Después de la justicia hecha por la Comisión de Mineros hubo en los campamentos algo semejante al orden. El presidente Kruger no deseaba colaborar en la tarea de utilizar su policía contra los focos de rufianes y de ladrones que comenzaban a crecer en las inmediaciones de su capital y se conformaba con destacar espías entre ellos mientras que los dejaba librados a sus propios recursos. Después de todo, los campos auríferos no habían probado aún su rendimiento y lo probable era que al cabo de un año el veld volviese a quedar tan desierto como lo había estado nueve años antes. Podía permitirse esperar. Entretanto, la Comisión de Mineros contaba con su aprobación tácita.
Mientras las hormigas trabajaban cortando la roca con pico y con dinamita, las langostas aguardaban en tabernas y chozas. Hasta el momento, sólo el molino llamado Jack and Whistle estaba produciendo oro y sólo Hradsky y Du Toit sabían cuanto. Hradsky estaba todavía en Ciudad del Cabo, luchando por obtener capital, y François no se confiaba a nadie, ni siquiera a Duff, en cuanto a la capacidad de producción de la mina.
—Los rumores volaban como la arena en un ciclón. Un día se decía que la veta se había estrechado a quince metros de la superficie y al siguiente las cantinas hervían de rumores de que los hermanos Heyns habían bajado más de treinta metros y estaba extrayendo pepitas del tamaño de balas de mosquete. Nadie sabía nada, pero todos estaban dispuestos a adivinar.
En la Candy Deep, Duff y Sean trabajaban sin descanso. El molino se asentó por fin en su plataforma de cemento, las fauces abiertas para recibir el producto del primer mordiscón de la roca. La caldera se ubicó sobre su base, mediante la labor de veinte zulúes sudorosos que no cesaron de cantar un instante. Se instalaron las mesas de cobre para cubrirlas luego de mercurio. No había tiempo para preocuparse por la venta o por la cantidad de dinero cada vez menor en el cinturón de Sean. Trabajaban y dormían. No había otra cosa. Duff comenzó a compartir otra vez la tienda de Sean sobre la cresta y Candy recuperó el uso exclusivo de su cama con colchón de plumas.
El veinte de noviembre encendieron la caldera por primera vez. Cansados y con las manos callosas, los cuerpos delgados y endurecidos por el duro trabajo, estaban allí juntos, contemplando la aguja que marcaba la presión, hasta que ésta llegó a la línea roja superior.
—Bien, por lo menos tenemos fuerza motriz, ahora —murmuró Duff y golpeó con un puño el hombro de Sean—. ¿Oye, qué diablos haces aquí, parado? ¿Crees que es domingo y salimos de picnic? Hay mucho trabajo que hacer, chico.
El dos de diciembre dieron al molino su primera ración y vieron cómo fluía la roca pulverizada por la superficie de las mesas de amalgama. Sean abrazó a Duff en una afectuosa toma de lucha y Duff le dio un puñetazo en el estómago, después de haberle metido el sombrero hasta los ojos. Durante la cena bebieron un vaso de coñac cada uno y rieron un poco, pero eso fue todo. Estaban demasiado fatigados para festejar nada. Desde aquel momento, uno u otro de ellos tendría que estar vigilando en forma constante al monstruo de hierro. Duff tomó el primer turno y cuando Sean fue al molino al día siguiente por la mañana, lo encontró caminando sobre pies inseguros y con los ojos hundidos dentro de ojeras inmensas.
—Según mis cálculos, hemos pasado unas diez toneladas de roca por la máquina. Es hora de limpiar las mesas y ver cuánto oro tenemos.
—Ve a dormir un poco —le dijo Sean, pero Duff fingió no haber oído.
—Mbejane, trae a un par de tus compañeros. Vamos a cambiar las mesas.
—Mira, Duff, puede esperar una o dos horas. Ve y pon la cabeza sobre la almohada.
¿Quieres dejar de arrullarme? Eres peor que una esposa.
Sean se encogió de hombros.
—Como quieras. En ese caso, muéstrame qué debo hacer.
Pasaron la roca molida a la segunda mesa ya preparada. Con una ancha espátula, Duff raspó el mercurio de la superficie de cobre de la primera mesa y llegó a formar una bola del tamaño de un coco.
—El mercurio recoge las partículas de oro —explicó a Sean mientras trabajaba— y deja que las de roca se deslicen por la mesa y caigan en el pozo de desechos. Claro es que no recoge todo, sino que parte del material se pierde.
—¿Cómo vuelves a extraer el oro?
—Pones todo el material en una retorta y evaporas el mercurio. El oro queda.
—Desperdicio horroroso de mercurio.
—No, lo atrapas cuando se condensa y vuelves a utilizarlo. Ven, te mostraré.
Duff llevó la bola de amalgama al cobertizo, la metió en la retorta y encendió el mechero. Con la acción del calor, la bolsa se fundió y el material comenzó a formar borbotones. Ambos la miraban absortos. Bajó el nivel en la retorta.
—¿Y dónde está el oro? —preguntó por fin Sean.
—Calla, ¿quieres? —le dijo Duff con aspereza, para añadir, arrepentido—: Perdona, chico. Me siento un poco fatigado esta mañana.
Se evaporó por fin todo el mercurio y allí lo vieron, reluciente, brillante, amarillo fundido. Una gota de oro del tamaño de una arveja. Duff apagó el mechero y ninguno de los dos habló por un rato. Pasado éste, Sean preguntó:
—¿Eso es todo?
—Eso, amigo mío, es todo —dijo Duff, desalentado—. ¿Qué quieres hacer con él? ¿Obturarte un diente?
Cuando se dirigió hacia la puerta, todo su cuerpo parecía haberse encogido.
—Que siga marchando el molino. Por lo menos, debemos hundirnos con la enseña flameando.