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—Necesitaremos mano de obra, por lo menos diez nativos, para comenzar. Dejo esto a tu cargo, Sean. —Estaba desayunándose a la mañana siguiente delante de la tienda. Sean hizo un gesto afirmativo, pero no intentó responder hasta haber tragado, su tocino.

—Encargaré dé esto a Mbejane ya mismo. El conseguirá los zulúes, aunque tenga que empujarlos hasta aquí a punta de lanza.

—Muy bien. Entretanto tú y yo volveremos a Pretoria a comprar el equipo básico. Picos, palas, dinamita y otros elementos. —Duff se enjugó la boca y llenó su taza de café—. Te mostraré cómo comenzar a mover el material inútil y cómo depositar el aurífero en una pila especial. Elegiremos un punto para ubicar el molino y después te dejaré para que hagas todo esto mientras yo voy al sur, a la región del Cabo, a buscar a mi amigo el chacarero. Si Dios y el tiempo lo permiten, el nuestro será el segundo molino en actividad en estos yacimientos.

Trajeron las compras hechas en Pretoria en una pequeña carreta tirada por bueyes. Entretanto, Mbejane había trabajado bien y cuando Sean volvió había doce zulúes formados junto a la tienda para que los inspeccionara, con Mbejane de guardia junto a ellos como un alegre perro ovejero. Sean recorrió la fila, deteniéndose a preguntar el nombre de cada hombre y a hacerle bromas en su propio idioma. Por fin llegó al último.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Me llamo Hlubi, Nkosi.

Sean señaló el gran abdomen que sobresalía por sobre su taparrabo.

—Si trabajas para mí, no tardarás en parir ese chico. —Todos rieron a carcajadas y Sean les sonrió con afecto. Amaba a esto s hombres simples, orgullosos, altos y con músculos fuertes, completamente indefensos frente a un chiste oportuno. Pasó por su mente la imagen de una colina en Zululandia, del campo de batalla al pie y de los grandes moscardones arrastrándose en el hueco de un abdomen vaciado. Se apresuró entonces a desechar tal imagen y sus carcajadas sobresalieron sobre las de los hombres.

—Muy bien, entonces. Seis peniques por día y toda la comida que sean capaces de engullir. ¿Están dispuestos a engancharse conmigo?

El grito de asentimiento fue unánime. Seguidamente treparon a la parte posterior de la carreta y Sean y Duff los llevaron a la Candy Deep. Reían y charlaban todos como niños a quienes llevan a un picnic.

Llevó otra semana a Duff enseñar a Sean a hacer uso de la dinamita, explicarle cómo quería que se cavasen las zanjas y cómo marcar la ubicación para el molino y para el material aurífero. Trasladaron entonces su propia tienda y comenzaron a trabajar doce horas diarias. Por la noche iban a caballo al hotel de Candy a comer una cena completa, pero Sean volvía siempre solo. Por la noche se sentía cansado y no envidiaba mucho a Duff las comodidades del dormitorio de Candy. Lo que admiraba, en cambio, era el vigor de su amigo. Cada mañana buscaba señales de fatiga en él, pero a pesar de tener la cara delgada y algo pálida de siempre, tenía en cambio la misma mirada límpida y la eterna sonrisa algo torcida.

—Cómo lo logras es algo que no alcanzo a comprender —le dijo el día que terminaron de marcar la ubicación del molino.

Duff le guiño el ojo.

—Años de práctica, chico, pero entre nosotros, el paseo, al Cabo será un buen descanso.

—¿Cuándo irás?

—Francamente, creo que cada día que permanezco aquí aumenta el riesgo de que alguien se nos anticipe. Desde este momento la maquinaria de minería será muy buscada. Las cosas marchan bien ya… ¿Qué opinas?

—Estaba comenzando a pensar en lo mismo —le dijo Sean. Volvieron a la tienda y se sentaron en las banquetas plegables, desde donde podían ver el valle en toda su longitud. La semana anterior habían visto unas dos docenas de carretas alrededor del hotel de Candy, pero ahora había, por lo menos, doscientas y desde aquel lugar veían asimismo ocho o nueve campamentos nuevos, algunos más grandes aun que el que rodeaba el hotel de Candy. Las construcciones de madera y de chapa acanalada comenzaban a reemplazar las carretas de lona y todo el veld estaba surcado por huellas por las que circulaban jinetes y carretas sin dirección aparente.

El movimiento incesante, las nubes de polvo levantadas por el paso de hombres y animales y el ruido aislado de las explosiones de dinamita en las obras a lo largo de la cuenca, todo ello intensificaba la atmósfera de entusiasmo, de expectativa casi anhelante que pesaba sobre todo el yacimiento.

—Saldré mañana al amanecer —decidió Duff—. Diez días a caballo hasta la terminal ferroviaria en Colesberg y cuatro días más de viaje en tren me llevarán hasta allá. Si tengo suerte, volveré dentro de menos de dos meses. —Duff hizo un leve movimiento en su asiento y miró de frente a Sean—. Después de haberle pagado a Candy sus doscientas libras y con lo que gasté en Pretoria, no me quedan más que unas ciento cincuenta. Cuando llegue a Paarl tendré que pagar trescientas o cuatrocientas por el molino y después, alquilar veinte o treinta carretas para traerlo hasta aquí. Digamos… unas ochocientas libras en total, para no correr riesgos.

Sean lo miró. Hacía pocas semanas que conocía a Duff. Ochocientas libras eran las ganancias medias de un hombre en tres años. África era vasta y cualquiera podía desaparecer con toda facilidad. Se quitó entonces el cinturón y lo dejó caer sobre la mesa. Allí desprendió de él la bolsa del dinero.

—Ayúdame a contarlo —dijo a Duff.

—Gracias —le dijo Duff. No se refería tan sólo al dinero. Frente a la confianza solicitada y acordada con tanta sencillez, cayeron las últimas reservas de la amistad de ambos.