14

A las nueve de la mañana Duff se encontraba conversando con Sean quien estaba sentado en silencio en el borde de su silla. A las diez el griego no había aparecido. Duff estaba deprimido y Sean, locuaz a causa del alivio que sentía. A las once Sean expresó deseos de volver a la mina.

—Es un presagio, Duff. Dios nos vio sentados aquí, listos para cometer un lamentable error. Seguramente decidió que no nos permitiría hacerlo y que el griego se quebrase una pierna. No podía sucederles semejante desastre a dos muchachos tan buenos como nosotros.

—¿Por qué no te metes en un monasterio trapense? —le propuso Duff, mirando su reloj— ¡Vamos ya!

—¡Sí, señor! —Sean se levantó vivamente—. Llegaremos con tiempo de sobra para limpiar las mesas antes del almuerzo.

—No vamos a casa, vamos a buscar al griego.

—Oye, Duff…

—Te escucharé después. Vamos.

Se dirigieron a caballo hasta los Angeles Radiantes, dejaron los animales junto a la puerta y entraron. La taberna estaba en la penumbra, después del resplandor del sol afuera, pero aun con la escasa luz les llamó la atención de inmediato una mesa con un grupo de hombres. El griego estaba de espaldas a ellos. La raya del pelo parecía dibujada con tinta blanca entre las ondas aceitosas. Los ojos de Sean pasaron del hombre a otros dos sentados frente a él. Ambos eran, sin duda, judíos, pero era todo lo que tenían en común. El más joven era delgado, con una tez lisa y aceitunada, muy tensa sobre los rasgos angulosos. Tenía labios muy sonrosados y los ojos, con pestañas largas como los de una muchacha, eran de color castaño claro y muy expresivos. Junto a él estaba sentado un hombre cuyo cuerpo parecía haber sido tallado en cera para luego ser puesto junto a una llama. Los hombros eran tan redondeados que resultaban casi deformes y caían hacia un cuerpo en forma de pera. Todo ello sostenía con gran dificultad la cabeza, cuya forma recordaba la cúpula del Taj Mahal. Llevaba el pelo en el estilo del Fraile Tuck, abundante tan sólo sobre las orejas. Los ojos, en cambio, amarillos y vigilantes, no tenían nada de cómico.

—Hradsky —murmuró a Duff y cambió de expresión. Con una sonrisa se acercó a la mesa.

—Hola, Nikky, creía que debíamos encontrarnos.

El griego se volvió rápidamente en su silla.

—Lo lamento, señor Charleywood, pero tuve una demora.

—Ya veo. Los caminos están llenos de asaltantes. Sean vio el rubor que aparecía arriba del cuello de Hradsky y que en seguida volvió a desaparecer.

—¿Vendiste? —preguntó Duff.

El griego hizo un gesto afirmativo, nervioso.

—Lo siento, señor Charleywood, pero el señor Hradsky pagó mi precio sin regatear. ¡Y, además, en efectivo! Duff paseó la mirada por la mesa.

—Hola, Norman, ¿Cómo está tu hija?

Esta vez el sonrojo escapó de debajo del cuello de Hradsky y le inundó la cara. Abrió la boca, hizo un ruido con ella y volvió a cerrarla.

Duff sonrió y se dirigió al judío menor.

—Habla por él, Max.

Los ojos de color caramelo se fijaron en la mesa.

—La hija del señor Hradsky está muy bien —dijo.

—Entiendo que se casó poco después de mi partida involuntaria de Kimberley.

—Es verdad.

—Muy sensato, Norman. Mucho más que enviar a tus matones a que me sacaran de la ciudad. No fue muy cortés de tu parte. Nadie dijo nada.

—Tenemos que vernos en algún momento y charlar sobre esos tiempos. Hasta entonces, ¡adio-o-o-s, adio-o-s!

Cuando volvieron a la mina Sean le preguntó.

