Fueron a las carreras de Milnerton, Candy con un sombrero lleno de plumas de avestruz, Sean y Duff, con galeras de fieltro gris y bastones con puño de oro.
—Puedes pagarte el traje de novia apostando cincuenta libras de oro a Trade Wind. No puede perder —dijo Duff a Candy.
—¿Y la yegua nueva del señor Hradsky? Oí decir que tiene muchas probabilidades de ganar —observó Candy, pero Duff frunció el ceño.
—¿Quieres pasarte al enemigo?
—Pensé que tú y Hradsky eran socios —dijo Candy, haciendo girar su sombrilla—. Por los rumores que me llegan, trabajas con él todo el tiempo.
Mbejane disminuyó la velocidad del coche cuando llegaron junto a la gran cantidad de gente de a pie, y en coches, junto a los portones del Club del Turf.
—Bien, te equivocas en los dos casos. Su Sun Dancer jamás alcanzará a Trade Wind en carreras de larga distancia, pues tiene piernas demasiado frágiles. Yegua afrancesada, con sangre de hugonotes. Decaerá antes de cubrir dos kilómetros. En cuanto a que Hradsky sea nuestro socio, de vez en cuando le arrojamos algún hueso. ¿No es verdad, Sean?
Sean estaba contemplando la espalda de Mbejane. El zulú, con su taparrabo habitual y sus lanzas cuidadosamente dispuestas a sus pies, manejaba los caballos con la familiaridad de una larga experiencia. Los animales echaban las orejas hacia atrás para oírle la voz, profunda y suave, cuando les indicaba algo.
—¿No es verdad, Sean? —repitió Duff.
—Claro —dijo Sean con aire distraído—. Mira… Creo que le compraré una librea a Mbejane. Queda fuera de lugar con esas pieles.
—Te diré que algunos de los animales de la misma cabaña fueron muy durables. Sun Honey ganó el Derby del Cabo dos veces y Eclipse dio muestras de sus antecedentes ingleses en el Handicap Metropolitano el año pasado —convino Candy.
—Ah —dijo Duff con aire condescendiente—, pero puedes creer en mi palabra cuando te digo que Trade Wind hará la carrera al paso hoy y estará de regreso en su establo antes de que Sun Dancer haya visto, siquiera, el poste de llegada.
—Granate y oro. Los mismos que nuestros propios colores —dijo Sean, pensativo—. Quedaría muy bien con su piel negra y quizás convendría agregar un turbante con una pluma de avestruz.
—¿De qué diablos estás hablando? —le preguntó Duff.
—De la librea de Mbejane.
Bajaron del coche frente al sector reservado y pasaron por la tribuna de socios. Candy marchaba con paso elegante entre sus dos acompañantes.
—Duff, tenemos con nosotros a la mujer más bonita de todas.
—Gracias —dijo Candy, sonriendo a Sean.
—¿Será por eso que tratas de mirar por el interior de su escote? —quiso saber Duff.
—Qué asqueroso eres —dijo Sean, escandalizado.
—No lo niegues —dijo Candy, siguiendo la broma—, pero te diré que lo encuentro muy halagador. No me molesta. Mira no más.
Avanzaron entre la multitud de atavíos con colores de ala de mariposa y de duros trajes masculinos. Los seguía una ola de saludos.
—Buenos días, señor Courteney. —El acento caía sobre "señor".—¿Cómo marchará su Trade Wind en la carrera principal?
—Puede apostarle hasta los pantalones.
—Hola, Duff, te felicito por tu compromiso.
—Gracias, Jock, sería hora ya que te lances a lo mismo.
Eran ricos, jóvenes, apuestos y el mundo los admiraba. Sean se sentía satisfecho, del brazo de una mujer bonita y con un amigo del otro lado.
—Allí esta Hradsky. Vamos a verlo y a divertirnos con un ejercicio de gritos para llamar cerdos —propuso Duff.
—¿Por qué lo odias tanto? —le preguntó Candy en voz baja.
—Míralo y tendrás tu propia respuesta. ¿Alguna vez viste un ser más pomposo, lúgubre y antipático?
—Ah, déjalo tranquilo, Duff. No arruines el día. Bajemos al paddock.
—¡Vamos! —Duff los llevó hasta donde estaban Hradsky y Max, solos junto a la barandilla de la pista.
—Shalom, Norman y paz también para ti, Max. Hradsky respondió con un gesto y Max repuso con aire triste. Cuando parpadeaba, las pestañas le tocaban las mejillas.
—Noté que estaban ustedes charlando aquí y se me ocurrió venir a escuchar ese diálogo chispeante.
