane.
—No es conveniente —titubeó Mbejane.
—Bebe.
Mbejane bebió, enjugó el gollete de la botella cuidadosamente con su frazada y se la devolvió a Duff, quien volvió a beber y se la ofreció otra vez. Mbejane rechazó la invitación.
—Un poco es fuerza, demasiado es debilidad. Hay trabajo que hacer ahora.
Duff tapó la botella.
—¿Cuánto falta para que lleguemos? —preguntó Mbejane.
—Otro día, tal vez, dos.
—Un hombre puede morirse en dos días —murmuró el zulú.
—No cuando se tiene un cuerpo de toro y un genio del diablo —lo tranquilizó Duff. Mbejane sonrió y Duff siguió buscando las pocas palabras de zulú que sabía.
—¿Lo quieres, Mbejane?
—Esa es una palabra para mujeres.
Mbejane se estudió un pulgar. Se le había separado una uña y la tenía levantada como una losa de tumba. Mbejane la apretó entre los dientes, se la arrancó y la escupió lejos, sobre el sendero del túnel. Al verlo, Duff se estremeció.
—Esos monigotes no trabajarán, a menos que los empujemos.
Mbejane se levantó.
—¿Descansó ya?
—Sí —mintió Duff y ambos volvieron a la veta.
Sean estaba tendido en el barro con la cabeza apoyada en la dura almohada del casco. La oscuridad era tan intensa y cerrada como la roca que lo rodeaba. Trató de imaginar dónde comenzaba una y terminaba la otra. Al hacer esto, evitaba sentir, tan intensamente la sed. Oía el ruido de los martillos sobre la roca y el de los fragmentos al caer, pero no parecían más cercanos. Tenía entumecido todo el costado del cuerpo, pero no podía volverse, pues las rodillas chocaban contra el fondo de la vagoneta y, además, el aire comenzaba a enrarecerse. Le dolía la cabeza. Volvió a moverse, inquieto, hasta que rozó con la mano la pila de libras de oro. Las golpeó, entonces, hasta desparramarlas en el barro. Eran el cebo que lo habían hecho caer en esta trampa. Ahora daría ese dinero y todos los millones ajenos, sólo por sentir el viento en la barba y el sol en la cara. La oscuridad se le pegaba, espesa y viscosa como melaza negra. Daba la sensación de llenarle la nariz, la garganta y los ojos, de asfixiarlo. Buscó a tientas y encontró la caja de fósforos. Por unos segundos de luz consumiría todo el oxígeno precioso contenido en el túnel. No habría hallado mal el cambio, pero la caja estaba empapada. Intentó encender un fósforo tras otro, pero las cabezas mojadas se desintegraban sin una chispa, hasta que por fin arrojó lejos la caja y apretó bien los párpados para alejar a la oscuridad.
Delante de los ojos cerrados se le formaban brillantes diseños de colores, que se movían y se reorganizaban, hasta que de pronto, y con mucha claridad compusieron la cara de Garrick. Hacía meses que no pensaba en su familia, por haber estado absorto en la tarea de recoger su tesoro. En aquel momento, en cambio, los recuerdos se agolparon en su mente. Había mucho que no recordaba. Todo había perdido importancia comparado con el poder y el oro, hasta la vida, la vida de hombres como él.
El ruido de los martillos irrumpió de pronto en sus pensamientos. En el otro lado del túnel había hombres que trataban de salvarlo, que se abrían camino a través de la traicionera pila de rocas, que podría volver a derrumbarse en cualquier instante. La gente valía más que el maldito metal, que los disquitos de oro diseminados junto a él, mientras los hombres luchaban por salvarlo.
Pensó en Garrick, lisiado por su propia negligencia con la escopeta, padre del bastardo que él había engendrado, en Ada, a quien dejó sin un adiós, en Karl Lochtkamper con la pistola en la mano y la mitad de la cabeza desparramada en el piso de su habitación. Pensó, en otros hombres anónimos, muertos o arruinados por su culpa.
Sean se lamió los labios resecos, mientras escuchaba el ruido de los martillos. Tenía la seguridad de que estaba ya cerca.
—Si llego a salir con vida de aquí, juro que cambiaré.
Mbejane descansó cuatro horas en las treinta y seis subsiguientes. Duff veía cómo se le derretía la carne. Está matándose. Duff estaba agotado. No podía trabajar ya con las manos, pero dirigía a los equipos que estaban apuntalando el túnel despejado. La segunda noche tenían despejados unos treinta metros. Duff lo midió con sus pasos y cuando llegó a la veta, dijo a Mbejane:
—¿Cuánto hace que le mandaste la última señal?
Mbejane retrocedió con una maza en las manos destrozadas. El mango estaba pegajoso y pardusco de sangre.
—Hace una hora y aun entonces sonaba como si nos separase la longitud de una lanza.
Duff tomó una barra de manos de otro nativo y golpeó repetidamente la roca. La respuesta les llegó de inmediato.
