Dividieron en lotes las tierras y los vendieron, reservándose unas cincuenta hectáreas en las cuales comenzaron a construir una casa. En el diseño de esta casa volcaron toda su energía e imaginación. Con su dinero Duff sedujo al especialista en horticultura de los Jardines Botánicos de Ciudad del Cabo y lo trajeron por diligencia rápida. Le mostraron entonces las tierras.
—Hágame un parque —le dijo Duff.
—¿En las cincuenta hectáreas?
—Sí.
—Le costará mucho.
—No es problema.
Las alfombras provenían de Persia, la madera de las selvas de Krishna y los mármoles, de Italia. En los portones de acceso al camino principal hicieron grabar las palabras "En Sanad se irguió la cúpula imponente de Kublai Khan'' Como había predicho el experto, todo ello costó bastante. Todas las tardes, después del cierre de la Bolsa, se trasladaban juntos a ver trabajar a los obreros. Un día los acompañó Candy y le mostraron todo como un par de niños muestran sus juguetes nuevos.
—Este será el salón de baile —dijo Sean, haciéndole una reverencia—, ¿Quiere usted bailar conmigo?
—Como no, señor —repuso ella, con otra reverencia, para alejarse luego del brazo de él en medio de los tablones sin pulir.
—Aquí se levantará la escalera —le informó Duff— de mármol blanco y negro. Y aquí, en el rellano principal, estará la cabeza de Hradsky, hermosamente montada y con una manzana en la boca.
Subieron riendo por la rampa de cemento áspero.
—Este es el cuarto de Sean, con su cama de roble, de roble grueso para que soporte cualquier tipo de castigo. —Tomados del brazo, avanzaron por el corredor.
—Y éste es mi cuarto. Estaba pensando en instalar un baño de oro macizo, pero el constructor dice que es demasiado pesado y Sean, que es poco refinado. Mira ese paisaje. Desde aquí puedes ver todo el valle.
Podría estar acostado por la mañana y leer las cotizaciones de la Bolsa por medio de un telescopio.
—Es precioso —dijo Candy con aire soñador.
—¿Te gusta?
—Muchísimo?
—Podría ser también tu cuarto.
Candy se ruborizó y después el rostro se le puso tenso de fastidio.
—Tiene razón Sean. Eres poco refinado.
Hizo un movimiento para ir hacia la puerta y Sean buscó a tientas un cigarro para ocultar su confusión. En dos trancos Duff alcanzó a Candy y la hizo volverse hacia él.
—Mi tonta adorada, estoy proponiéndote matrimonio.
—Déjame —próxima a las lágrimas, Candy luchaba por apartarse—. No me hace gracia.
—Candy, lo digo en serio. ¿Quieres casarte conmigo?
Sean por poco no dejó caer al suelo su cigarro, pero lo atrapó en el aire. Candy estaba inmóvil, los ojos fijos en el rostro de Duff.
—¿Sí o no? ¿Te casarás conmigo?
Candy hizo un lento gesto de asentimiento y después dos muy rápidos.
Duff miró a Sean por encima del hombro.
—Déjanos solos, chico.
Cuando volvieron a la ciudad, Candy recuperó poco a poco el habla. Charló entonces sin cesar y Duff le respondía con su sonrisa cómica. Sean iba encorvado, con aire taciturno, en un rincón del coche. Su cigarro ardía desparejo, hasta que terminó por arrojarlo por la ventanilla.
—¡Espero que me dejes quedarme en las habitaciones de la Reina Victoria, Candy!
Se produjo un silencio.
—¿Qué quieres decir?
—Donde hay dos, tres son…
—No, no —insistió Candy.
—Es tu casa, también —le recordó Duff.
—Se las regalo, como regalo de bodas.
—Calla. Es lo suficientemente grande como para los tres.
Candy se acercó al asiento de Sean y apoyó una mano en su hombro.
—Por favor, Sean. Hace mucho que estamos juntos. Nos sentiríamos solos sin ti.
Sean murmuró algo.
—Por favor, Sean.
—Vendrá —dijo Duff.
—Por favor.
—En tal caso… —dijo Sean, frunciendo el ceño con aire hosco.