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Esa tarde compraron una tienda a un minero desilusionado que después de abandonar su empleo en los ferrocarriles de Natal hizo la peregrinación a Wítwatersrand y ahora necesitaba dinero para volver a casa. La instalaron cerca del hotel y se dirigieron después al Natal Spruit a darse un baño, ya impostergable. La misma noche se entregaron a un pequeño festejo con la media botella de coñac que extrajo Duff de entre su ropa y al día siguiente, fueron con Candy a recorrer las parcelas de su propiedad. Tenía veinte, con toda la longitud de la cuenca aurífera. Se separó de ellos en un punto donde sobresalía la veta.

—Los dejo aquí para que miren bien todo. Si les interesa, podemos hablar cuando vengan al hotel. Tengo que volver ahora, pues me esperan bocas abiertas de hambre.

Duff la acompañó hasta su caballo, ofreciéndole el brazo y ayudándola luego a montar con la cortesía que seguramente aprendió de su padre. Después de verla alejarse, volvió junto a Sean. Estaba entusiasmado.

—Pisa con cuidado, Courteney, pues bajo tus pies tienes nuestra fortuna.

Recorrieron el terreno juntos, Sean como un perro de caza retozón y Duff, volviendo sobre sus pasos en círculo, como un tiburón. Revisaron bien los carteles con los nombres de los titulares, midieron los límites entre cada uno y se llenaron los bolsillo de material rocoso. Cuando volvieron a la tienda, Duff sacó su mortero y su cedazo. Con estos elementos se dirigieron al Natal Spruit y toda la tarde molieron roca y la pasaron por el cedazo. Terminada de moler la última muestra, Duff dio su opinión.

—La verdad es que contienen oro y yo diría que es oro rentable. No es tan rico como el material que pasamos en Dundee pero sospecho que aquella era una pieza seleccionada de la veta líder. —Duff calló y después miró muy serio a Sean—. Creo que vale la pena intentar. Si la veta líder está cerca, la encontraremos y entretanto, no perderemos dinero explotando la veta principal.

Sean tomó un guijarro y lo arrojó al arroyo. Por primera vez descubría el entusiasmo y la depresión alternados de la fiebre del oro, cuando durante un instante se está en el cielo y en el siguiente se cae en lo más hondo del infierno. Las fibras doradas en el fondo del cedazo le parecían patéticas por lo finas y desnutridas.

—Supongamos que tienes razón y que persuadimos a Candy de que nos venda sus títulos, ¿cómo lo encaramos? Ese molino de cuatro plataformas tenía un aspecto bien complicado y además, costoso. No es lo que uno pueda comprar en cualquier comercio pasando un poco de dinero por encima del mostrador.

Duff le golpeó en un hombro y con una sonrisa astuta le recordó:

—Olvidas que tienes a tu tío Duff trabajando contigo. Candy venderá sus títulos. Tiembla cuando la toco y en uno o dos días más la tendré conquistada. En cuanto al molino… Cuando vine a este país conocí a un rico chacarero del Cabo cuya ambición de toda la vida era contar con su propia mina de oro. Eligió una veta que según su indisputable experiencia como viñatero era el lugar ideal para su mina. Me contrató para dirigirla, compró un molino de último modelo y, además, el más caro de todos y se preparó a inundar de oro el mercado. Después de seis meses, cuando hubimos procesado cantidades inmensas de cuarzo, piedra esquistosa y tierra, y hallamos oro suficiente como para rellenar una oreja de ratón, aunque sólo la parte interna, el entusiasmo de mi patrón disminuyó un poco. En vista de ello, se privó de mis valiosos servicios y cerró el negocio. Yo partí para las minas de diamantes y dentro de mi conocimiento la maquinaria sigue allá, esperando al primer comprador con un par de centenares de libras que se la lleve. —Duff se levantó y se encaminaron hacia la tienda—. Pero lo primero es lo primero. ¿Estás de acuerdo en —que prosiga las negociaciones con la señora Rautenbach?

—Pienso que sí. —Sean se sentía más optimista—. Pero, ¿estás seguro de que tu interés en la señora Rautenbach es estrictamente profesional?

Duff se mostró escandalizado.

—Ni se te ocurra por un instante que mis intenciones son otras que las de concertar un negocio. ¡No supondrás que mis apetencias animales puedan tener nada que ver con lo que pienso hacer!

—No, desde luego que no. Espero, con todo, que juntes el valor para sobrellevarlo.

Duff se echó a reír.

—Ya que hablamos de esto, creo que es oportuno que te aparezca un malestar de estómago y te retires a la soledad de tu lecho. Desde este momento, hasta tener el acuerdo firmado, tu juvenil apostura no nos servirá para nada. Diré a Candy que me has autorizado a actuar en tu nombre.

