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Con su nueva Bolsa de Valores y su propio burdel, Johannesburg se transformó en toda una ciudad. Hasta Kruger reconoció el hecho. Depuso entonces a la Comisión de Mineros y estableció su propia fuerza de policía, vendió el monopolio para la venta de elementos esenciales de explotación minera a miembros de su propia familia y se dedicó a la tarea de rever sus leyes impositivas con atención especial a las ganancias por explotación de minas. A pesar de los esfuerzos de Kruger por matar la gallina de los huevos de oro, la ciudad crecía, sobrepasaba ya las tierras que originariamente reservó el gobierno y se diseminaba, ruidosa y pendenciera por todo el veld a su alrededor.

Sean y Duff crecían a la par de ella. Su manera de vivir cambió rápidamente. Sus visitas a las minas se redujeron a una inspección semanal y las dejaron en manos de sus empleados. Un río inagotable de oro fluía en las arcas de sus oficinas de Eloff Street, ya que los hombres que trabajaban para ellos eran los mejores que era posible conseguir mediante el pago de honorarios.

Se cerraron sus horizontes hasta quedar comprendidos dentro de las dos oficinas recubiertas de roble, las habitaciones de la Reina Victoria y la Bolsa. Sin embargo, dentro de estos límites Sean descubrió algo de cuya existencia nunca había soñado. No reparó en ello durante aquellos primeros meses febriles; tan absorto estaba en establecer los cimientos, que no le restaba energía para reparar en otra cosa o para disfrutar de ella.

Un día, no obstante, sintió el primer roce voluptuoso de esto. Había enviado a alguien al Banco a buscar un documento de títulos de propiedad que necesitaba y supuesto que dicho documento sería entregado por un empleado de menor categoría. En lugar de ello, aparecieron en su oficina el subgerente y un empleado importante, ambos en actitud respetuosa. La sensación física que esto le produjo le dio una nueva conciencia. Advirtió la forma en que lo miraban a su paso por las calles. De pronto cayó en la cuenta de que de él dependían para su subsistencia más de mil quinientos hombres.

Le halagaba la forma en que todos le cedían el paso, a él y a Duff, cuando atravesaban el vestíbulo principal de la Bolsa todas las mañanas para ocupar sus lugares en los sillones de cuero reservados a los miembros. Cuando ambos cambiaban consultas antes de comenzar las operaciones, aun los otros miembros importantes los observaban. Hradsky, con sus ojos vivos semiocultos bajo los párpados somnolientos, Jock y Trevor Heyns, Karl Lochtkamper… Cualquiera de ellos habría renunciado a la producción de un día de sus propias minas para enterarse de lo que se decían.

—¡Compra! —decía Sean.

—iCompra! ¡Compra! ¡Compra! —aullaba la jauría y los precios ascendían a su antojo y volvían a bajar, mientras ellos se apoderaban de su dinero y lo invertían en otras empresas.

Pero una mañana, en 1886, el entusiasmo se agudizó tanto que adquirió las características de un paroxismo. Max abandonó su lugar junto a Norman Hradsky y atravesó el recinto en dirección a ellos. Al detenerse, fijó los ojos tristes en la alfombra y con una expresión casi de disculpa les extendió un manojo de papeles.

—Buenos días, señor Courteney. Buenos días, señor Charleywood. El señor Hradsky me pide que les muestre esta nueva emisión de acciones. Tal vez les interesen los correspondientes informes, que son, desde luego, confidenciales, pero él considera que merecerían el apoyo de ustedes.

Tenemos poder cuando nos es posible obligar a quien nos odia a pedirnos favores. Después de esta primera iniciativa de Hradsky comenzaron a colaborar con frecuencia. Hradsky nunca reconocía la existencia de ellos con una palabra o con una mirada. Todas las mañanas Duff le formulaba un cordial saludo, a través del vestíbulo. "Hola, charlatán", o bien, "Cántanos algo, Norman".

Los ojos de Hradsky parpadeaban y parecían hundirse aun más en su sillón, pero antes de comenzar las operaciones del día Max se levantaba y venía hacia ellos, dejando a su amo solo, contemplando la chimenea. Se intercambiaban entonces unas pocas frases aisladas y Max volvía junto a Hradsky.

Sus dos fortunas combinadas eran irresistibles. En una sola mañana de operaciones alocadas sumaron otras cincuenta mil libras a su fortuna.

