8

Duff se equivocaba. Les llevó mucho más de un mes. El óxido había corroído partes de la maquinaria y cada tuerca que separaban estaba roja y áspera. Trabajaban las doce horas habituales cortando y raspando, limando y aceitando, con los nudillos pelados por el contacto con el acero y las palmas húmedas y enrojecidas en los puntos donde se habían abierto las ampollas. Y un día, en forma milagrosa, inesperada, terminaron la tarea de reparación. A lo largo de la mina Candy Deep, elegante y perfumado con su pintura reciente, lleno de grasa dorada y esperando tan sólo que lo armasen en una pieza, se encontraron delante del molino desmembrado.

—¿Cuánto tiempo nos llevó hasta hoy? —preguntó Duff.

—Se diría que un siglo.

—¿Nada más? —preguntó Duff, sorprendido—. En tal caso, declaro que estoy de vacaciones. Dos días para meditar.

—Medita tú, hermano. Yo me voy de juerga.

—Excelente alternativa. ¡Vamos!

Comenzaron en el hotel de Candy, pero Candy los expulsó después de la tercera trifulca y por tal motivo iniciaron el recorrido de las tabernas. Había por lo menos una docena, y las visitaron todas. Había otra gente festejando el hecho de que el viejo Kruger, presidente de la república, había reconocido oficialmente los yacimientos auríferos. Esto tenía por único efecto hacer pasar el pago de los permisos de explotación del bolsillo de los chacareros propietarios de las tierras a los cofres del gobierno. A nadie le preocupaba esto, salvo, quizá, a los chacareros. Era, en cambio, un buen pretexto para una fiesta. Las tabernas estaban repletas de hombres vociferantes y sudorosos. Sean y Duff bebieron con ellos.

Las marcas populares de bebida procuraban pingües ganancias a sus accionistas en todas las barras de tabernas y los hombres amontonados junto a ellas conformaban la nueva población de los yacimientos de oro. Mineros desnudos hasta la cintura y cubiertos de suciedad, viajantes con ropas chillonas y voces más chillonas aún, vendiendo de todo, desde dinamita hasta remedios contra la disentería, una evangelista vendiendo la salvación, tahúres excavando los bolsillos de sus víctimas, caballeros empeñados en impedir que les salpicaran las botas al escupir el jugo del tabaco, jóvenes recién llegados de la casa paterna y llenos de nostalgia por volver a ella, bóers con barba y trajes de color oliva, parcos en la bebida, pero con ojos vigilantes, fijos sobre los invasores de su tierra. Estaban después los otros, los empleados y los chacareros, los bandidos y los contratistas, oyendo con expresión de codicia las leyendas sobre el oro.

La muchacha de color, Martha, fue a buscarlos la tarde del segundo día. Los encontró en una choza de adobe con techo de paja llamada Taberna de los Ángeles Radiantes. Duff bailaba un solo de un tema popular con una silla por compañera, mientras Sean y otros cincuenta parroquianos marcaban el ritmo sobre el mostrador con vasos y botellas vacías.

Martha corrió de prisa hacia Sean, después de haber golpeado varias manos que intentaron levantarle las faldas, y dando chillidos cada vez que le pellizcaban las nalgas. Llegó al lado de Sean por fin, arrebatada y sin aliento.

—Dice madame que deben volver al instante. Hay dificultades —dijo y de inmediato se alejó corriendo, entre las manos que se extendían para tocarla. Alguien le levantó el vestido y el rugido masculino que brotó indicó la aprobación general por el hecho de que no llevase nada debajo.

Duff estaba tan absorto en su baile, que Sean tuvo que levantarlo en vilo hasta sacarlo del salón y una vez afuera, hundirle la cabeza en un bebedero para los caballos, antes de lograr hacerse escuchar.

—¿Por qué demonios hiciste esto? —gritó Duff, medio ahogado e intentó dar un puñetazo a la cabeza de Sean. Este esquivó el golpe y lo aferró del tronco para que no cayese de espaldas.

—Candy nos necesita… parece que hay dificultades serias.

Duff reflexionó sobre esto unos segundos, con el ceño muy fruncido, y después echó atrás la cabeza y comenzó a cantar con la melodía de "Londres Arde":

Candy llama, Candy llama.

No la queremos, queremos coñac.

Se soltó entonces de las manos de Sean e intentó volver a la taberna. Sean volvió a asirlo, a la vez que le señalaba la dirección del hotel. Candy estaba en su cuarto. Cuando aparecieron los dos tomados del brazo, los miró con fijeza.

