Los chinos utilizan fuegos artificiales para mantener alejados a los demonios. Duff y Sean aplicaron el mismo principio. Mantenían el molino en actividad. Mientras se oyera el ruido en todo el valle, también sus acreedores lo oirían. Todos aceptaban el hecho de que estaban trabajando una veta rentable y los dejaban en paz, pero el dinero que metían en las fauces del molino había perdido la mitad de su valor al aparecer por el lado opuesto en aquellas pepitas amarillas de tamaño patético.
Entretanto, seguían cavando la zanja, cortándola en la tierra, en una especie de carrera con el día del Arreglo de Cuentas. Hacían explotar la dinamita y cuando las últimas piedras volvían a caer del espacio, seguían trabajando, tosiendo aún a causa de la humareda, apartando la roca suelta y perforando la serie de orificios siguientes. Era verano, los días eran largos y mientras había luz trabajaban. Algunas noches encendían las mechas a la luz de las linternas.
El tiempo se deslizaba con mucho mayor rapidez de lo previsto, el dinero se les agotaba y para el quince de febrero, Duff se afeitó, se cambió la camisa y fue a pedir a Candy otro préstamo. Una semana antes habían vendido los caballos y por primera vez en años Duff rezó un poco.
Volvió hacia el fin de la mañana. De pie junto al borde de la zanja se quedó contemplando a Sean, quien preparaba las cargas para la explosión siguiente. Sean tenía la espalda empapada de sudor y cada uno de sus músculos aparecía marcado en relieve, agitándose y hundiéndose con todos sus movimientos.
—Muy bien, chico, sigue así.
Sean lo miró. Tenía los ojos enrojecidos por el polvo.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Otras. cincuenta y son las últimas o, por lo menos, es su amenaza.
De pronto Sean advirtió el paquete debajo del brazo de Duff.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Alcanzaba a ver las manchas en el papel marrón y sintió que se le hacía agua la boca.
—Costillas de vaca de primera. Basta de cocido de mijo para el almuerzo. —Duff sonreía.
—Carne… —La voz de Sean acarició la palabra—. Crudita, sangrando un poco cuando uno la muerde, con un poquito de ajo, y sal, la suficiente, nada más.
—Y tú conmigo cantando en el desierto —sugirió Duff—. Deja la poesía, enciende esas mechas y vayamos a comer.
Una hora más tarde iban caminando el uno junto al otro por el fondo de la zanja, seguidos por Mbejane y sus zulúes. Sean eructó.
—Grato recuerdo —dijo—. Nunca podré mirar otro plato de mijo cocido.
Llegaron al extremo, donde estaba la tierra recién removida y la roca fragmentada. Sean tuvo la sensación primero en las manos, pero luego se le extendió por los brazos y por poco no lo ahoga. En el mismo instante los dedos de Duff se le hundieron en un hombro. Eran dedos temblorosos.
Era como una serpiente, como una pitón gruesa y grisácea que bajaba por una pared de la zanja y desaparecía bajo la pila de escombros, para reaparecer por el otro lado.
Duff avanzó primero, se arrodilló y recogió un fragmento de la veta, un trozo de gran tamaño, gris con manchas oscuras. Le implantó un gran beso.
—Tiene que ser, ¿no, Duff? Tiene que ser la Líder, ¿no?
—Es la punta del arco iris.
—Se acabaron las comidas de mijo —dijo Sean en voz baja. Duff lanzó una carcajada. La siguió otra de Sean. El triunfo se manifestó en gritos desaforados, gritos de locos.