Después de la partida de Duff, Sean comenzó a trabajar y a hacer trabajar a sus hombres sin piedad. No tardaron en excavar el material que recubría la veta, hasta dejarla expuesta en todo el largo de los terrenos de Candy. Seguidamente iniciaron el fraccionamiento del material aurífero y lo apilaron junto al lugar donde se levantaría el molino. Con cada jornada de doce horas, aumentaba el volumen de la pila. No había aún indicios de la Veta Líder, pero Sean no tenía tiempo para preocuparse por ello. Por la noche se arrastraba hasta su cama y dormía, extenuado, hasta la mañana siguiente, cuando volvía a la obra. Los domingos iba a visitar a François en su tienda y conversaban sobre minería y sobre medicamentos. François tenía un enorme botiquín lleno de remedios de marca y un volumen titulado El médico en casa. El tema predilecto de François era la propia salud y estaba tratándose en forma simultánea por tres enfermedades de cierta importancia. Pero si bien de vez en cuando incurría en infidelidad, el gran amor de su vida era la diabetes. La página de El médico en casa referente a este mal estaba arrugada y sucia a causa de sus constantes consultas. Conocía de memoria todos los síntomas y él mismo padecía de todos. El otro mal de su predilección era la tuberculosis ósea. Esta enfermedad se le desplazaba por todo el cuerpo con una rapidez asombrosa y de una semana a la siguiente pasaba de la cadera a la muñeca. A pesar de esta mala salud, sin embargo, era experto en minería y Sean le extraía conocimientos sin piedad. La diabetes no impedía a François compartir una botella de coñac los domingos por la noche. Sean se abstenía de ir al hotel de Candy. Aquella rubia deslumbrante, con su piel de durazno maduro, habría sido demasiada tentación y no confiaba en su fuerza de voluntad lo suficiente como para no arriesgar su nueva amistad con Duff mediante una relación indiscreta. Se limitaba, pues, a descargar toda su energía en las excavaciones de Candy Deep.
Todas las mañanas fijaba a sus zulúes una tarea a cumplir, siempre algo mayor que la del día anterior. Los negros cantaban mientras trabajaban y era muy raro que no hubiesen completado su trabajo hacia la noche. Los días se confundían los unos con los otros y se convertían en semanas, que a su vez se cuadriplicaban para convertirse en meses. Sean comenzó a imaginar a Duff divirtiéndose con las muchachas de Ciudad del Cabo merced a sus propias ochocientas libras. Una noche cabalgó muchos kilómetros hacia el sur por el camino al Cabo, deteniéndose a interrogar a cada jinete que pasaba. Por fin renunció a proseguir y volvió a los yacimientos, donde se dirigió directamente a una de las tabernas en busca de una pelea. Encontró a un minero alemán rubio y de gran talla dispuesto a darle el gusto. Salieron juntos afuera y durante una hora se castigaron mutuamente bajo el cielo de la fresca noche de Transvaal, rodeados por un círculo de espectadores entusiastas. Después su contrincante y él entraron juntos en la taberna, se estrecharon las manos ensangrentadas, juraron amistad recíproca bebiendo y terminada la ceremonia, Sean volvió a Candy Deep libre de su demomo por el momento.
La tarde siguiente estaba trabajando cerca del extremo norte de los terrenos, junto en el que habían excavado unos cinco metros para no perder contacto con la veta. Sean acababa de marcar los puntos donde debían hundirse las cargas de dinamita para la próxima explosión y los zulúes estaban ociosos, aspirando rapé y escupiéndose las palmas de las manos antes de recomenzar el trabajo.
—Vaya, vagabundos motosos. ¿Qué hay aquí, una reunión sindical?
La voz familiar les llegaba desde arriba, y allí estaba Duff, mirándolos. Sean trepó corriendo hasta el borde de la zanja y lo estrechó en un abrazo de oso. Duff estaba más delgado, tenía una barba rubia de varios días y el pelo rizado blanco de polvo. Cuando terminaron las efusividades Sean le preguntó:
—Vamos, ¿dónde está el regalo que fuiste a comprarme? Duff rió.
—No muy lejos. Veintiocho carretas llenas con tu regalo.
—¿Lo conseguiste? —preguntó Sean a gritos.
—¡Por supuesto! Ven y te lo mostraré.
El convoy de Duff se extendía a través de unos seis kilómetros por el veld y la mayoría de las carretas iban tiradas por dos yuntas de bueyes a causa del enorme peso de la maquinaria. Duff le mostró el cilindro manchado de herrumbre que ocupaba una de las primeras carretas.
—Esa es mi propia cruz y martirio, siete toneladas de la caldera más malvada, caprichosa y perversa del mundo. Si no me rompió los ejes una vez, los rompió por lo menos diez desde que salimos de Colesberg, para no hablar ya de las dos veces en que se hundió, una en el medio de un río.
Cabalgaron juntos, siguiendo la procesión de carretas.
—¡Mi Dios! Nunca supuse que fuesen tantas —dijo Sean, agitando la cabeza sin poder creerlo—. ¿Estás seguro de que sabrás cómo volver a armarlo?
—Déjalo por cuenta de tu tío Duff. Claro que será necesario arreglarlo un poco, ya que estuvo a la intemperie unos dos años. Parte del material tenía una capa espesa de herrumbre, pero el uso sabio de grasa, pintura y yeso de Charleywood velará porque la planta de Candy Deep esté moliendo roca y escupiendo oro en menos de un mes.
Duff se interrumpió al ver acercarse a un jinete.
—Te presento al contratista de las carretas —dijo—. Frikkie Malan, el señor Courteney, mi socio.
El contratista se detuvo y saludó a Sean. Después se limpió el polvo de la cara con una manga.
—Gott, señor Charleywood, no tengo inconveniente en decirle que nunca me costó tanto trabajo ganarme el dinero como en este transporte. No es por nada personal, pero estaré vragtig, encantado, de ver por última vez esta carga.