—¿Disfrutaron de la fiesta? —preguntó con fingida suavidad. Duff murmuró algo y trató de arreglarse el saco. Sean trataba de mantenerlo derecho, pues estaba bailando una jiga involuntaria con los pies hacia un costado.

—¿Qué le pasó a tu ojo? —preguntó ella a Sean, quien se lo palpó con cautela. Estaba hinchado y de color violáceo. Candy no esperó la respuesta, sino que prosiguió, siempre con el tono suave:

—Bien, si ustedes dos, buenos mozos, quieren tener una mina mañana, será mejor que se pongan sobrios ya mismo.

Los dos se quedaron mirándola y Sean, no obstante hablar con gran cuidado, no logró que sus palabras fuesen del todo inteligibles.

—¿Por qué, qué sucede?

—Están por despojarnos de los títulos, eso es todo. Esta nueva reclamación de un yacimiento aurífero como propiedad del Estado da a los bandidos la excusa que esperaban. Alrededor de un centenar de ellos ha formado un sindicato, que afirma que los antiguos títulos de propiedad no tienen ya validez. Están por arrancar las estacas y reemplazarlas por las propias.

Duff se dirigió con paso firme al lavabo junto a la cama de Candy. Allí se echó mucha agua en la cara y se la secó con energía. Hecho esto, se inclinó a besarla.

—Gracias, mi amor —le dijo.

—Duff, por favor, tengan cuidado —les gritó cuando se alejaban.

—Veamos si podemos contratar a unos cuantos mercenarios —propuso Sean.

—Buena idea. Trataremos de localizar a unos cuantos que estén sobrios. Puede que los haya en el comedor de Candy.

De regreso a la mina dieron un pequeño rodeo para detenerse en el campamento de François. Había oscurecido para entonces y François apareció en un camisón recién planchado. Al ver a los cinco hombres armados que acompañaban a Duff y a Sean levantó una ceja.

—¿Van de caza? —preguntó.

Duff le contó rápidamente lo que sucedía y cuando hubo terminado, François estaba saltando de agitación.

—¡Robarme mis títulos, malditos! ¡Que malditos! —dijo y después de meterse corriendo en su tienda reapareció con una escopeta de dos caños.

—Veremos, hombre, veremos cómo quedan perforados de municiones.

—François, escucha —le dijo a gritos Sean—. No sabemos qué terrenos ocuparán primero. Prepara a tus hombres y si oyes disparos, ven para ese punto y danos una mano. Nosotros te la daremos a ti.

Ja, Ja, te aseguro que iremos. Qué canallas. —Con los faldones del camisón entre las piernas François corrió al trote a reunir a sus hombres.

Mbejane y los otros zulúes estaban preparando la cena, sentados en cuclillas alrededor de la gran olla de tres patas. Sean se acercó a caballo.

—Traigan sus lanzas —les dijo. Los hombres corrieron a sus chozas y volvieron casi de inmediato.

—¿Dónde hay pelea, Nkosi? —preguntaban todos con gran ansiedad. Habían olvidado la comida.

—Vengan, los llevaré.

Distribuyeron a los hombres contratados entre la maquinaria del molino, desde donde cubrirían bien el sendero que llevaba hasta la mina. Escondieron después a los zulúes en una de las zanjas de exploración. Si llegase a producirse una gresca, les esperaba una sorpresa a los hombres del sindicato. Duff y Sean se apartaron un poco por la pendiente para verificar si todos sus defensores estaban bien ocultos.

—¿Cuánta dinamita tenemos? —preguntó Sean, pensativo. Duff lo miró con sorpresa, pero casi en seguida, sonrió.

—Nos alcanza, diría yo. Esta noche tienes una serie de ideas brillantes —dicho esto lo precedió al cobertizo que utilizaban como depósito.

En el medio del sendero y a unos centenares de metros, pendiente abajo, enterraron una caja llena de explosivos y sobre ella dejaron una lata vieja para marcar el lugar. Volvieron al cobertizo y pasaron la hora siguiente fabricando granadas con cargas de dinamita, cada una de ellas provista de detonador y de una mecha corta. Cuando terminaron, permanecieron quietos, arrebujados en sus abrigos de piel de carnero, con sus rifles en las rodillas, esperando.

Desde su posición alcanzaban a ver las luces dispersas de los campamentos en el valle y a oír cantos aislados desde las tabernas, pero el sendero bañado por la luz de la luna seguía desierto. Continuaron sentados el uno junto al otro, con la espalda apoyada contra la caldera recientemente pintada.

