Cuando Sean abrió los ojos por la mañana, el sol brillaba por la ventana sobre su cama. Volvió a cerrarlos de inmediato y trató de recordar dónde estaba. Tenía dolor de cabeza y oía un ruido extraño. Era una especie de graznido rítmico, como el estertor de muerte de alguien que agoniza. Al volver muy despacio la cabeza dolorida, vio que alguien ocupaba la otra cama. Buscó a tientas una bota y la arrojo en esa dirección y de pronto se hizo visible la cabeza de Duff. Los ojos con que contempló un instante a Sean estaban tan inflamados como un atardecer. Muy despacio, dejó caer la cabeza en la almohada.
—Mantenlo como un mugido —susurró Sean—. Estás en presencia de un enfermo gravísimo.
Mucho más tarde un sirviente les trajo café.
—Avisa a mi oficina que estoy enfermo —le ordenó Duff.
—Avisé ya. —Era obvio que el sirviente conocía a su amo—. Y hay alguien afuera que busca al otro Nkosi —prosiguió, mirando a Sean—. Está muy preocupado.
—Mbejane. Que me espere.
Bebieron el café en silencio, sentados en el borde de sus camas.
—¿Cómo llegué aquí? —preguntó Sean.
—Si no lo sabes tú, chico, no lo sabe nadie. Duff se levantó a buscar ropa limpia y al verlo desnudo, Sean observó que a pesar de su delgadez, tenía muy buena musculatura.
—¿Qué diablos pondrá Charlie en su bebida? —se quejó, levantando su saco.
Al hallar la piedra en uno de los bolsillos, la sacó y la arrojó sobre el cajón de embalaje que servía como mesa. Con un gesto hosco, la miró mientras terminaba de vestirse y luego se acercó a la gran pila de objetos masculinos que llenaba un rincón del cuarto. De allí sacó un mortero, y un pilón de acero y un cedazo para oro muy destruido.
—Esta mañana me siento eterno —dijo y comenzó a moler la piedra en el mortero. Echó luego el polvo obtenido en el cedazo, lo llevó hasta un tanque para agua, de chapa de zinc, junto a la puerta y lo llenó.
Sean lo siguió y se sentaron juntos en los escalones de la puerta de entrada. Duff agitaba el cedazo, con un diestro movimiento giratorio y de arriba hacia abajo, que hacia mover el contenido y al mismo tiempo caer un poco por el pico. Repentinamente lo llenó con agua limpia.
De pronto Sean vio que Duff se ponía rígido. Al mirarlo a la cara, no halló rastros del malestar dejado por la borrachera. Tenía los labios muy apretados y los ojos enrojecidos fijos en el cedazo.
Sean miró el interior y vio el resplandor a través del agua, como el brillo fugaz de la panza de una trucha cuando se vuelve para tragar la mosca. El entusiasmo le recorrió los brazos y le llegó hasta la nuca.
Duff echó más agua, lleno de impaciencia, hizo girar el cedazo tres veces más y ambos permanecieron sentados allí, inmóviles, mudos, contemplando la curva dorada en el fondo del cedazo.
—¿Cuánto dinero tienes? —le preguntó Duff.
—Algo más de mil.
—Tanto. Magnífico. Yo puedo conseguir quinientas, pero añado a esto mi experiencia en minería. Socios con partes iguales. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Bien, qué hacemos sentados aquí. Iré al Banco. Espérame en el límite de la ciudad dentro de media hora.
—¿Y tu empleo?
—Detesto el olor a carbón. Al diablo con mi empleo.
—¿Y Charlie?
—Charlie es un envenenador. Al diablo con Charlie.