El muchacho inexperto maneja su primer rifle como si fuera un juguete. Sean tenía veintidós años. El poder en sus manos era un arma más mortífera que cualquier rifle, más halagadora, más placentera en cuanto a su uso. Al principio fue un juego, con Witwatersrand como tablero, hombres y oro como piezas de ajedrez. Una palabra o una firma en un trozo de papel hacía resonar el oro y huir asustados a los hombres. Las consecuencias no alcanzaban a vislumbrarse y todo lo que importaba era la suma, la suma escrita en cifras negras en una cuenta bancaria. Entonces, ese mismo mes de marzo, debió aprender que no era posible volver a colocar a un hombre derribado del tablero con el mismo espíritu compasivo que a un caballo de madera tallada. Karl Lochtkamper, el alemán de risa estruendosa y rostro alegre, se encontró en apuros. Necesitaba fondos para desarrollar una nueva propiedad de tierras en el extremo oriental del Rand. Pidió dinero prestado y firmó pagarés a corto plazo por dichos préstamos, seguro de poder extender dichos plazos cuando fuese necesario. Pidió prestadas sumas en secreto, a hombres en quien creía poder confiar. Era un candidato vulnerable y los tiburones de la usura olfatearon esta debilidad.

—¿De dónde obtiene Lochtkamper su dinero? —preguntó Max.

—¿Lo sabes? —dijo a su vez Sean.

—No, pero lo sospecho.

Al día siguiente Max volvió a aproximarse.

—Tiene ocho documentos. Aquí está la nómina —susurró con tono melancólico—. El señor Hradsky adquirirá los que tienen una cruz. ¿Pueden ustedes ocuparse del resto?

—Sí —dijo Sean.

Cayeron sobre Karl el último día del trimestre. Al declarar terminado el plazo, le dieron veinticuatro horas para levantar los pagarés. Karl se dirigió por turno a los tres Bancos.

—Lo lamentamos, señor Lochtkamper, pero no hacemos ya préstamos por este trimestre.

—Sus pagarés están en poder del señor Hradsky. Lo sentimos mucho.

—Lo lamentamos, señor Lochtkamper, pero el señor Charleywood es uno de nuestros directores.

Karl Lochtkamper volvió a la Bolsa y recorrió el gran vestíbulo y el salón por última vez. En el centro de la gran habitación se detuvo, con el rostro de un tono grisáceo, la voz amarga y quebrada.

—Que Jesús tenga la misma piedad con ustedes cuando les llegue la hora. ¡Amigos! ¡Mis amigos! ¿Sean, cuántas veces bebimos juntos? ¿Y tú, Duff? ¿No fue ayer que nos dimos la mano?

Seguidamente volvió a atravesar el salón y salió por la puerta principal. Sus habitaciones en el Great North Hotel estaban a menos de cincuenta metros de la Bolsa. Oyeron, pues, los disparos desde el salón de socios con toda claridad.

Esa noche Sean y Duff se embriagaron en sus habitaciones.

—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué tuvo que matarse?

—No tenía que matarse —dijo Duff—. No tenía garra.

—De haber sabido que haría eso. ¡Dios mío, de haberlo sabido!

—No, hombre, corrió un riesgo y perdió. No tenemos la culpa. El nos habría hecho lo mismo.

—No me gusta esto. Es todo una suciedad. Dejémoslo, Duff.

—¡Alguien cae derribado en el tumulto y estás dispuesto a abandonar!

—Es diferente, ahora. No era así, al principio.

—Sí. Además, será diferente mañana por la mañana. Vamos, chico, sé bien lo que te hace falta.

—¿Adonde vamos?

—A La Ópera.

—¿Qué dirá Candy?

—Candy no tiene por qué enterarse.

Duff tenía razón. Al día siguiente todo era distinto. Había la actividad de siempre en la oficina y la misma tensión habitual en la Bolsa. Pensó sólo una vez en Karl en todo el día y por algún motivo ya no le importó tanto. Le enviaron una hermosa corona.

Hacía frente a la realidad del juego en que estaba empeñado. Había considerado la alternativa, apartarse de todo con la fortuna que tenía, pero hacer esto significaba renunciar al poder con que contaba. La adicción era demasiado profunda a esta altura. No cabía negarlo. Así fue como permitió que el subconsciente triunfase sobre el consciente y relegase esto a lo más profundo de su ser. A veces sentía que esta conciencia daba señales de vida, pero a medida que la ahogaba, más débil se volvía. Duff lo consolaba. Las palabras de Duff eran como una medicina que le ayudaba a dirigir aquel peso que le provocaba a veces malestar. No había descubierto aún que lo que decía Duff y lo que hacía Duff no era, necesariamente lo que creía Duff.

Jugar el partido sin piedad, jugar a ganar.