—¿Cómo se enteró Candy, me pregunto yo? —preguntó Sean.

—Sabe todo. Ese hotel que tiene es el centro del yacimiento y ella mantiene el oído bien abierto.

Volvieron a callar y entonces Sean formuló su pregunta siguiente.

—Esta Candy nuestra… qué muchacha, ¿no?

—Sí.

—¿Piensas casarte con ella, Duff?

—¡Por Dios! —Duff se irguió como si le hubiesen dado una puñalada—. Debes de estar loco, chico, o bien acabas de hacer una broma de pésimo gusto.

—Te adora y por lo que he visto, le tienes bastante simpatía. Sean sentía alivio, en el fondo, al ver la negativa de Duff. Sentía celos, pero no de la mujer.

—La verdad es que tenemos un interés común. No lo niego. ¡Pero… casarse! —Duff se estremeció ligeramente y no fue a causa del frío—. Sólo un tonto comete dos veces el mismo error.

Sean se volvió hacia su amigo, sorprendido.

—¿Estuviste casado ya? —preguntó.

—Y bien casado. Era mitad española y el resto noruega. Una mezcla ardiente y tormentosa de fuego glacial y hielo ardiente. —La voz de Duff se volvió nostálgica—. El recuerdo se ha enfriado lo suficiente como para que sea capaz de recordarlo con un poco de pesar.

—¿Qué sucedió?

—La abandoné.

—¿Por qué?

—Sólo hacíamos bien dos cosas y una de ellas era reñir. Cuando cierro los ojos, sigo viendo cómo sonreía con un mohín de esos labios hermosos y me los acercaba bien a la oreja para murmurar alguna palabrota y después… vuelta a la cama para hacer las paces.

—Tal vez no elegiste bien. Si miras a tu alrededor, verás a mucha gente felizmente casada.

—Menciona a una sola —lo desafió Duff. El silencio se prolongó mientras Sean reflexionaba. Duff prosiguió—. Hay una sola razón válida para casarse y es los hijos.

—Y la compañía, otra buena razón.

—¿Compañía de una mujer? —le interrumpió Duff con incredulidad—. Es como hablar del perfume del ajo. No tienen capacidad para ello. Supongo que se debe a la educación que reciben de sus madres, quienes son, después de todo, también mujeres. Pero, cómo puedes ser amigo de alguien que sospecha de cada uno de tus movimientos, que considera cada uno de tus actos y lo juzga sobre la base de "¿Me quieres, no me quieres? " —Duff agitó la cabeza con aire melancólico—. ¿Cuánto puede durar una amistad cuando requiere cada hora una declaración de amor para sustentarla? El catecismo del matrimonio, "¿Me quieres querido? " "Sí, desde luego te quiero, mi amor". Y tiene que sonar convincente, pues de lo contrario, tenemos lágrimas.

Sean rió.

—Muy bien, te hace gracia, mucha gracia, mientras no tienes que vivirlo —se lamentó Duff—. ¿Trataste alguna vez de hablar con una mujer de algo que no sea amor? Las cosas que te interesan a tí no les provoca el menor entusiasmo. Es un verdadero choque la primera vez que intentas hablarles de algo sensato, y de pronto adviertes que no cuentas con su atención. Los ojos adquieren una expresión fija y entonces sabes que están pensando en el vestido nuevo o bien en si deberán invitar o no a la señora Van der Hum a la fiesta. Entonces dejas de hablar y este es otro error. Es una señal. El matrimonio está lleno de señales que sólo la esposa sabe leer.

—Por mi parte, no soy gran partidario del matrimonio, Duff, pero, ¿no eres un poco injusto al juzgar todo según tu propia experiencia desgraciada?

—Eliges a cualquier mujer, le metes un anillo en el anular y la transformas en esposa. Primero te permite introducirte en su cuerpo cálido y suave, lo cual es agradable, y después, en su mente cálida y suave, que no lo es tanto. No comparte, posee, se aferra y por último te asfixia. La relación entre hombre y mujer tiene poco interés, en el sentido de que se ajusta a una fórmula inalterable. Y la naturaleza lo ha dictado así, por la excelente razón de que debemos multiplicarnos. Pero para obtener tal resultado, sin exceptuar de la regla a Romeo y Julieta ni a Bonaparte y Josefina, todo amor debe conducir a la realización de una simple función biológica. Es tan trivial, una experiencia tan breve y tan trivial. Aparte de esto, el hombre y la mujer sienten de diferente manera, piensan de diferente manera y se interesan por diferentes cosas. ¿Llamarías a todo esto compañerismo?