Como no obtuvo respuesta, prosiguió:
—Vi a tu nueva yegua entrenándose en la pista ayer por la noche y me dije: Norman tiene novia. Es eso. Le compró un animalito de montar a su amiga. Y ahora me dicen que piensas hacerla correr. Ah, Norman, por qué no me consultas antes de hacer estas tonterías. Eres un diablo, un impetuoso, a veces.
—El señor Hradsky confía en que Sun Dancer tenga una "performance" aceptable hoy —murmuró Max.
—Estaba por proponerte una apuesta extraoficial, pero como tengo buen corazón, encuentro que sería aprovecharme de ti.
Había un grupo congregado alrededor de ellos, escuchando con aire de expectativa. Candy tiró del codo a Duff y trató de Llevárselo.
—Se me ocurrió que Norman aceptaría apostar quinientas libras —dijo Duff, encogiéndose de hombros—, pero no importa. Dejémoslo.
Hradsky hizo un gesto vehemente con las manos y Max lo interpretó sin dificultad.
—El señor Hradsky propone mil libras —dijo.
—Qué osadía, Norman, qué osadía —comentó Duff, suspirando—. Pero supongo que debo complacerte y aceptarla.
Se dirigieron entonces al pabellón restaurante. Candy guardó silencio unos minutos, pero luego dijo:
—Un enemigo como el señor Hradsky es un lujo que ni aun ustedes, príncipes, pueden permitirse. ¿Por qué no lo dejan tranquilo?
—Es un pasatiempo de Duff —le explicó Sean cuando ocuparon una de las mesas—. ¡Camarero! Una botella de Pol Roger.
Antes del comienzo de la carrera principal se dirigieron al paddock. Les abrió la puerta de mimbre un empleado y se encontraron delante del círculo de caballos que se exhiben allí. Les salió al encuentro un enano que vestía los colores granate y oro y que se tocó la visera de la gorra mientras con la otra mano jugueteaba con el rebenque.
—Parece estar muy bien esta mañana, señor —dijo, señalando a Trade Wind. El caballo tenía una mancha de sudor en el lomo y mordisqueaba el freno, levantando las manos con delicadeza. En un momento dado resopló y movió los ojos con una expresión teatral de terror.
—Está un poco… nervioso, o mejor dicho… impaciente. Ya sabe lo que quiero decir.
—Quiero que ganes, Harry —le dijo Duff.
—Yo también quiero ganar, señor. Haré todo lo posible.
—Si ganas, tendrás mil libras.
—Mil… Libras… —tartamudeó el jockey.
Duff miró en la dirección donde estaban Hradsky y Max conversando con su entrenador. Al cruzarse sus propios ojos con los de Hradsky, miró significativamente la potranca baya de éste y agitó la cabeza con aire de conmiseración.
—Gana en mi nombre, Harry —repitió en voz baja.
—¡Ganaré, señor!
El peón les acercó el gran potro y Sean ayudó al jockey a montar.
—Buena suerte.
Harry se ajustó la gorra y tomó las riendas y junto con el guiño que dirigió a Sean, el rostro se le arrugó en una sonrisa de duende.
—No hay mejor suerte que la de ganarse mil libras, señor, si me comprende bien.
—Vamos —dijo Duff, tomando a Candy del brazo—. Busquemos un lugar contra la barandilla.
La acompañaron ambos fuera del paddock y atravesaron el recinto de socios. Había mucha gente junto a las barandillas pero les dejaron lugar con grandes muestras de respeto y nadie osó empujarlos.
—No los comprendo a ustedes —dijo Candy, riendo vivamente—. Hacen una apuesta descabellada y luego la arreglan de manera de no sacar nada aunque ganen.
—El dinero no es el problema —manifestó Duff.
—Me ganó esa suma jugando a las cartas anoche —comentó Sean—. Si Trade Wind gana a la potranca el premio de Duff será poder verle la cara a Hradsky. La pérdida de mil libras le dolerá más que una patada entre las piernas.
Pasaron los caballos delante de ellos, avanzando con los peones que los llevaban de una rienda. Recorrido un trecho volvieron solos, haciendo pasos de baile, levantando la cabeza, relucientes al sol como la seda de colores vivos que vestían los jockeys. Por fin se alejaron detrás de la curva de la pista.
La multitud se agitaba, llena de entusiasmo y la voz de un corredor de apuestas se hizo oír entre el ruido.
—Veintidós raya dos. Sun Dancer en los cinco. Trade Wind, apuestas iguales.
Duff dejó ver los dientes al sonreír.
—Muy bien, que lo sepan todos.
Candy retorcía sus guantes con un gesto nervioso. Miró entonces a Sean y dijo:
—Dime, ya que estás en la tribuna, ¿puedes ver qué hacen?
—Están alineados y se colocan juntos. Parecería que fuesen a largar en una primera vez —le dijo Sean sin apartarse los binoculares de los ojos—. Sí, allá van. ¡Largaron!
