El abra serpenteaba como una tripa retorcida por el Drakensberg. A los costados se levantaban las montañas escarpadas y negras, de manera que cabalgaban en la oscuridad y vieron el sol sólo durante unas pocas horas hacia mediodía. Después las montañas desaparecieron y se encontraron en terreno abierto.
"Abierto" era el calificativo adecuado para describir la llanura alta, el veld. La meseta se extendía llana y desierta y el pasto verde y pardusco iba esfumándose hasta confundirse con el cielo pálido y vacío. La soledad, no obstante, no les quitó el entusiasmo que sentían. Cada kilómetro cubierto, cada campamento sucesivo a lo largo de la cinta de camino lo intensificaba, hasta que por fin vieron el nombre escrito por primera vez. Melancólico como un espantapájaros en un terreno arado, señalaba hacia la derecha y decía. "Pretoria", Otra flecha señalaba hacia la izquierda. "Witwatersrand".
—La cadena de las aguas blancas —murmuró Sean. Era melodioso. La música era la de cien millones de oro.
—No somos los primeros —rezongó Duff. El sector izquierdo de la encrucijada estaba surcado por las hondas huellas de muchas carretas.
—No hay tiempo para preocuparse por eso —le dijo Sean. Era presa ya de la fiebre del oro—. Estos jamelgos tienen muy poco aliento. Hay que aprovecharlo.
Surgió en el horizonte como una línea baja sobre el desierto, una serie de colinas como centenares de otras que habían atravesado. Cuando llegaron a la cima, miraron hacia abajo. Las dos cadenas corrían paralelas de norte a sur, con unos seis kilómetros de separación. En el valle poco profundo vieron el sol reflejado en las lagunas pantanosas que daban su nombre a las colinas.
—Míralas —se lamentó Sean.
Las tiendas y las carretas estaban dispersas a lo largo del valle y entre ellas las zanjas de exploración parecían heridas abiertas entre el pasto. Todas estaban concentradas en una hilera en el centro del valle.
—Han localizado la veta —dijo Duff— y llegamos demasiado tarde… está todo marcado.
—¿Cómo lo sabes?
—Usa los ojos, chico. No queda nada.
—Puede que haya puntos que no vieron.
—Estos muchachos ven todo. Bajemos y te mostraré. —Duff hundió los talones en los flancos del caballo e iniciaron el descenso. Entretanto Duff hablaba por sobre el hombro—. Mira allá, cerca del arroyo… no pierden el tiempo, tienen ya instalado un molino. Por lo que veo, es una torre de cuatro niveles.
Se dirigieron a un grupo de tiendas y carretas algo más numeroso que los otros, donde estaban las mujeres cuidando el fuego. El olor a comida hizo agua la boca de Sean. También había hombres sentados entre las carretas, esperando su cena.
—Preguntaré a uno de esos individuos qué pasa aquí —dijo Sean y, desmontando, entregó las riendas a Mbejane. Duff lo miraba con una sonrisa escéptica, mientras Sean trataba en vano de entablar conversación sucesivamente con tres hombres diferentes. Cada vez el interrogado apartaba los ojos, murmuraba unas palabras vagas y se alejaba. Por fin Sean renunció a toda tentativa y volvió.
—Qué les pasa —se quejó—. ¿Tendré una venérea contagiosa?
Duff se echó a reír.
—Sí, están enfermos. De fiebre del oro. Tu eres un rival en potencia. Podrías morir de sed y nadie te ofrecería una triste escupida, por si acaso pudiese darte fuerzas para arrastrarte y marcar algo que ellos no vieron. —Cambiando de tono, dijo con gran seriedad—: Perdemos el tiempo. Nos queda una hora antes de que anochezca y tenemos que hacer nuestra propia búsqueda.