—No, pero me pregunto si estás pintando las cosas como son. ¿Es esto todo lo que hay entre ellos? —preguntó Sean.

—Algún día lo verás. La naturaleza, en su preocupación por la reproducción, ha colocado una barrera en la mente del hombre. Lo ha aislado de los consejos y la experiencia de sus semejantes, lo ha inoculado contra ella. Cuando te llegue el momento irás al cadalso cantando.

—Me asustas.

—Es la monotonía lo que me deprime… la maldita monotonía de la experiencia. —Inquieto, Duff se agitó y después volvió a apoyarse contra la caldera—. Las relaciones interesantes son aquellas en las que el nivelador sexual no tiene participación, las de hermanos, enemigos, amo y servidor, padre e hijo, hombre y hombre.

—¿Los homosexuales?

—No, eso es sólo sexualidad que no marcha al mismo paso y estamos otra vez en la dificultad original. Cuando un hombre entabla una amistad, no lo hace obedeciendo a una compulsión incontenible, sino por su libre voluntad. No hay cadenas, rituales ni contratos escritos. No se plantea el abandono de otros, ni la obligación de hablar de dicha amistad, de charlar y jactarse todo el tiempo. —Duff se levantó y se quedó inmóvil—. Es una de las cosas hermosas de la vida. ¿Qué hora es?

Sean sacó su reloj y lo inclinó para iluminarlo con la luz de la luna.

—Es más de medianoche. Parece que no vendrán.

—Vendrán. Hay oro aquí, otra compulsión incontenible. Vendrán. El problema es, cuándo.

Las luces a lo largo del valle se apagaron una por una, las voces profundas y cadenciosas de los zulúes callaron y se levantó un leve viento fresco que agitó el pasto en los bordes de Candy Deep. Sentados juntos, dormitando a ratos, conversando a veces en voz baja, esperaron toda la noche. El cielo palideció y luego adquirió bonitos tintes sonrosados. Un perro ladró cerca del Hospital Hill y otro se unió al coro. Sean se levantó para desperezarse y cuando miró el valle, los vio. Una mancha negra de jinetes al galope, llenando la senda, sin levantar polvo en la tierra humedecida por el rocío, desplegándose para atravesar el Natal Spruit y luego uniéndose en la margen más próxima antes de avanzar.

—Señor Charleywood, tenemos visitas.

Duff se levantó de un salto.

—Puede que pasen de largo junto a nuestro lote y comiencen por la Jack y la Whistle.

—Veremos qué camino toman cuando lleguen a la horqueta. Entretanto, debemos prepararnos. Mbejane —llamó Sean. La cabeza renegrida apareció por arriba del borde de la zanja.

—¿Nkosi?

—¿Estás despierto? Vienen.

La negrura se hendió con una sonrisa blanca.

—Estamos despiertos.

—Entonces, inclínense bien y quédense así hasta que yo dé la orden.

Los cinco mercenarios estaban tendidos de bruces en el pasto, cada uno de ellos con un paquete de balas abierto cerca de la mano. Sean volvió corriendo junto a Duff y ambos se agazaparon junto a la caldera.

—La lata se ve con claridad desde aquí. ¿Crees que puedes dar en ella?

—Con los ojos cerrados —repuso Sean.

Los jinetes llegaron a la bifurcación y se volvieron sin vacilar hacia la Candy Deep, apurando el paso al aproximarse por el borde. Sean apoyó el rifle contra la parte superior de la caldera y ubicó la mancha plateada con la mira.

—¿Cuál es la posición jurídica, Duff? —preguntó entre dientes.

—Acaban de cruzar nuestro límite. En este momento son oficialmente intrusos —dijo Duff con gran solemnidad.

Uno de los primeros caballos pateó la lata y Sean disparó al punto donde había estado. El disparo resonó intensamente en el silencio del amanecer y las cabezas de cada miembro del sindicato se volvieron llenas de alarma, hacia el borde de la mina, pero en ese instante la tierra que pisaban se levantó en una nube pardusca para subir al encuentro del cielo. Cuando se disipó el polvo pudo verse la masa desordenada de caballos y hombres derribados. Los gritos llegaban con toda claridad hasta la cima de la elevación.

—Mi Dios —dijo Sean, horrorizado al ver la masacre.

—¿Los terminamos, patrón? —preguntó uno de los mercenarios.

—No —dijo Duff—. Tienen ya suficiente.