—Dime, dime —decía Candy, golpeando a Sean en el hombro.
—Harry va ya a la cabeza. ¿Alcanzas a ver a la potranca, Duff?
—Sí, vi una mancha verde en el montón. Sí. va entre el sexto y el séptimo lugar.
—¿Qué caballo corre al lado de Trade Wind?
—El caballo de Hamilton, pero no te preocupes por él. No llegará a la recta.
El friso de animales, con las cabezas moviéndose como pistones y levantando nubes de polvo blanquecino detrás, avanzaba contra el marco de cercas blancas y más al fondo, el de las pilas de desechos de las minas. Como una sarta de cuentas oscuras se desplazaban hasta que después de amontonarse en la última curva, llegaron a la recta.
—Trade Wind sigue a la cabeza. Creo que saca ventaja. El caballo de Hamilton perdió. Y no hay señales de la potranca.
—¡No! Allá viene, Duff, por afuera. Está ganando terreno.
—Vamos, Trade Wind, no dejes que se te acerque —suplicó Duff—. Déjala bien atrás, viejo.
El golpe de los cascos les llegó ahora como el rumor de un oleaje lejano, que cada vez se oía más. Aparecieron los colores, verde esmeralda sobre un pelo color de miel y granate y oro sobre el bayo.
—¡Trade Wind, vamos! ¡Vamos, Trade Wind! —chilló Candy. Al saltar varias veces el sombrero que llevaba se le ladeó y al notarlo, Candy se lo arrancó con un gesto impaciente y el pelo se le cayó sobre los hombros.
—¡Lo alcanza, Duff!
—Dale látigo, Harry, por favor. ¡Látigo, hombre!
Se intensificó el fragor de los cascos, hasta oírse como un trueno al pasar los animales frente a ellos y por fin pasó. La nariz de la potranca estaba junto a la bota de Harry, adelantándose cada vez más, hasta que los hombros de ambos animales quedaron a la par.
—¡Látigo, maldito, látigo! —gritó Duff—. ¡Dale mucho látigo!
La derecha de Harry se movió, veloz como una serpiente venenosa, dos veces. Oyeron los latigazos entre los gritos de la multitud y de los cascos, y el caballo dio un salto al sentir los golpes. Como si fueran un par de animales de tiro ambos pasaron junto la línea de llegada.
—¿Quién ganó? —preguntó Candy con voz dolorida.
—No pude ver —repuso Duff.
—Tampoco yo —dijo Sean y se enjugó la frente con el pañuelo—. Todo esto ha sido pésimo para mi corazón, como diría François. Toma un cigarro, Duff.
—Gracias. Lo necesito.
Todos se habían vuelto a mirar el tablero sobre la tarima de los jueces y de pronto habían callado.
—¿Por qué tardan tanto en decidir? —se quejó Candy—. Estoy tan mal que no pasará un segundo antes de que tenga que salir corriendo al salón de señoras.
—Están colocando los números —dijo Sean a gritos.
—¿Quién? —Candy trató de empinarse para ver sobre la cabezas de la multitud y de pronto se quedó inmóvil, con una expresión de alarma en la cara.
—Número dieciséis —gritaron Sean y Duff a la par—. ¡Trade Wind!
Sean dio de puñetazos en el pecho a Duff y Duff se inclinó y quebró en dos el cigarro de Sean. Después tomaron a Candy entre los dos y la abrazaron. Candy lanzó un gritito y con gran cuidado se apartó.
—Con permiso —dijo y huyó corriendo al salón de señoras.
—Te invito a beber —dijo Sean, encendiendo el trozo de cigarro mutilado.
—No, pago yo. Insisto —dijo Duff. Tomados del brazo marcharon con una ancha sonrisa de satisfacción hacia el restaurante. Hradsky estaba sentado a una de las mesas con Max. Duff se acercó por detrás, le levantó el sombrero de copa con una mano y con la otra, le alborotó los escasos pelos que le quedaban.
—No importa, Norman. No puedes ganar todas las veces.
Hradsky se volvió con lentitud. Tomó el sombrero de manos de Duff y se alisó el pelo. Los ojos le brillaron con un fulgor amarillento.
—Está por decir algo —dijo Duff con entusiasmo.
—Tiene razón, señor Charleywood, no se puede ganar todo el tiempo.
Las palabras se oyeron con gran claridad y con sólo una levísima vacilación antes de la "p" de "puede". Siempre le costaba pronunciar esta consonante. Por fin se levantó, se calzó el sombrero y se alejó.
—Enviaré un cheque a su oficina a primera hora el lunes —les dijo Max en voz baja, sin apartar los ojos de la mesa. Se levantó a su vez y marchó detrás de Hradsky.