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La maquinaria de los hermanos Heyns venía en el mismo barco y por lo tanto Jock y Duff se trasladaron juntos al Puerto Natal, alquilaron cien carretas y volvieron con todo en una única carga.

—Te diré lo que haremos contigo, Jock. Te apuesto a que nuestros molinos entran en producción antes que los tuyos. El perdedor paga por el transporte de toda la carga —lo desafía Duff cuando llegaron a Johannesburg donde, en el flamante bar de Candy estaban lavándose el polvo de la garganta.

—Acepto.

—Iré más lejos. Pongo una apuesta adicional de quinientas libras. Sean hundió el codo en las costillas a Duff.

—Despacio, Duff… No podemos darnos ese lujo —Jock había aceptado ya la apuesta, no obstante.

—¿Qué quieres decir, que no podemos? —susurró Duff—. Nos quedan casi mil quinientas libras en esa carta de crédito. Sean agitó la cabeza.

—No —dijo—. No lo tenemos.

Duff sacó el documento de un bolsillo interior y golpeó con él a Sean en la nariz.

—Toma. Léelo. Sean se lo quitó.

—Gracias, viejo. Iré ahora a pagarle al hombre —dijo Duff.

—¿Qué hombre?

—El hombre de las carretas.

—¿Qué carretas?

—Las carretas que alquilaron tú y Jock en Port Natal. Las compré.

—¡No te creo!

—Fuiste tú quien tuvo la idea de iniciar un negocio de transportes. Tan pronto como las descarguemos volverán a recoger una carga de carbón de Dundee.

Duff le sonrió.

—¿Nunca olvidas una idea? Muy bien, chico, vete. Tendremos que ganar la apuesta. Eso es todo.

Uno de los molinos fue emplazado en la Candy Deep y el otro en uno de los nuevos lotes, más allá de la mina Cousin Jock. Contrataron dos equipos entre los hombres sin trabajo de Johannesburg. Curtis manejaba un equipo y Sean, el otro, mientras Duff corría entre un grupo y otro, vigilando a todos. Cada vez que pasaba por la Cousin Jock dedicaba unos cuantos minutos a controlar la marcha de la explotación de Trevor y Jock.

—Nos aventajan, Sean. Sus calderas están levantadas y con presión ya —informó, muy preocupado. Al día siguiente, en cambio, sonreía otra vez.

—No mezclaron suficiente cemento en la plataforma. Comenzó a desmoronarse tan pronto como colocaron sobre ella la trituradora. Tendrán que levantarla de nuevo. Eso los hizo atrasarse tres o cuatro días.

Las apuestas en las tabernas fluctuaban en forma marcada según los cambios de fortuna. François llegó a Candy Deep un sábado por la tarde. Los vio trabajar, hizo una sugerencia o dos y terminó por comentar:

—Están apostando tres a dos contra ustedes en los Angeles Radiantes. Creen que los Heyns habrán terminado el próximo fin de semana.

—Ve y apuesta otra cien libras por mí —le dijo Duff y Sean agitó la cabeza, desesperado.

—No te preocupes, chico, no podemos perder. Ese ingeniero de minas aficionado, Jock Heyns, ha dispuesto las bocas de sus trituradoras con el culo mirando hacia afuera. Lo noté tan sólo esta mañana. Le espera una buena sorpresa cuando trate de hacerlas funcionar. Tendrá que desmontar todo el equipo.

Duff tenía razón. Los molinos de ellos entraron en actividad con una ventaja de quince horas amplias respecto de los de los hermanos Heyns. Jock vino a caballo a verlos con aire cariacontecido.

—Felicitaciones.

—Gracias, Jock. ¿Trajiste tu libreta de cheques?

—Vine a hablarte a propósito de eso. ¿Puedes concederme un pequeño plazo?

—Confiamos en ti —le dijo Sean—. Entra a beber algo y déjame que te venda un poco de carbón.

—Sí, me enteré de que tus carretas volvían esta mañana. ¿Cuánto pides?

—Quince libras los cincuenta kilos.

—¡Por Dios! ¡Qué asaltante! Té apuesto que te costó menos de cinco chelines los cincuenta kilos.

—Cualquiera tiene derecho a ganar algo —señaló Sean.