Comenzó entonces la huida de caballos sin jinete, de hombres montados y de otros a pie, corriendo en todas direcciones por el valle. Sean sintió alivio al comprobar que quedaban sólo una media docena de hombres y unos pocos caballos tendidos en el camino.

—Bien, ésas son las cinco libras más fácilmente ganadas de su vida —dijo Duff a uno de los mercenarios—. Creo que pueden irse a casa y tomar un buen desayuno.

—Espera, Duff —indicó Sean. Los sobrevivientes de la explosión estaban en la bifurcación y allí se detuvieron delante de otros dos jinetes.

—Esos dos están tratando de reagruparlos.

—Cambiarán de idea. Todavía están a tiro.

—No están ya dentro de nuestra propiedad —insistió Sean—. ¿Tienes ganas de llevar un collar hecho de cuerda?

Se quedaron entonces observando a los miembros del sindicato, que consideraban haber luchado lo suficiente por ese día, mientras desaparecían camino abajo hacia los campamentos, y el resto se conglomeraba en una mancha sólida en la bifurcación.

—Debimos haber disparado bien sobre ellos mientras tuvimos la ocasión —rezongó uno de los mercenarios con aire aprensivo—. Ahora volverán. Miren a ese bandido hablándoles como si fuera un abuelo.

Desmontaron y luego se desplegaron, para comenzar entonces a desplazarse con cautela colina arriba. Al alcanzar casi la línea de estacas que delimitaban los títulos de propiedad de los lotes, se detuvieron un instante y en seguida arrancaron los palos que encontraban a su paso.

—Todos juntos, señores, por favor —dijo Duff con gran urbanidad. Los siete rifles dispararon a la vez. La distancia era grande y los treinta o más incursores comenzaron a avanzar inclinados y en zigzag. Al principio las balas no los alcanzaron, pero a medida que se acortaba la distancia, comenzaron a caer. Había una grieta de poca profundidad que surcaba diagonalmente la ladera, y a medida que llegaban a ella los atacantes saltaban dentro y desde aquel resguardo; comenzaron a responder con entusiasmo al fuego de los hombres de Sean. Las balas rebotaban en la maquinaria, dejando puntos metálicos donde hacían impacto. Los zulúes de Mbejane añadían ahora sus gritos al tumulto general.

—Vayamos contra ellos ahora, Nkosi.

—Están cerca. Vayamos.

—Quietos, locos, no avanzarán ni cien pasos frente a esos rifles —les gritó Sean con violencia.

—Sean, cúbreme —susurró Duff—. Voy a avanzar por detrás de la cresta, los atacaré por el flanco y echaré unos cuantos palitos de dinamita dentro de esa grieta.

Sean lo aferró de un brazo y le hundió los dedos con tanta fuerza que Duff hizo un gesto de dolor.

—Das un paso y te rompo la culata de este rifle en la cabeza. Eres igual a esos negros. Ahora, sigue disparando y déjame pensar. —Al mirar por arriba de la caldera debió bajar de inmediato la cabeza al pasar una bala con un fuerte silbido y a pocos centímetros de su oreja. Se quedó mirando la pintura reciente que tenía delante de la nariz y luego se apoyó con fuerza contra la caldera. Esta se movió un poco. Al levantar la vista vio que Duff lo miraba.

—Caminaremos juntos y arrojaremos esa dinamita —le dijo—. Mbejane y sus sanguinarios salvajes harán rodar la caldera delante de nosotros. Estos otros señores nos cubrirán. Haremos todo en gran estilo hoy.

Llamó a los zulúes y cuando salieron de la zanja les explicó todo. Los hombres aprobaron en coro el plan y comenzaron a empujarse para tener un lugar donde empujar la caldera. Sean y Duff se llenaron el frente de la camisa de granadas de dinamita y encendieron en cada una la corta mecha embreada.

Hecho esto Sean hizo un gesto al zulú.

—Dónde están los hijos de Zulú —cantó Mbejane, adoptando una voz chillona al formular la antiquísima pregunta retórica.

—Aquí —dijeron los guerreros, prontos a hacer fuerza contra la caldera—. Aquí.

—¿Qué brillo tienen las lanzas de Zulú?

—Más brillo que el sol.

—¿Cuánta hambre tienen las lanzas de Zulú?

—Más hambre que la langosta.

—Llevémoslas, pues, a comer.

—Yeh-ho. —Explosivas afirmaciones, seguidas por el lento movimiento de la caldera ante el impulso de los hombros de los negros.