Partieron al trote por un sector de tierra removida. Los hombres trabajaban con picos y palas en las zanjas, algunos de ellos delgados y con aspecto recio, ayudados por una docena de nativos. Otros en cambio, estaban gordos y tenían aspecto de empleados de oficina y sudaban y apretaban los dientes a causa de las ampollas de sus manos y del ardor de sus brazos y caras enrojecidas por el sol. Todos miraron a Sean y a Duff con la misma hostilidad llena de suspicacia.
Marcharon despacio hacia el norte y cada cien metros, con una regularidad decepcionante, descubrían una estaca de propiedad sostenida por piedras y con un trapo pegado al tope. En torpes letras de imprenta figuraba el nombre y el número de permiso de explotación del propietario.
Muchos de estos puntos estaban todavía sin excavar y entre éstos Duff desmontó y estudió minuciosamente el suelo, recogiendo piedras y examinándolas bien antes de volverlas a arrojar al pasto. Hecho esto, reanudaron la marcha, bastante desanimados y con una fatiga cada vez mayor. Anochecido ya, acamparon sobre la colina azotada por el viento y mientras se calentaba el café conversaron.
—Demasiado tarde —murmuró Sean, mirando melancólico el fuego.
—Tenemos dinero, chico, no lo olvides. La mayoría de esta gente está arruinada. Vive de esperanzas y no de carne y papas. Mírales la cara y verás cómo empieza a notárseles el desaliento. Se necesita capital para explotar roca aurífera, maquinaria y dinero para salarios. Hay que traer el agua por caños y hacer pilas de material rocoso, hacen falta carretas y tiempo.
—El dinero no sirve si no tenemos un permiso —dijo Sean.
—Quédate a mi lado, chico. ¿Notaste cuántos de estos permisos no han sido explotados todavía? Pertenecen a los especuladores y yo sospecho que están en venta. En las próximas semanas verás quiénes son hombres y quiénes niños aquí …
—Tengo ganas de seguir. No es lo que esperaba.
—Estás cansado. Duerme bien esta noche y mañana veremos hasta dónde llega esta vena rocosa. Hecho esto trazaremos nuestro plan.
Duff encendió uno de sus cigarros y comenzó a fumar. Su rostro, a la luz de la fogata, era anguloso como el de un pielroja. Se quedaron callados un rato y por fin habló Sean.
—¿Qué es ese ruido? —Era el batir sordo de tambores nativos en la oscuridad.
—Te acostumbrarás si te quedas aquí un tiempo. Son las ruedas dentadas del molino que vimos desde la cima hoy. Está a un kilómetro y medio valle arriba. Por la mañana lo veremos.
Antes del amanecer estaban ya en marcha y llegaron al molino bajo la luz incierta del alba. El molino estaba clavado, negro y feo, sobre la suave curva de la vena, desafiante como un monstruo quijotesco. Sus mandíbulas chocaban con un ruido áspero al masticar la roca. Echaba además nubes de vapor y de vez en cuando dejaba escapar un carraspeo metálico.
—No imaginé que fuese tan grande —dijo Sean.
—Vaya si es grande. Además cuesta mucho dinero. No los regalan. No hay muchos aquí que puedan contar con una instalación como ésa.
Alrededor del molino había hombres ocupados en atenderlo con esmero, alimentándolo con roca y vigilando las mesas de cobre sobre las cuales caían las heces «cargadas de oro. Uno de ellos se acercó a brindarles la hospitalidad de rigor.
—Esto es terreno privado —dijo—. No queremos turistas aquí. Prosigan.
Era un hombrecito bien vestido con un rostro curtido y redondeado y un bombín metido hasta las orejas. Los bigotes se le erizaron como los de un fox-terrier.
—Oye, François, gusano de porquería, si vuelves a hablarme así te incrustaré la cara en la nuca —le dijo Duff. El hombrecito parpadeó y se acercó para verlos mejor.
—¿Quién eres? ¿Te conozco?
Duff se echó hacia atrás el sombrero.