—Está golpeando algo hecho de hierro —dijo Duff—. Se diría que está a unos pocos centímetros. Mbejane, que trabajen estos otros hombres. Si quieres, mira, pero debes descansar ahora mismo.
Por toda respuesta Mbejane levantó el martillo y lo golpeó contra la veta. La roca se resquebrajó y dos de los nativos se acercaron y la aflojaron con sus barras. En el fondo del agujero que quedó en la pared, alcanzaron a ver una esquina de la vagoneta. Todos se quedaron mirándola, entonces Duff llamó a gritos:
—¿Sean, Sean, me oyes?
—Deja de hablar y sácame de aquí. —La voz de Sean era ronca a causa de la sed y del polvo, además de oírse amortiguada por la roca que lo encerraba.
—Está debajo de la vagoneta.
—Es él.
—¿Nkosi, está bien?
—Lo encontramos.
Los gritos fueron oídos por los hombres que trabajaban detrás, en el túnel, hasta que la noticia llegó a los que esperaban junto a la salida del montacargas.
—Lo encontraron, lo encontraron.
Duff y Mbejane saltaron casi juntos, olvidado todo el agotamiento que habían sentido hasta entonces. Apartaron los últimos trozos de roca y con los hombros casi tocándose se arrodillaron para mirar debajo de la vagoneta.
—Nkosi, te veo.
—Yo también te veo, Mbejane. ¿Por qué tardaron tanto?
—Nkosi, había unas cuantas piedritas en el camino. Mbejane extendió los brazos debajo de la vagoneta y asiendo a Sean por debajo de los brazos lo arrastró hacia afuera.
—Qué lugar infernal para dormir la siesta, chico. ¿Cómo te sientes?
—Dame un poco de agua y me sentiré bien.
—Agua. Traigan agua —gritó Duff.
Sean la apuró, tratando de beberse todo el jarro de un sorbo. Entonces tosió y el agua le brotó por la nariz.
—Tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Duff, palmeándole la espalda. Sean bebió entonces el segundo jarro algo más despacio y terminó jadeante a causa del esfuerzo.
—Exquisita.
—Vamos, tenemos un médico arriba —dijo Duff y le puso una frazada sobre los hombros. Mbejane lo alzó en brazos.
—Bájame, tonto. ¡No me he olvidado de caminar!
Mbejane lo depositó en el suelo con gran suavidad, pero las piernas de Sean se doblaron como las de un convaleciente al levantarse después de largo tiempo de haber estado en cama. Aferró entonces a Mbejane de un brazo y éste volvió a levantarlo y lo llevó hasta el montacargas. Por fin subieron a la superficie.
—¡Qué luna! ¡Y las estrellas! ¡Ah, qué hermosas son!
El tono de Sean era maravillado. Aspiraba el aire de la noche con toda la fuerza de los pulmones, pero resultó excesivo para sus fuerzas y le provocó un ataque de tos. En la salida de la mina había mucha gente esperándolo, y todos se agruparon a su alrededor en cuanto salió del montacargas.
—¿Cómo está?
—¿Estás bien, Sean?
—El doctor Symmonds te espera en la oficina.
—Rápido, Mbejane —dijo Duff—. No dejes que tome frío.
Flanqueado por los dos hombres, fue conducido a la administración y allí lo colocaron sobre un diván en la oficina de François. Symmonds lo examinó, le miró la garganta y le tomó el pulso.
—¿Tienen un coche cerrado aquí?
—Sí —repuso Duff.
—Bien, envuélvanlo y llévenlo a casa a acostarse. Con el polvo y el aire viciado que respiró hay un gran peligro de que sufra neumonía. Volveré con ustedes y dejaré como indicación un sedante.
—No lo necesitaré, doctor —dijo Sean, sonriendo.
—Creo saber qué es lo mejor para usted, señor Courteney.
El doctor Symmonds era un hombre joven, el médico de moda entre el sector adinerado de Johannesburg y tomaba su profesión con gran seriedad.
—Vamos, si me permite, debemos llevarlo hasta su hotel —manifestó, guardando al mismo tiempo sus instrumentos en el maletín.
—El médico es usted —admitió Sean—, pero antes de partir quiero que le examine las manos a mi sirviente, pues están deshechas. Apenas les queda carne en las palmas.
El doctor no levantó los ojos del maletín.
—No atiendo a cafres, señor Courteney. Estoy seguro de que encontrará a algún otro médico tan pronto como volvamos a la ciudad.
Sean se levantó muy despacio y la frazada se le deslizó de los hombros. Se aproximó entonces al doctor Symmonds y, aferrándolo de la garganta, lo empujó contra la pared. El doctor tenía un hermoso par de bigotes engomados y Sean tomó uno de ellos con el pulgar y el índice de la mano libre. Se lo arrancó como quien despluma un pollo muerto y el doctor Symmonds lanzó un chillido.
—Desde este momento, doctor, usted atiende a cafres —le dijo. Tomó el pañuelo del bolsillo de Symmonds y con él secó cuidadosamente las gotitas de sangre de la parte superior del labio del doctor.
—Vamos, sea buenito. Atienda a mi sirviente.