Yeh-ho. —Otra vuelta reacia.

Yeh-ho. —La caldera rodó con mayor rapidez.

Yeo-ho. —En ese instante la gravedad comenzó a intervenir. La caldera avanzó pesadamente cuesta abajo y todos corrieron tras ella. El fuego desde la zanja se intensificó y resonaba como granizo contra el enorme cilindro de metal. El canto de los zulúes cambió asimismo de tono. El canto profundo se volvió más ágil y al aumentar de volumen adquirió matices de tal furor que hacía hervir la sangre. Los chillidos demenciales, horrorosos, ponían piel de gallina a Sean y le provocaban escalofríos por la columna vertebral al posarle en ella los dedos glaciales del recuerdo, pero al mismo tiempo lo llenaron de fervor. Por fin abrió la boca y comenzó a gritar con ellos. Tocó la primera granada con la punta de la soga encendida y la arrojó en un gran arco chisporroteante y ruidoso, que estalló en el aire arriba de la grieta. Volvió a arrojar otra y en el mismo instante oyó el ruido de la que lanzó Duff. La caldera pasó por encima del borde de la grieta y se detuvo en medio de una nube de polvo. Los zulúes fueron detrás de ella, desplegándose, sin dejar de chillar. Desde aquel momento sus lanzas no descansaron. Los blancos rompieron filas, treparon desesperados para salir de la zanja y huyeron, tratando de escapar a los golpes de los zulúes.

Cuando llegó François con cincuenta mineros armados, la lucha había terminado.

—Lleva a tu gente a los campamentos. Revísalos bien. Queremos a cada uno de los que lograron escapar —le dijo Duff—. Es hora ya de que sepan qué significa un poco de orden y de legalidad en este yacimiento.

—¿Cómo podremos identificar a los que participaron? —preguntó.

—Por las caras blancas y por el sudor de sus camisas —repuso Duff.

François y sus hombres se alejaron y quedó para Sean y Duff la tarea de despejar el campo de batalla. Fue bastante ingrata, a causa de la obra de las lanzas. Mataron a los caballos que vivían aún después de la explosión y extrajeron más de una docena de cadáveres de la grieta y de la pendiente debajo de ella. Dos eran zulúes. Los heridos, que eran muchos, fueron depositados en carretas y trasladados al hotel de Candy.

Comenzaba la tarde cuando llegaron. Metieron la carreta entre la multitud y se detuvieron delante del hotel. Daba la impresión de que estaba allí toda la población del yacimiento, amontonada en el reducido espacio donde François tenía a sus prisioneros.

François no cabía en sí de entusiasmo, y agitaba su escopeta en peligrosos arcos mientras arengaba a todos. Después hundió los dos caños de la escopeta en la espalda de uno de los prisioneros.

—Bandidos —gritaba—. Robarnos los títulos. ¿Oyeron? Querían robarnos los títulos.

En ese momento vio llegar a Duff y a Sean en la carreta abriéndose paso entre la gente.

—Duff, Duff. Los tenemos a todos.

La multitud retrocedió, respetuosa, ante esos movimientos de la escopeta y Sean se estremeció cuando durante un instante la vio apuntándole.

—Los veo, François —le aseguró Duff—. En realidad nunca vi a nadie tener tan bien a otros.

Los prisioneros de François estaban atados con varias vueltas de cuerda y podían mover sólo la cabeza. Como garantía adicional tenían a un minero con un rifle cargado junto a cada uno de ellos. Duff bajó de la carreta.

—¿No crees que habría que aflojar un poco esas cuerdas? —preguntó a François con aire de duda.

—¿Para que se me escapen? —repuso éste escandalizado.

—¿Crees que llegarían muy lejos?

—No, probablemente, no.

—Bien, una media hora más y tendrán gangrena. Mírale la mano a ése. Qué hermoso tono azulado.

De mala gana François aceptó aflojarles las cuerdas. Duff se abrió paso a través de la multitud y subió los escalones del hotel. Desde allí levantó una mano, pidiendo silencio.

—Hoy murieron muchos hombres. No queremos que vuelva a suceder. Una manera de impedirlo es asegurarnos de que este grupo tenga su merecido.

François inició la ovación.

—Pero debemos hacer las cosas como es debido. Propongo que elijamos una comisión que se ocupe de este asunto y de cualquier otro problema que surja en estos yacimientos. Diez miembros, digamos, y un presidente.

La ovación se repitió.

—Que se llame la Comisión de Mineros —gritó alguien y todo aplaudieron con entusiasmo.