—¿Tiene una hija? Si se le parece, tuviste suerte en escapar.

—No se le parecía. Era como un racimo de uvas maduras.

—Me cuesta creerlo.

—También a mí me costó, entonces. La única conclusión que pude alcanzar fue que Max también le hizo ese trabajito.

—¿Qué hay de Max?

—Es el Bufón del Rey. Los rumores dicen que cuando Hradsky ha terminado de enarbolarlo, Max se lo sacude. Sean se echó a reír y Duff prosiguió.

—Pero no subestimes a Hradsky. El tartamudeo es la única debilidad que tiene y, gracias a que Max habla por él, ha dejado de ser una desventaja. Debajo de ese cráneo monumental hay un cerebro rápido e implacable como una guillotina. Ahora que llegó a estos yacimientos, habrá acción aquí. Tendremos que correr al galope para mantenemos a la par de él.

Sean reflexionó unos instantes y después dijo:

—Hablando de acción, Duff, ahora que perdimos los títulos del griego y no tendremos que emplear todo ese dinero en efectivo en pagarle, ¿por qué no pensamos en pedir maquinaria nueva para trabajar los terrenos que tenemos?

Duff respondió con una sonrisa.

—Envié un telegrama la semana pasada. Habrá un par de molinos flamantes de diez bocas en alta mar antes de fin de mes.

—Vaya, ¿por qué no me lo dijiste?

—Estabas ya bastante preocupado. No quería destrozarte el corazón.

Sean abrió la boca para insultar a Duff de arriba abajo, pero Duff le guiñó un ojo. No dijo nada, entonces, pues la risa le temblaba en los labios y no pudo contenerla ya.

—¿Cuánto nos costará? —preguntó a gritos, en medio de sus carcajadas.

—Si vuelves a hacer esa pregunta, te estrangularé —dijo Duff, riendo también—. Confórmate con la certeza de que si queremos tener dinero para pagar nuestras cuentas cuando lleguen esos molinos a Puerto Natal, tendremos que pasar una montaña de trozos de la veta líder por nuestra maquinita antes del fin de las próximas semanas.

—¿Y los pagos sobre los nuevos títulos?

—De eso me ocupo yo. Me corresponde.

Así fue como cristalizó la sociedad entre ambos. La amistad se afianzó en las semanas subsiguientes. Duff, con su pico de oro y su encantadora sonrisa maliciosa era quien negociaba y vertía aceite en aguas tormentosas agitadas por los acreedores impacientes. Era la fuente de experiencia en minería a la cual recurría a diario Sean, el creador de planes, algunos descabellados, otros, brillantes. Sin embargo, toda esa energía nerviosa y volátil no estaba destinada a llevarlas a cabo. No tardaba en perder el interés y era Sean quien, en definitiva, rechazaba las acciones menos factibles de Charleywood y adoptaba las más sensatas. Una vez asumido su papel de padrastro de estas creaciones, las criaba como si fueran hijas propias. Duff era el teórico y Sean, el práctico. Era fácil para Sean comprender ahora por qué Duff nunca alcanzó el éxito antes, pero al mismo tiempo admitía que sin él se habría encontrado atado de pies y manos. Observaba con profunda admiración la forma en que Duff aprovechaba la producción de oro, apenas suficiente, de la Candy Deep, para mantener el molino en actividad, pagar a los proveedores, hacer frente a las cuotas de los títulos a medida que llegaban las fechas de pago y economizar, en fin, lo suficiente para la nueva maquinaria. Era un hombre que hacía juegos malabares con brasas ardientes. De tener en la mano una sola de ellas demasiado tiempo quemaría, y si dejaba caer una, todo caería. Y Duff, ese Duff en el fondo inseguro de sí mismo, contaba con un muro contra el cual apoyarse. Sus palabras nunca lo expresaban, pero los ojos lo delataban cada vez que miraba a Sean. A veces se sentía pequeño, junto al cuerpo macizo y a la fuerza de voluntad más firme aún de Sean, pero el sentimiento era grato. Era como estar sobre una montaña acogedora.

