—¿Cómo te sientes? —preguntó Duff por séptima vez esa mañana.
—Igual que hace cinco minutos —le informó Sean.
Duff sacó el reloj, miró la hora, se lo acercó a la oreja y se sorprendió al comprobar que marchaba.
—Tenemos tus contrincantes dispuestos en fila en la galería. Le dije a Candy que les sirva bebidas sin cargo, todas las que quieran. Cada minuto que esperemos aquí les da más tiempo para llenarse de alcohol. François está recolectando el dinero de las entradas en un maletín. A medida que ganes cada vuelta, las apuestas irán allí también. Tengo a Mbejane destacado en la boca del callejón detrás del hotel. Si llega a armarse una trifulca, le arrojaremos el maletín y él huirá hacia los pastizales.
Sean estaba tendido en la cama de Candy con las manos bajo la nuca. Al oír esto se echó a reír.
—La verdad es que no encuentro defecto alguno en tus planes. Y ahora, por favor, cálmate, pues me pones nervioso.
De pronto la puerta se abrió y al oír el ruido inesperado, Duff se levantó de un salto. Era François, quien parado en la puerta, se apretaba el pecho.
—El corazón —dijo jadeante—. No le hace nada bien todo esto.
—¿Qué pasa afuera? —preguntó Duff.
—He recolectado más de cincuenta libras de entradas ya. En el tejado hay una cantidad de gente que no pagó, pero cada vez que me acerco me arrojan botellas.
François inclinó la cabeza hacia un lado.
—Óyelos —dijo. El ruido de la gente apenas disminuía a través de las finas paredes del hotel—. No esperarán mucho más. Será mejor que salgas antes de que vengan a buscarte.
Sean se puso de pie.
—Estoy listo —dijo. François titubeó.
—Duff, ¿recuerdas a Fernandes, ese portugés de Kimberley?
¡No! ¡No me digas que está aquí!
François hizo un gesto afirmativo.
—No quería alarmarte, pero algunos de los muchachos del lugar se combinaron para mandarle un telegrama al sur. Llegó en la diligencia rápida hace media hora. Tenía esperanzas de que no llegase a tiempo, pero… —François se encogió de hombros.
Duff miró a Sean con tristeza.
—Mala suerte, chico.
François intentó suavizar las tintas.
—Le dije que el que llegase antes pelearía primero. Es sexto en la serie, de modo que Sean podrá ganarse doscientas libras, por lo menos. Después podremos decir que está cansado y dar por terminado el match.
Sean lo miraba, lleno de interés.
—Este Fernandes… ¿Es peligroso?
—Cuando inventaron esa palabra, la inventaron pensando en él —repuso Duff.
—Vamos a echarle una ojeada.
Sean los precedió por el pasaje.
—¿Conseguiste una báscula para que se pesen? —preguntó Duff a François mientras seguían a Sean a toda prisa.
—No, pero no hay nadie en el valle que pase de los setenta y cinco kilos. Además, tengo a Gideon Barnard afuera.
—¿Qué tiene que ver?
—Es comerciante de ganado. Toda su vida ha debido juzgar el peso de animales en pie. Nos dará el peso de todos con una exactitud de gramos.
—Nos arreglaremos, entonces —dijo Duff satisfecho—. Además, dudo que estemos buscando el título mundial.
Para entonces estaban ya en la galería, parpadeando a causa de la intensidad de la luz y oyendo el ruido atronador de las voces.
—¿Cual es el portugués? —susurró Sean. No había mucha necesidad de preguntarlo. El hombre estaba entre todos, como un gorila en una jaula de monos. El vello espeso comenzaba en los hombros y bajaba por la espalda y el pecho, ocultando totalmente las tetillas y destacando el bulto de su enorme abdomen.
La concurrencia dejó pasar a Sean y a Duff hasta que llegaron al ring. Muchas manos palmeaban a Sean en la espalda, pero los buenos deseos se perdían en ese oleaje de sonidos. Jock Heyns era el árbitro y ayudó a Sean a saltar las cuerdas. En seguida le palpó los bolsillos.
—Sólo quiero controlar —se disculpó—. No queremos hierros contundentes en el ring. —Llamó entonces a un hombre alto de tez curtida que estaba apoyado en las cuerdas, masticando tabaco.
