17

Duff estaba de espaldas a la chimenea, en la oficina de Sean, fumando un cigarro, mientras aguardaban la llegada del coche que los llevaría a la Bolsa. El fuego era un fondo que hacía resaltar sus piernas delgadas con sus pantorrillas envueltas en brillante cuero negro. Tenía puesto aún el abrigo, pues la mañana era fría. La abertura del cuello dejaba ver un gran diamante que relucía sobre la corbata.

… de algún modo uno se acostumbra a una mujer —decía—. Hace ya cuatro años que conozco a Candy y a pesar de ello, es como si hubiese estado junto a ella toda mi vida.

—Es una muchacha estupenda —dijo Sean con aire distraído. Estaba firmando un documento que le habían traído.

—Tengo treinta y cinco años. Si quiero tener un hijo… Sean dejo la pluma con gran lentitud y le dirigió una sonrisa.

—El hombre me dijo, en una oportunidad: "Te aprisionan en sus mentes menudas y suaves" y después dijo "No comparten, poseen" Me parece que tu canto es nuevo.

Duff se apoyó, inquieto en uno y otro pie.

—Todas las cosas cambian —se justificó—. Ya tengo treinta y cinco años.

—Cómo te repites —observó Sean. Duff le dirigió una sonrisa confusa.

—La verdad es que…

No terminó de hablar, pues en la calle se oyó un ruido de cascos que corrían de prisa y ambos miraron hacia la ventana.

—¡Qué prisa tiene! —dijo Sean levantándose de un salto—. Dificultades, diría. Es Curtis —dijo mirando por la ventana—. Y por su cara, no creo que traiga buenas noticias.

Detrás de la puerta se oyeron voces agitadas y pasos rápidos. De pronto irrumpió en el cuarto Martin Curtis sin golpear, siquiera. Vestía un enterizo de minero y botas de caucho embarradas.

—Tropezamos con una corriente de lodo en el noveno nivel.

—¿Muy grave? —preguntó Duff lacónicamente.

—Bastante. Inundó todo hasta el octavo.

—Jesús, nos llevará dos meses, por lo menos, desagitarlo —exclamó Sean—. ¿Hay alguien en la ciudad que se haya enterado? ¿Se lo contaste a alguien?

—Vine directamente. Estaba Crowe con cinco hombres cuando irrumpió.

—Vuelve allí ya mismo —le ordenó Sean—, pero no corras, pues no queremos que se enteren todos de que estamos en dificultades. No dejes alejarse a nadie de la mina. Debemos disponer de tiempo suficiente para vender.

—Muy bien, señor Courteney —dijo Curtis. Luego titubeó—. Crowe y los cinco hombres fueron alcanzados por la ola. ¿Debo avisar a sus esposas?

—¿No entendiste el idioma? No quiero que se sepa nada de esto antes de las diez de la mañana. Debemos contar con tiempo.

—Pero, señor Courteney… —Curtis estaba consternado. Miraba fijo a Sean, quien sintió agitarse apenas su propia conciencia. Seis hombres ahogados en un lodo como melaza… Hizo un gesto indeciso con las manos.

—No podemos… —Duff lo interrumpió.

—Los hombres murieron y seguirán muertos cuando se lo comuniquemos a sus esposas a las diez. Váyase, Curtis.

Vendieron sus acciones de la Hermanita en menos de una hora desde comienzo de las operaciones y, una semana más tarde, volvieron a comprarlas a mitad de precio. Dos meses más tarde la Hermanita estaba otra vez en plena producción.