—¡Duff! —exclamó el hombre encantado—. ¡Es mi viejo Duff! y corrió a tomar de la mano a Duff, cuando éste desmontó. Sean contemplaba divertido la exuberancia del encuentro. Las efusiones duraron hasta que Duff logró calmar al otro y traer al menudo afrikánder junto a Sean para presentarlos.
—Sean, te presento a François du Toit. Es un viejo amigo de las minas de diamantes de Kimberley.
François saludó a Sean y volvió a reanudar las entusiastas expresiones de alegría:
—¡Gott, qué bueno es verte, Duff! —Seguía palmeándole la espalda a pesar de los esfuerzos de Duff por esquivar los golpes. Transcurrieron varios minutos antes de que François se calmase lo suficiente para hablar con coherencia.
—Mira, Duff —dijo entonces— estoy en plena limpieza de las mesas. Ve con tu amigo a mi tienda. Los veré allí dentro de media hora. Dile a mi sirviente que les prepare el desayuno. No tardaré, viejo. ¡Gott, qué bueno es verte!
—¿Antiguo amante? —preguntó Sean.
Duff se echó a reír.
—Estuvimos juntos en las minas de diamantes. Una vez le hice un favor… lo saqué de abajo de una caverna desmoronada cuando él estaba con las piernas fracturadas. Es un buen hombrecito y el haberlo encontrado es, como dicen en general, la respuesta a mis plegarias. Lo que él no pueda decirnos sobre este terreno aurífero, nadie podrá.
François entró, lleno de entusiasmo en la tienda, mientras estaban tomando el desayuno. Sean se sentía fuera de la conversación, entre los "¿Recuerdos…?" y "¿Qué fue de Fulano de Tal?"
Cuando se vaciaron los platos y los jarros volvieron a llenarse de café, Duff preguntó:
—¿Y qué estas haciendo aquí, Franz? ¿Es tu propio equipo?
—No, sigo con la compañía.
—¡No con el canalla de Hradsky! —Duff fingió estar horrorizado—. E-s-s-o es te-te-terrible —dijo, remedando a un tartamudo.
—Calla, Duff —dijo François, nervioso—. No hagas eso. ¿Quieres que pierda el empleo?
Duff se volvió hacia Sean para explicarle.
—Norman Hradsky y Dios son iguales, pero en esta parte del mundo Dios recibe órdenes de Hradsky.
—Calla —dijo François, escandalizado, pero Duff prosiguió, imperturbable.
—La organización por medio de la cual Hradsky despliega sus poderes divinos es aquella a la que se alude con el nombre reverente de "La Compañía". En realidad el nombre completo y resonante es Compañía Sudafricana de Minas y Tierras. ¿Comprendes ahora la situación?
Sean hizo un gesto afirmativo y Duff, como si se le ocurriera en ese instante, añadió:
—Hradsky es un canalla y además es tartamudo.
Fue demasiado para François. Inclinado sobre Duff, lo tomó de un brazo.
—Por favor, hombre. Mi sirviente comprende el inglés. Basta, Duff.
—De modo que la Compañía se ha metido en estas tierras, ¿eh? ¡Bien, bien! Debe ser algo importante —murmuró Duff. François siguió de inmediato este tema más inofensivo.
—¡Sin duda! Espera y verás. ¡Esto hará que las minas de diamantes parezcan una muestra de caridad!
—Cuéntame —le dijo Duff.
—Lo llaman la Veta Podrida, o el Banquete, o el Heidelberg, pero el hecho es que existen tres vetas, no una. Corren paralelas, como las capas de un sándwich triple.
—¿Y las tres tienen oro que valga la pena extraer? —Duff formuló la pregunta y François respondió con un gesto negativo. Le brillaban los ojos y estaba feliz de hablar de oro y de minería.
—No. Olvídate de la veta exterior. Allí no hay más que rastros. Después está la principal. Es un poco mejor, pero en algunos puntos tiene un metro ochenta de espesor y si bien da un buen rendimiento, es despareja.
François se inclinó sobre la mesa. Su entusiasmo era tal que su acento de afrikánder era obvio.