—El señor Barnard. Encargado del pesaje. ¿Qué dices, Gideon? El encargado lanzó un fino chorro de jugo de tabaco por una comisura.
—Cien kilos.
—Gracias. —Jock levantó los brazos y al cabo de unos minutos consiguió imponer un silencio relativo.
—¡Señoras y señores!
—¿A quiénes habla, jefe?
—Tenemos el honor de contar entre nosotros hoy a… al señor Sean Courteney.
—Despiértate, Boet, hace meses que está entre nosotros.
—Campeón de peso pesado de la república.
—Por qué no del mundo, viejo. Tendría igual derecho a ese título.
—Quien peleará seis vueltas…
—Si llega a durar tanto.
—… Por su título y por una bolsa de cincuenta libras por vuelta. Se oyeron aplausos prolongados.
—El primer retador, de cien kilos de peso, es el señor Anthony…
—Vamos —gritó Sean—. ¿Quién dice que es el primero? Jock Heyns había inspirado hondamente para lanzar el nombre, pero terminó de decirlo en una especie de silbido.
—Así lo dispuso el señor Du Toit.
—Si yo peleo, yo los elijo. Quiero al portu… La mano de Duff se cerró contra la boca de Sean en un susurro desesperado.
—No seas tonto. Reta a los más fáciles primero. Piensa con la cabeza… No hacemos esto para divertirnos. Estamos tratando de financiar la mina. ¿Recuerdas?
Sean se arrancó la mano de Duff de la boca.
—¡Quiero al portugués! —vociferó.
—Lo dice en broma —dijo Duff a la multitud. Luego se volvió hacia Sean, furioso—. ¿Estás loco? Ese gringo es un asesino. Antes de empezar, habremos perdido ya cincuenta libras.
—Quiero al portugués —repitió Sean, con la lógica del niño que pide el juguete más caro de la juguetería.
—Que pelee con el portugués —gritaron los caballeros ubicados en el tejado. Jock Heyns los miró con aprensión. Era obvio que estaban dispuestos a apoyar el pedido con unos cuantos botellazos.
—Muy bien —dijo en seguida—. El primer retador… —cuando hubo mirado a Barnard, repitió la cifra que éste le dio—. Con ciento veinticinco kilos, el señor Felezardo da Silva Fernandes.
En medio de una salva de gritos hostiles y de aplausos el portugués avanzó con paso pesado desde la galería y subió al ring. Sean había visto a Candy en la ventana del comedor y le envió un saludo con la mano. Ella le envió un beso con las dos manos y en el mismo instante Trevor Heyns, el encargado de contar los tiempos, golpeó el balde que servía de campana y Sean oyó el grito de Duff. Instintivamente ladeó la cabeza. Sintió como si un rayo le hubiese atravesado el cráneo y se encontró sentado entre las piernas de la primera fila de espectadores.
—Ese canalla me golpeó —se quejó Sean. Agitaba la cabeza, sorprendido de tenerla todavía pegada al cuerpo. Alguien le arrojó una cantidad de cerveza y trató de calmarlo. En aquel momento sentía la ola de ira subirle por el cuerpo.
—Seis —contó Jock Heyns.
El portugués estaba apoyado contra las cuerdas.
—Ven, mierdita —dijo el portugués—, ven, que tengo más para ti. La furia de Sean le llegó a la garganta.
—Siete, ocho…
Estaba disponiéndose a levantarse de un salto.
—Esto, para tu madre —Fernandes frunció los labios y se los besó—. Y esto, para tu hermana —añadió, ilustrando todo con los gestos correspondientes.
Sean cargó. Con todo el peso de su salto detrás, el puño se le hundió en la boca del portugués y en seguida las sogas contra las que chocó actuaron como catapulta para volver a arrojarlo entre la gente.
—Si ni siquiera estabas dentro del ring, ¿cómo podías pretender pegarle? —protestó uno de los espectadores que había contenido la caída de Sean. Tenía dinero apostado por Fernandes.
—¡Así! —contestó Sean. El hombre cayó sentado y no tuvo más que decir. Sean salvó las cuerdas de un salto. Jock Heyns estaba en la mitad de su segundo recuento cuando Sean lo interrumpió al levantar al portugués en vilo y obligarlo a ponerse de pie, utilizando como manija la cabellera hirsuta. Sostuvo entonces al hombre sobre un par de piernas inseguras y volvió a golpear.