—Muy bien, la Comisión de Mineros. Ahora, queremos un presidente. Propongan nombres.

—El señor Charleywood —gritó François.

—Sí, Duff. Será excelente.

—Sí, Duff Charleywood.

—¿Otros nombres?

—No —exclamaron todos.

—Gracias, señores —les dijo Duff con una sonrisa—. Aprecio el gran honor que me hacen. Y ahora, diez miembros.

—Jock y Trevor Heyns.

—Karl Lochtkamper.

—François Du Toit.

—Sean Courteney.

Se propusieron cincuenta nombres. Duff se resistía a contar los votos y por lo tanto se eligió la comisión por aclamación. Duff nombraba a los candidatos uno por uno y aguardaba después hasta obtener la reacción general. Sean y François se encontraron entre los electos. De inmediato se sacaron sillas y una mesa a la galería y Duff ocupó su lugar. Pidió silencio, golpeando la mesa con una jarra de agua, declaró abierta la primera sesión de la Comisión de Mineros y acto seguido impuso multas de diez libras a tres personas entre la concurrencia por disparar armas durante una reunión, o por grave desacato a la Comisión. Con el pago de las multas se logró un clima apropiado de solemnidad.

—Pediré al señor Courteney que presente el caso de la acusación. Sean se levantó e hizo una breve descripción de la batalla librada en la mañana. Sus últimas palabras fueron:

—Usted estaba presente, de modo que está enterado de todo.

—Es verdad —convino Duff—. Gracias, señor Courteney. Creo que presentó la situación en términos bien objetivos. Ahora —dijo, dirigiéndose a los prisioneros—, ¿quién será el defensor de ustedes?

Hubo un momento de inquietud y de susurros, hasta que por fin obligaron a un hombre a adelantarse. Al descubrirse, se sonrojó intensamente.

—Su Alteza —dijo y aquí se detuvo, agitándose de timidez.

—Su Alteza.

Ya lo dijo.

—No sé por dónde empezar, señor Charleywood… Quiero decir señor juez.

Duff volvió a dirigirse a los prisioneros.

—Tal vez querrían proponer a otro.

El primer defensor se retiró entonces, muy avergonzado y apareció otro a encararse con la Comisión Éste tenía más audacia.

—Ustedes, bandidos, no tienen derecho a hacernos esto —dijo. Duff le impuso una multa de diez libras. Sus palabras siguientes fueron mas corteses.

—Señor Juez, no puede hacernos esto. Teníamos nuestros derechos, le diré, me refiero a la nueva disposición y todo eso, quiero decir que los títulos no tenían ya validez, ¿no? Vinimos llenos de amistad, ya que los viejos títulos no eran legales y entonces tenemos derecho a hacer lo que hicimos. Entonces ustedes, grandes canallas, quiero decir, usted, señor Juez, nos lanzaron dinamita y digo que teníamos derecho a defendernos, después de todo. ¿O no, señor Juez?

—Defensa brillante, llevada, con la mayor competencia. Sus compañeros deben quedarle agradecidos. —Lo elogió Duff y se volvió hacia la Comisión—. Ahora bien gentiles caballeros, ¿qué dicen ustedes? ¿Culpables, o inocentes?

—Culpables. —Todos hablaron a la vez, y para enfatizar el voto, François añadió—: Canallas del diablo.

—Consideraremos ahora la sentencia.

—Ahorcarlos —gritó alguien y al instante el estado de ánimo general cambió. Dejó de ser cordial. La multitud gruñó.

—Soy carpintero, puedo levantar una hilera de horcas en pocos minutos.

—No gastaremos madera en ellos. Usemos los árboles.

—Traigan las cuerdas.

—A colgarlos.

La multitud se adelantaba, enloquecida de ansias de lincharlos. Sean arrebató la escopeta a François y saltó sobre la mesa.

—Les juro por Dios que mataré al primero de ustedes que toque a uno solo de ellos antes de que la Comisión lo autorice. —Todos se quedaron inmóviles y Sean aprovechó su ventaja—: A esta distancia no erraré. Vamos, vamos, prueben mi puntería. Tengo dos cargas en esta escopeta. Alguien saldrá partido en dos. —La gente retrocedió, murmurando.

"Tal vez hayan olvidado que en este país existe una fuerza policial y una ley contra el asesinato. Los cuelgan hoy y mañana les tocará a ustedes.

—Tiene razón, señor Courteney, sería asesinato cruel y a sangre fría —se lamentó el defensor.