Duff se peinó los rizos, se puso la ropa lavada por Mbejane y se alejó en dirección al hotel de Candy. El tiempo transcurría, con lentitud para Sean. Se sentó a charlar con Mbejane, bebió café y al anochecer se retiró a su tienda. Leyó uno de los libros de Duff a la luz de la lámpara, pero no podía concentrarse. Cuando oyó que arañaban la lona se levantó de un salto, con la vaga esperanza de que Candy hubiese decidido concertar el negocio directamente con él. Era sólo la muchacha de color del hotel, cuyo pelo motoso y renegrido poco tenía que ver con sus propios fantaseos.

—Madame dice que lamenta su enfermedad y que tiene que tomar dos cucharadas de esto —dijo, entregándole una botella de aceite de ricino.

—Dígale a su patrona que muchas gracias. —Sean hizo un gesto de cerrar el borde de la tienda, pero la muchacha no se movió.

—Madame me dijo que lo mire mientras toma el remedio. Tengo que volver con el frasco y mostrarle cuánto tomó.

Sean sintió que se le revolvía el estómago. La muchacha estaba decidida a cumplir sus instrucciones. Pensó entonces en el pobre Duff, cumpliendo con su deber como un hombre. No podía ser menos. Bebió, pues, las dos cucharadas del pegajoso aceite con los ojos cerrados y reanudó la lectura. Durmió inquieto, incorporándose a veces para mirar la cama vacía junto a la suya. Los efectos del remedio lo obligaron a salir, con todo el frío, a las dos de la madrugada. Mbejane estaba acurrucado junto al fuego y Sean lo miró con rencor. Los ronquidos rítmicos y satisfechos eran como una afrenta deliberada. Un chacal lanzó su triste alarido en la cima, y con ello logró expresar ni más ni menos los sentimientos de Sean, con las nalgas desnudas acariciadas por el manto de la noche.

Duff volvió al amanecer, Sean estaba completamente despierto.

—¿Y qué pasó? —le preguntó éste.

Con un bostezo, Duff repuso.

—En un momento comencé a dudar de mi virilidad. Al final, por suerte, las cosas salieron en forma satisfactoria para todo. ¡Qué mujer! —comentó quitándose la ropa. Sean pudo ver, entonces, los rasguños que tenía en la espalda.

—¿No te dio aceite de castor? —le preguntó Sean con sarcasmo.

—Lamento eso —le dijo Duff con una sonrisa comprensiva—. Traté de disuadirla. En serio. Pero es una mujer muy maternal. Estaba sumamente preocupada por tus tripas.

—No respondiste a mi pregunta. ¿Adelantaste algo en el asunto de los títulos?

—¡Ah, te referías a eso! —Duff se cubrió hasta el mentón con la manta—. Eso quedó terminado en los comienzos del proceso. Aceptará un pago inicial de diez libras por título y nos dará opción a comprarlos todos en cualquier momento durante los próximos dos años, por diez mil libras. Lo decidimos durante la cena. El resto del tiempo fue dedicado, por así decir, a celebrar el cierre del negocio con un apretón de manos. Mañana por la tarde, o mejor dicho, esta tarde, iremos juntos a Pretoria y conseguiremos un abogado para que prepare el contrato, que ella deberá firmar. En este momento, te diré que necesito dormir. Despiértame a mediodía. Buenas noches, chico.

Volvieron con el contrato redactado en Pretoria la tarde siguiente. Era un impresionante documento de cuatro páginas, lleno de términos legales. Candy los llevó a su dormitorio y allí debieron esperar, llenos de ansiedad, mientras ella leía el contrato detenidamente dos veces. Por fin levantó la vista y dijo:

—Parece correcto, pero hay una cosa más.

Sean tuvo un sobresalto de aprensión y aun la sonrisa de Duff se volvió algo forzada. Todo había sido demasiado fácil hasta entonces.

Candy titubeó y le sorprendió a Sean ver que se ruborizaba. Ambos disfrutaron del espectáculo de una piel de durazno transformada en piel de manzana y al mirarla, llenos de interés, la tensión disminuyó visiblemente.

—Quiero que la mina lleve mi nombre.

Por poco no dieron gritos de alivio.

—¡Excelente! ¿Cómo suena, "Mina de la Veta Rautenbach"?

—Prefiero no recordarlo. No lo incluyamos en esto.

—Muy bien. La llamaremos "Candy Deep". Es algo prematuro diría, ya que por ahora estamos en el nivel de superficie, pero el pesimismo nunca dio frutos —dijo Duff.

—Es un nombre perfecto —dijo Candy y volvió a ruborizarse, pero esta vez, de alegría. Puso su firma al pie del documento, mientras Sean hacía saltar el corcho de la botella de champaña comprada por Duff en Pretoria. Al chocar las copas, Duff brindó:

—Por Candy y por Candy Deep. Que la una sea más dulce cada día y la otra más honda.