—Uno, dos, tres… —Con aire resignado, Jock Heyns comenzó a contar por tercera vez y en esta oportunidad llegó a diez.
Hubo un rugido de protestas entre la gente y Jock Heyns trató de hacerse oír.
—¿Hay alguien que quiera formular una objeción formal?
Según parecía, había unos cuantos.
—Muy bien, sírvanse subir al ring. No puedo aceptar comentarios expresados a gritos. —La actitud de Jock era comprensible. Perdería una suma importante si se revocaba la decisión. El caso era que Sean se paseaba junto a las cuerdas como un león a la hora de la comida. Jock esperó un plazo discreto y luego levantó el brazo derecho de Sean.
—El ganador. Diez minutos para tomar algo, antes de la próxima vuelta. Rogamos a los guardianes que se lleven a su animal —dijo, haciendo un gesto hacia el portugués.
—Bien, chico. Poco ortodoxo, quizá, pero un hermoso espectáculo. Duff tomó a Sean del brazo y lo llevó hasta una silla en la galería.
—Tres encuentros más y nos ganamos el día —dijo ofreciendo un vaso a Sean.
—¿Qué es esto?
—Jugo de naranja.
—Preferiría algo más fuerte.
—Más tarde, chico.
Duff cobró la bolsa correspondiente al encuentro con el portugués y la metió en el maletín, mientras se llevaban al señor de marras del ring con gran esfuerzo y lo depositaban en el extremo más alejado de la galería.
El siguiente fue Anthony Blair. Blair no peleaba con muchas ganas. Se desplazaba con mucha gracia, pero siempre en una dirección calculada para mantenerse lejos de los puños de Sean.
—El muchacho es un campeón innato de larga distancia.
—Cuidado, Courteney, te dejará sin aliento de tanto correr.
—Última vuelta, Blair, una vuelta más alrededor del ring y habrás corrido las cinco millas.
La carrera terminó cuando Sean, que estaba en este punto sudando copiosamente, lo arrinconó en una esquina y una vez allí no tardó en despacharlo.
El tercer retador tenía para entonces dolor de pecho.
—Me duele tanto que no lo creerán —anunció con los dientes apretados.
—¿Sientes gorgoritos en la garganta cuando respiras? —le preguntó François.
—Sí, ni más ni menos. Unos gorgoritos increíbles.
—Pleuresía —diagnosticó Du Toit con un dejo de envidia.
—¿Es grave eso? —preguntó el hombre, ansioso.
—Gravísimo. Página ciento dieciséis. El tratamiento consiste en…
—En tal caso no podré pelear. Qué diablos, qué mala suerte —dijo el inválido, no sin cierta satisfacción.
—Es una suerte pésima —convino Duff—. Significa que deberá renunciar a la bolsa.
—¡No me diga que se aprovechará de un pobre enfermo!
—Pruebe y verá —repuso Duff, muy cortés.
El cuarto candidato era un alemán. Alto, rubio, y con cara de hombre feliz. Trastabilló tres o cuatro veces al dirigirse al ring, pasó, entre las cuerdas con gran dificultad y se arrastró a su rincón sobre manos y rodillas. Una vez allí, pudo levantarse con algo de ayuda del poste. Jock se le acercó para olerle el aliento y antes de que pudiera eludir al hombre, éste le dio un abrazo de oso y lo guió en varios pasos de vals. Los espectadores se divertían muchísimo y nadie opuso objeciones cuando, terminado el baile, Jock declaró ganador a Sean por knockout técnico. Habría sido más justo, en realidad, pasarle la bolsa a Candy, ya que ella había provisto la bebida.
—Podemos cerrar ya el circo, si quieres, ¿eh, chico? —dijo Duff a Sean—. Ganamos lo suficiente como para mantener la Candy Deep a flote durante otro par de meses.
—No pude actuar en una sola pelea que valiese la pena. Pero me gustó la cara del último. Los otros fueron trabajo y a éste lo tomé sólo por diversión.
—Estuviste magnífico. Mereces divertirte, en realidad —le dijo Duff.
—El señor Martin Curtís. Campeón de peso pesado de Georgia, Estados Unidos —lo presentó Jock.