El ascenso hasta la cima de la colina fue difícil, pero Sean y Duff llegaron, por fin, y desde ese punto todo el trayecto fue cuesta abajo. A partir de ese punto lleno de obstáculos y esfuerzos, el dinero comenzó a brotar.

El fenómeno geológico que había apartado la veta líder alejándola de la principal a través de los lotes de Candy Deep la habían enriquecido; en otros términos, rellenado de oro. François estaba de visita una noche cuando metieron la bola de amalgama dentro de la retorta. Se le saltaron los ojos de las órbitas al evaporarse el mercurio y se quedó mirando el oro con la expresión de quien contempla a una mujer desnuda.

—¡Gott! Voy a llamarlos a ustedes dos, bandidos, "señores", a partir de ahora.

—¿Viste alguna vez una cresta tan rica, François? —dijo Duff, satisfecho.

François hizo un gesto negativo.

—Ya conoces mi teoría de que la cresta es el lecho de un antiguo lago. Bien, esto lo prueba. La parte curvada en la cresta de ustedes debió de ser una fosa profunda a lo largo del fondo del lago. Actuó así como un estuche natural para el oro. Qué diablos, qué suerte tienen. Con los ojos cerrados te apropiaste de lo más suculento de este budín. La Jack and Whistle tiene sólo la mitad de la riqueza de esta mina.

Las sumas en descubierto del Banco comenzaron a bajar como un barómetro que anuncia tormenta. Los comerciantes comenzaron a saludarlos con grandes sonrisas. Entregaron al doctor Sutherland un cheque que alcanzaría para mantenerlo surtido de whisky por lo menos un siglo. Candy besó a ambos cuando le pagaron la totalidad de la deuda, más un interés del siete por ciento. Con el dinero se hizo construir un hotel nuevo de dos pisos, con araña de cristales en el comedor y un magnífico dormitorio con sala adjunta en el primer piso, todo decorado en granate y oro. Duff y Sean lo alquilaron de inmediato, pero con la condición expresa de que si la Reina llegase alguna vez a visitar Johannesburg, le permitirían usar dichas habitaciones. En previsión del acontecimiento, Candy les dio el nombre de los departamentos de la Reina Victoria.

François, después de un poco de persuasión de parte de ellos, aceptó la dirección de la Candy Deep. Trasladó sus posesiones, una cómoda con cajones y cuatro cajas de madera repletas de medicamentos desde la mina Jack and Whistle. Martin Curtis dirigía el molino ubicado en los nuevos lotes, que integraban ahora la mina bautizada como Hermanita. Aunque no producía tanto como la Candy Deep, les daba una bonita fortuna todos los meses, ya que Curtis, sabía trabajar tan bien como peleaba.

Hacia fines de agosto Sean y Duff no tenían ya deudas. Los títulos les pertenecían, así como los molinos y, además disponían de dinero para inversiones.

—Necesitamos oficinas aquí en la ciudad. No podemos manejar todo esto desde un dormitorio —se quejó Sean.

—Tienes razón —dijo Duff—. Construiremos en ese lote próximo a la plaza del mercado.

Habían previsto un modesto edificio de cuatro habitaciones, pero en definitiva fue de dos plantas, con pisos de una de las maderas locales llamadas "hediondas", paneles de roble en las paredes y veinte habitaciones. Las que no necesitaban fueron alquiladas.

—El precio de la tierra se ha triplicado en tres meses —dijo Sean— y sigue aumentando.

—Es verdad. Ahora es el momento de comprar —dijo Duff— Comienzas a pensar como se debe.

—La idea fue tuya.

—¿Sí? —preguntó, Duff, sorprendido.

—¿Es que no recuerdas tu discurso sobre "hacia donde vuelan las águilas"?

—¿Nunca olvidas nada? —replicó Duff.

Compraron tierras. Quinientas hectáreas en Orange Grove y otras quinientas en las inmediaciones de Hospital Hill. Las carretas de transporte, que alcanzaban ya cuatrocientas unidades, hacían viajes diarios entre Puerto Natal y Lourenfo Marques. Los hornos de ladrillos trabajaban las veinticuatro horas del día, siete días por semana, para satisfacer la demanda de materiales de construcción.