Levantaron nuevas construcciones alrededor del molino. Depósitos, fundición y cabañas para Sean y para Curtis. Duff había vuelto a dormir en el hotel. Las viviendas para los nativos estaban dispersas al azar en la pendiente de la cresta y se retiraba un tramo cada semana a medida que la mole blanca de material excavado aumentaba y las hacían retroceder. Los nuevos molinos de Hradsky llegaron y se levantaron al pie de la cresta, altos y orgullosos, hasta que las propias moles de material desechado los transformaron en enanos. Johannesburg, al principio un simple diseño formado por los palos de los agrimensores, absorbió los campamentos dispersos en su propio damero cubierto de pasto y los dispuso en algo semejante a un orden a lo largo de sus calles.

Cansados ya los miembros de la Comisión de Mineros de tener que limpiarse el barro de las botas cada vez que entraban en una casa, decretaron la construcción de letrinas públicas. Más tarde, animados por su propia audacia, construyeron un puente sobre el Natal Spuir, compraron un carro aguatero para asentar el polvo de las calles de Johannesburg y aprobaron una ley que prohibía el entierro de nadie a menos de dos kilómetros de la ciudad. Sean y Duff, en calidad de miembros de la Comisión, consideraban su deber demostrar su fe en los yacimientos auríferos y para ello compraron veinticinco lotes de terrenos en Johannesburg, al precio de cinco libras cada uno y a pagar dentro de los seis meses. Candy reclutó a todos sus clientes y en una semana de trabajo febril, demolieron el edificio del hotel, cargaron todos los tablones y planchas de hierro en sus carretas y llevaron todo un kilómetro y medio valle abajo para volver a levantarlo en el centro de la tierra de Candy, y también el centro de la población. Durante la fiesta que ofreció ese domingo por la noche, por poco no le demolieron este segundo hotel otra vez. Día tras día las carreteras desde Natal y desde el Cabo llevaban más carretas, más hombres hacia los yacimientos auríferos del Witwatersrand. La sugerencia de Duff de que la Comisión de Mineros impusiese una contribución de una libra de oro a todos los recién venidos, con el fin de financiar las obras públicas fue rechazada con gran sentimiento, por cuanto se temió que si conducía a una revuelta civil significaba que había más recién llegados que miembros de la Comisión y nadie le interesaba encontrarse dentro de la fracción derrotada.

Una mañana, al llegar de la mina, Duff traía consigo un telegrama. Sean lo leyó. Había llegado la maquinaria.

—Mi Dios, con tres semanas de anticipación.

—Seguramente tuvieron viento a favor o lo que sea que hace avanzar con mayor velocidad a los barcos —murmuró Duff.

—¿Tenemos dinero suficiente para pagar la factura?

—No.

—¿Que vamos a hacer?

—Iré a visitar al hombrecito del Banco.

—Te echará a la calle.

—Conseguiré que me haga un préstamo sobre los títulos.

—Cómo diablos vas a conseguir eso… Todavía no los hemos pagado.

—Es lo que se llama genio para las finanzas. Me limitaré a señalarle que valen cinco veces más de lo que valían cuando los compramos. —Duff sonrió—. ¿Pueden arreglarse solos, tú y Curtis, durante el día de hoy, mientras arreglo esto?

—Arréglalo y te daré, encantado, un mes de vacaciones.

Cuando regresó Duff esa tarde traía un documento. En la esquina inferior tenía un sello rojo y en la parte superior rezaba: "Carta de Crédito" en grandes caracteres que se destacaban del resto de la escritura apretada y había en el centro una cifra que terminaba con una serie impresionante de ceros.

—Eres increíble —comentó Sean.

—La verdad es que sí, ¿no? —repuso Duff.