—Calla, tonto —le dijo Duff con brusquedad y alguien entre la gente lanzó una carcajada. La risa se comunicó a otros y Duff dejó escapar un suspiro de alivio. El peligro había estado muy cerca.

—Pongámosles alquitrán y plumas.

Duff sonrió.

—Ahora sí que oigo algo sensato —dijo—. ¿Quién tiene unos cuantos barriles de alquitrán para vender? —preguntó, mirando a su alrededor—. ¿Cómo, no hay ofertas? En tal caso, tendremos que pensar en otra cosa.

—Yo tengo treinta tambores de pintura roja, a treinta chelines cada uno y es buena pintura importada. —Duff reconoció en quien habló a un comerciante que había abierto un comercio de ramos generales en Ferrieras Camp.

—El señor Tarry propone pintura. ¿Qué opinan?

—No, se quita con demasiada facilidad. No sirve.

—Se la vendo barata. Veinticinco chelines el tambor.

—No. Métete tu maldita pintura en… —rugió la multitud.

—Démosles una vuelta en la ruleta del Diablo —gritó otra voz. Todos expresaron su acuerdo a gritos.

—Bien, bien. La ruleta.

—Gira, gira, gira. Nadie sabe dónde para —dijo un minero de barba negra desde el techo de una choza en el lado opuesto del camino. La multitud volvió a gritar.

Sean observaba la expresión de Duff. No sonreía, sino que pesaba la situación. Si volvía a detenerlos, perderían la paciencia y correrían el riesgo de que los matase la escopeta. No podía correr tal riesgo.

—Muy bien. Si ustedes quieren —dijo, mirando al grupo de prisioneros aterrados—. La sentencia de esta corte es que jueguen a la ruleta del Diablo durante una hora y después se retiren de este yacimiento. Si llegamos a sorprenderlos aquí, jugarán una hora más. Se perdonará a los heridos la primera parte de la sentencia. Creo que ya han sufrido bastante. El señor Du Toit dirigirá el castigo.

—Preferiríamos la pintura, señor Charleywood —volvió a suplicar el vocero.

—Con toda seguridad —dijo Duff en voz baja, pero la gente se los llevaba ya en dirección al veld abierto detrás del hotel. La mayoría tenía títulos propios y no le agradaba este tipo de usurpadores. Sean bajó de la mesa.

—Vamos a beber algo —le dijo Duff.

—¿No piensas ir a mirar?

—Vi cómo lo hacían una vez en la región del Cabo. Fue suficiente.

—¿Qué les hacen?

—Ve a mirar, si quieres. Te esperaré en los Angeles Radiantes. Me sorprenderá si te quedas allá la hora completa.

Cuando llegó Sean, la mayoría de las carretas habían sido trasladadas desde los campamentos y dispuestas en hilera. Los hombres se amontonaban alrededor de ellas para colocar soportes debajo de los ejes que levantaban las ruedas hasta separarlas del suelo. Después se empujaba a los prisioneros, destinándose uno a cada rueda. Muchas manos impacientes los levantaban para atarlos de pies y manos al borde de la rueda, con la taza en el medio de la espalda y brazos y piernas extendidos hasta formar una gran "X". François corrió de prisa a lo largo de la hilera, para revisar las cuerdas que aseguraban a los hombres y en cada una de las ruedas puso a cuatro mineros: dos para ponerla en movimiento y otros dos para reemplazarlos cuando el primer par se fatigase. Llegó al final, volvió al centro, sacó el reloj de bolsillo, verificó la hora y gritó:

—Muy bien. A hacerlas girar, kerels.

Las ruedas comenzaron a moverse, primero despacio, luego, cada vez más rápido a medida que cobraban impulso. La velocidad era tal que los cuerpos atados a ella adquirieron contornos sinuosos.

—Gira, gira, gira, gira, gira, gira la rueda —cantaban todos alborozados.

A los pocos minutos alguien lanzó una ruidosa carcajada en un extremo de la hilera de carretas. Alguien había empezado a vomitar y el vómito partía de su boca como las chispas amarillas de una rueda de juegos artificiales. Después empezaron a vomitar otros más. Sean los oía hacer arcadas y jadear al arrojarles la fuerza centrífuga los vómitos hacia el fondo de la garganta y luego hacia la nariz. Esperó unos minutos más, pero cuando también comenzaron a vaciarse los intestinos de los castigados se apartó, presa de náuseas, y huyó hacia Los Ángeles Radiantes.

—¿Te gustó? —le preguntó Duff.

—Dame un coñac —susurró.