Llevó a Sean casi una semana disuadir a Duff de que construyese un teatro de ópera, pero por fin tuvo éxito y en lugar de ello se unieron a otros miembros de la Comisión de Mineros en la financiación de otro género de casa de expansiones. Por sugerencia de Duff, le dieron el nombre de La Ópera. Reclutaban a las actrices no entre las grandes compañías europeas, sino en los puestos de Capetown y Puerto Natal, eligiendo como directora a una francesa con largos años de experiencia, apodada Blue Bessie por el color azulado de su pelo. La Ópera proporcionaba esparcimiento en dos niveles. Para los miembros de la Comisión y otros nuevos ricos existía una discreta entrada lateral, un salón lujosamente amueblado donde era posible adquirir las mejores marcas de champaña y discutir los precios en la Bolsa de Kimberley. Detrás había una serie de habitaciones amuebladas con sumo gusto. Para los trabajadores había un corredor desnudo en el que se formaba fila, sin elección, por la suma fija pagada y con un límite de tiempo de cinco minutos. En un mes La Ópera produjo más dinero que la mina de Jack and Whistle.

Para el mes de diciembre había millonarios en Johannesburg: Hradsky, los hermanos Heyns, Karl Lonchtkamper, Duff Charleywood, Sean Courteney y una docena más. Eran dueños de las minas, la tierra, los edificios y la ciudad, la aristocracia del Witwatersrand, con los títulos de nobleza que confiere el dinero y con las correspondientes coronas de oro.

Una semana antes de Navidad, Hradsky, rey indudable aunque no reconocido, convocó a todos a una reunión en uno de los salones privados del hotel de Candy.

—¿Quién demonios imagina ser —se quejó Jock Heyns—. Mandarnos a todos como si fuéramos una tribu de cafres.

¡Verdamment Juden! —comentó Lochtkamper.

No obstante, todos acudieron, sin excepción, ya que cualquier cosa propuesta por Hradsky tenía olor a dinero y no eran capaces de resistirse, como no resiste un perro el olor de la perra en celo.

Duff y Sean fueron los últimos en llegar y el salón estaba ya espeso de humo de cigarro, además de tenso de expectativa. Hradsky se dejó caer en uno de los sillones de cuero lustrado, con Max mudo a su lado. Al ver entrar a Duff parpadeó, pero permaneció impasible. Cuando Sean y Duff se sentaron, Max se levantó.

—Señores —dijo—. El señor Hradsky los ha invitado aquí para considerar una propuesta.

Todos se inclinaron hacia adelante y en sus ojos había un brillo de galgos que se ven cerca del zorro.

—De vez en cuando resulta necesario a hombres en la posición de ustedes financiar otros proyectos y consolidar las ganancias realizadas. Por otra parte, los que como nosotros disponemos de dinero sin invertir, buscamos nuevas empresas para hacerlo —Max carraspeó y miró a todos con su expresión melancólica.

—Hasta el presente no ha habido un lugar donde sea posible reunirse para satisfacer estas necesidades de todos, como los centros existentes en otras partes para el mundo financiero. Lo que más se aproxima a esto es la Bolsa de Valores de Kimberley, la cual, como ustedes convendrán, se encuentra demasiado lejos para resultar de utilidad práctica para nosotros en Johannesburg. El señor Hradsky los ha invitado aquí para que consideremos la posibilidad de formar nuestra propia Bolsa y, en el caso de que acepten tal idea, elegir un presidente y una junta directiva.

Max se sentó y en el silencio que siguió todos reflexionaron, pensando cada uno la iniciativa según sus propios intereses y sobre todo, oponiéndola a la pregunta: "¿En qué me beneficiaré? "

—Ja, es una hermosa idea —dijo Lochtkamper, el primero en opinar.

—Sí, nos hace falta.

—Cuenten conmigo.

Mientras todos hacían planes y discutían en cuanto a las cuotas, la sede y el reglamento, Sean observaba sus expresiones. Rostros de hombres amargados, rostros felices, rostros serenos y rostros exuberantes, pero todos, con la misma expresión de codicia en los ojos. Era medianoche cuando terminaron.

Max volvió a levantarse.

—Señores, el señor Hradsky quiere invitarlos con una copa de champaña para festejar la creación de nuestra nueva empresa.

—No puedo creerlo. La última vez que pagó por las bebidas fue en 1860 —declaró Duff—. Pronto, alguien… a buscar un camarero antes de que cambie de idea.

Hradsky entornó los párpados para disimular el odio en su mirada.