—La mina de oro en el sentido literal de la expresión es la tercera, la que llamamos Líder. Tiene unos pocos centímetros y en algunos puntos desaparece del todo, pero está llena. Tiene oro como ciruelas en una torta. Es un tesoro, Duff. ¡Te juro que no lo creerás hasta que la veas!
—Te creeré —repuso Duff—. Ahora, dime dónde puedo conseguir un poco de esta veta para mí.
De inmediato François se puso serio. Fue como si cayese una cortina sobre sus ojos y ocultase el brillo de unos minutos antes.
—No hay ya. No hay nada —dijo. Estaba a la defensiva—. La han ocupado totalmente. Vinieron demasiado tarde.
—Bien, no hablemos más —dijo Duff y hubo un gran silencio. François se agitaba en su asiento, mordiéndose las puntas del bigote y mirando muy preocupado el interior de su jarro. Duff y Sean aguardaban, sin decir nada. Era evidente que François luchaba consigo mismo, que luchaba contra los dos objetos de su lealtad. En un momento abrió la boca y volvió a cerrarla. Sopló entonces su café para enfriarlo.
—¿Tienen dinero? —Hizo la pregunta con inusitada vehemencia.
—Sí —repuso Duff.
—El señor Hradsky fue a Capetown a juntar fondos. Tiene una lista de ciento cuarenta permisos de explotación que adquirirá cuando vuelva —François añadió con aire culpable—. Te digo esto, Duff, sólo por lo que te debo.
—Lo sé —dijo Duff en voz baja. François dejó escapar un fuerte suspiro y prosiguió:
—En el principio de la lista de Hradsky hay una serie de permisos que pertenecen a una mujer. Está dispuesta a vender y son los puntos más promisorios de todo el terreno.
—¿Sí? —dijo Duff, con aire de expectativa.
—Esta mujer ha abierto una fonda a unos cuatro kilómetros de aquí, en la orilla del Natal Spruit. Se llama señora Rautenbach y sirve muy buena comida. Deberían ir a comer allí.
—Gracias, François.
—Te lo debía —dijo François con tono áspero. Después cambió de estado de ánimo y dijo, riendo—: Te gustará, Duff, es un montón de mujer.
Sean y Duff fueron a almorzar a casa de la señora Rautenbach. Tenía un edificio de chapa acanalada sin pintar sobre armazón de madera y el cartel sobre la galería decía, con letras rojas y doradas: "Hotel de Candy" Alta cocina. Comodidades higiénicas. No se admiten borrachos ni caballos. Propietaria, Candella Rautenbach.
Se lavaron el polvo en una palangana de hierro esmaltado, en la galería, se secaron con la toalla ofrecida en forma gratuita y se peinaron delante del espejo también gratuito sobre la pared.
—¿Cómo estoy? —preguntó Duff.
—Cautivante —dijo Sean—. Pero no hueles tan bien. ¿Cuándo te bañaste por última vez?
El comedor estaba casi lleno, pero encontraron una mesa disponible en el extremo más distante. El cuarto estaba caldeado por el humo de tabaco y el fuerte aroma a repollo. Los hombres barbudos y cubiertos de polvo reían y gritaban, o bien comían con gran apetito y sin decir ni una palabra. Cuando se sentaron se les acercó una camarera de color.
—¿Señores? —preguntó. Tenía el vestido mojado de sudor debajo de las axilas.
—El menú, por favor.
La muchacha miró a Duff divertida.
—Hoy tenemos bifes con puré y flan como postre —dijo.
—Muy bien —aceptó Duff.
—Y les juro que no comerán otra cosa —dijo la muchacha y se alejó hacia la cocina.
—La atención es buena —dijo Duff entusiasmado—. Esperemos que la comida y la patrona alcancen el mismo nivel.
La carne era dura, pero sabrosa y el café, fuerte y perfumado. Comieron con gusto hasta que Sean, que veía la puerta de la cocina, se interrumpió de pronto con el tenedor en el aire. Se hizo un silencio en el comedor.