Gideon Barnard calculó el peso de Curtis en cien kilos, el mismo que el de Sean. Cuando Sean le estrechó la mano, supo que no sería defraudado.
—Encantado. —La voz del norteamericano era tan suave como recia su mano.
—Servidor, señor —dijo Sean y dio un golpe en el espacio ocupado un segundo antes por la cabeza del hombre. Dejó escapar un gruñido, al sentir un puño en el pecho, bajo su propio brazo levantado y retrocedió con cautela. Entre la concurrencia circuló un suspiro colectivo y todos se quedaron inmóviles, con actitud satisfecha. Esto era lo que habían venido a ver.
La sangre brotó desde el principio. Volaba en gotitas cada vez que se propinaba y se recibía un puñetazo. La pelea se desenvolvía sin tropiezos sobre el cuadrado de pasto pisoteado. El ruido de huesos al chocar con carne era seguido de inmediato por el murmullo de los espectadores y los segundos entre ellos por la respiración ronca de los dos hombres y por el rumor de los pies al deslizarse.
—¡Yaaaa! —El tenso silencio fue rasgado por un rugido como el de un león mortalmente herido. Sean y el norteamericano se apartaron, sorprendidos, y como todo el mundo se volviera para mirar el hotel de Candy, Fernandes estaba junto a ellos otra vez. Su hirsuta mole parecía llenar como una montaña toda la galería. De pronto tomó una de las mejores mesas de Candy y apoyándosela contra el pecho, le arrancó dos patas como si fueran patas de pollo asado.
—¡François, el maletín! —exclamó Sean. François lo tomó y lo arrojó muy alto sobre las cabezas de la concurrencia. Sean contuvo la respiración al seguir la trayectoria, pero volvió a respirar con alivio al ver que Mbejane lo recogía en vuelo y desaparecía detrás de la esquina del hotel.
—¡Yaaaa! —repitió Fernandes. Con una pata de mesa en cada mano cargó contra la gente que estaba entre él y Sean. Todos se dispersaron.
—¿Te importa si terminamos esto otro día? —preguntó Sean al norteamericano.
—Claro que no. Cuando quieras. Estaba con ganas de descansar. Duff extendió una mano entre las cuerdas y le tocó el brazo a Sean.
—Hay alguien que te busca. ¿O no lo notaste?
—Puede que sea su manera de mostrarse amigable.
—No apostaría a que es eso. ¿Vienes?
Fernandes se detuvo, se apoyó bien sobre ambos pies y arrojó su proyectil. La pata de mesa voló chirriando como un faisán a un par de centímetros de la cabeza de Sean y la ráfaga a su paso le agitó el pelo.
—Vamos, Duff —dijo Sean. Sentía que Fernandes volvía a avanzar hacia él, siempre armado con un gran garrote de roble y que las tres delgadas cuerdas eran todo lo que los separaba. La velocidad con que Duff y él se largaron a la carrera hizo que la exhibición hecha por Blair antes quedase reducida a la de un hombre corriendo con las piernas enyesadas. Fernandes, por su exceso de peso en la parte superior, nunca podría alcanzarlos.
François llegó a la Candy Deep poco después de mediodía con la noticia de que el portugués, después de haber golpeado a tres de sus promotores hasta dejarlos desmayados, se había ido en la diligencia de la tarde de regreso a Kimberley.
Duff volvió a ponerle el seguro a su rifle.
—Gracias, Franz. Te esperábamos a almorzar. Pensamos que quizá nos harías una visita.
—¿Contaron las ganancias?
—Sí, tu comisión está en una bolsa de papel, sobre la mesa.
—Gracias, hombre. Vamos a festejar.
—Ve tú y bebe en nuestro nombre.
—Pero, Duff, prometiste que… —se quejó Sean.
—Dije que más adelante… dentro de tres o cuatro semanas. Ahora tenemos que trabajar un poco. Por ejemplo, excavar una zanja de quince metros de profundidad y trescientos de largo.
—Podríamos empezar mañana a primera hora.
—¿Quieres ser rico, o no? —le preguntó Duff.
—Claro que sí, pero…
—Quieres cosas buenas, como ropa inglesa, champaña francés y…
—Sí, pero…
—Bien, levanta ese culo de la silla y acompáñame.