—Allí viene —dijo.
Candy Rautenbach era una rubia alta, vigorosa, resplandeciente, con una tez nórdica cuya perfección no había sufrido todavía los efectos del sol. Las curvas debajo de su blusa y en la parte posterior de la falda eran gratamente abundantes. Ella lo sabía, pero no parecía desconcertarle el hecho de que todos los ojos del comedor estaban posados en esas regiones de su persona. Esgrimía un gran cucharón que agitaba con aire amenazador ante la primera mano que se extendiese para pellizcarla. Con una dulce sonrisa, Candy seguía circulando entre las mesas. De vez en cuando se detenía a conversar con sus parroquianos y resultaba obvio que muchos de aquellos hombres solitarios no venían al restaurante tan sólo a comer. La miraban con avidez, y reían de placer cuando ella les hablaba. Por fin, cuando llegó a la mesa de Sean y Duff, ellos se pusieron de pie. Candy parpadeó de sorpresa.
—Siéntense, por favor —dijo. El gesto de cortesía le había conmovido.
" ¿Son nuevos aquí?
—Llegamos ayer —repuso Duff sonriéndole—. Y la forma en que usted cocina un bife me hace sentir como en mi casa.
—¿De dónde vienen? —Candy miró a los dos con algo más, tal vez, que interés profesional.
—Vinimos desde Natal para mirar un poco. Mi amigo, el señor Courteney, tiene interés en hacer nuevas inversiones y pensó que algunos de estos yacimientos podrían proporcionarle una buena manera de invertir parte de su capital.
Apenas pudo Sean dejar de quedarse boquiabierto, pero de inmediato adoptó el aire de superioridad de un gran financiero, mientras Duff seguía hablando.
—Yo me llamo Charleywood. Soy el asesor en minería del señor Courteney.
—Encantada, Candy Rautenbach. —Era evidente que la habían impresionado.
—¿No nos acompañaría unos minutos, señora? —Ofreció Duff, separando una silla para ella. Candy vaciló.
—Tengo que volver a la cocina. Tal vez más tarde.
—¿Siempre mientes con tanta facilidad? —preguntó Sean a Duff, lleno de admiración, cuando ella se alejó.
—No dije nada que no fuera verdad —se defendió Duff.
—No, pero tu manera de decir la verdad. ¿Cómo diablos voy a representar el papel que me has asignado?
—Aprenderás a vivirlo, no te preocupes. Pon cara de inteligente y calla —le aconsejó Duff—. ¿Qué piensas de ella?
—Apetitosa.
—Decididamente apetitosa —convino Duff.
Una vez de regreso la señora Rautenbach, Duff mantuvo la conversación sobre un plano de temas generales y alegres durante unos minutos, pero cuando Candy hizo varias preguntas perspicaces, resultó evidente que conocía bastante más que las personas comunes sobre geología y minería. Duff mencionó esto.
—Sí, mi marido estaba en esta actividad. Lo aprendí de él. Candy metió la mano en un bolsillo de su falda de cuadros azules y blancos y sacó un puñado de minerales, que puso delante de Duff.
—¿Sabe identificarlos? —preguntó. Era la prueba directa, destinada a examinarse a sí misma a través de las preguntas que le hacía.
—Kimberlita, Serpentina, Feldespato. —Cuando Duff identificó todos los fragmentos sin vacilar, Candy se mostró más confiada.
—Da la casualidad —dijo— que tengo una serie de puntos de explotación a lo largo de la veta de Heidelberg. Tal vez al señor Courteney le interese verlas. En este momento estoy en tratos con la Compañía Sudafricana de Minas y Tierras y están interesados.
Sean hizo una única pero valiosa contribución.
—Buena persona, Norman —dijo.
Candy se mostró impresionada. No muchos conocían el primer nombre del señor Hradsky.
—¿Les vendrá bien mañana por la mañana? —preguntó.