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Desde Pietermaritzburg se dirigieron hacia el norte y ascendieron sin detenerse por llanuras desiertas hacia la región montañosa. Al tercer día avistaron el Drakensberg, con sus cimas afiladas y negras como los dientes de un tiburón primitivo, dibujados contra el cielo. Hacía frío. Envuelto en su kaross Mbejane marchaba muy rezagado de Sean. Desde su partida de Pietermaritzburg no cambiaron más de unas pocas palabras, pues Sean tenía sus propios pensamientos y eran su compañía, mala compañía. Con gran discreción, Mbejane se mantenía alejado. No abrigaba resentimiento alguno, pues el hombre que acababa de abandonar su hogar y su ganado tiene derecho a cavilar. Mbejane iba acompañado por su propia tristeza, la de haber dejado a una mujer bien gorda en su cama para acompañar a Sean.

Sacó su cajita de rapé, hecha con una calabacita, tomó una porción con el pulgar y el índice y lo olió con delicadeza. Miró entonces las montañas. La nieve de las cumbres adquiría un tono sonrosado con los últimos rayos del sol y no tardarían mucho en acampar, aunque también era posible que no acamparan. Era lo mismo.

Sean siguió avanzando después de anochecer. El camino atravesó otro sector de veld, la llanura cubierta de pasto, y por fin vieron las luces en un valle a sus pies.

"Dundee", pensó Sean sin mucho interés. No espoleó su caballo, sino que dejó que éste continuara con su paso tranquilo en dirección a la población. Percibía ya el olor a humo de la mina de carbón, alquitranado y espeso, y le hacía arder la garganta. Entraron en la calle principal. En aquella baja temperatura, la población daba la impresión de estar desierta. No tenía intención de pernoctar allí. Acamparía en el otro extremo, pero al pasar frente al hotel vaciló. En el interior había tibieza, risas y el rumor de las voces de los hombres. De pronto advirtió que tenía los dedos rígidos de frío.

—Mbejane, toma mi caballo. Busca un lugar donde acampar en el extremo de la población y haz una hoguera para que no deje de encontrarte en la oscuridad.

Entró en el bar del hotel. El salón estaba lleno de hombres, mineros en su mayoría, como lo evidenciaba el polvo grisáceo que les cubría la piel. Cuando llegó a la barra lo miraron sin mostrar curiosidad. Sean pidió coñac. Lo bebió poco a poco, sin intentar participar en las conversaciones de los que hablaban a gritos a su alrededor.

El ebrio era un hombre bajo, con un físico que recordaba la Montaña de la Mesa, bajo, cuadrado, macizo. Debió ponerse en puntas de pie para rodearle el cuello a Sean con un brazo.

—Bebe conmigo, Boetie.— Su aliento era agrio, sucio.

—No, gracias. —Sean no tenía ganas de alternar con ebrios.

—Vamos, vamos —insistió el hombre y al trastabillar hizo que se derramase el coñac de Sean en el mostrador.

—Déjame en paz —dijo—, apartando el brazo.

—¿Tienes algo contra mí?

—No. Tengo ganas de beber solo.

—Quizá no te gusta la cara que tengo, ¿eh? —El ebrio acercó la cara a la de Sean. No, no le gustaba nada.

—Vamos, vete, hazme el favor. El ebrio golpeó la barra.

—Charlie, dale un trago a este mono. Un trago doble. Si no lo bebe, se lo empujaré yo por la garganta.

Sean no miró el vaso que le sirvieron, sino que apuró su propio coñac e hizo un movimiento para dirigirse a la puerta. El ebrio le arrojó la bebida a los ojos. A pesar del ardor, pudo dar al hombre un puñetazo en el estómago y cuando se dobló, otro en la cara. El ebrio cayó sobre un costado y quedó tendido en el suelo, sangrando por la nariz.

—¿Por qué le pegaste? —dijo otro minero. Estaba ayudando al ebrio a sentarse.

—No te habría costado nada beber con él. —La hostilidad en todo el salón era obvia. Sean era el forastero.

—Este muchacho busca dificultades.

—Es un mono fanfarrón. Y nosotros sabemos cómo tratar a los monos fanfarrones.

—Vamos, se lo enseñaremos.

Sean había golpeado al hombre en una reacción automática. Lo lamentaba, pero su sentimiento de culpa se disipó cuando se vio rodeado. Tampoco sentía ya depresión, sino en lugar de ello, una sensación de alivio. Esto era lo que necesitaba.

Se lanzaron seis hombres contra él, una jauría, un número bastante considerable. Uno de ellos esgrimía una botella y Sean sonrió. Hablaban a gritos, dándose valor y esperando que uno de ellos iniciara el ataque.

Alcanzó a ver un movimiento con el rabillo del ojo y de un salto se apartó, con los puños preparados.

—Calma —dijo una voz muy británica a su lado—. Vengo a ofrecerte mis servicios. Parecería que tienes enemigos. Y de sobra, además.

El hombre que había hablado se levantó de una de las mesas a espaldas de Sean. Era alto, con una cara huesuda y de rasgos marcados y vestía un impecable traje gris.

—Los quiero a todos —le dijo Sean.

—Qué egoísta. —Dijo el hombre, agitando la cabeza—. Dame los tres caballeros de tu izquierda. Te los compro, si tu precio es razonable.

—Toma dos como regalo y considérate un hombre con suerte.

A la ancha sonrisa que le dirigió Sean, el hombre respondió con otra. El placer de conocerse era tal que habían olvidado casi la trifulca inminente.

—Muy amable. Quiero presentarme. Dufford Charleywood —dijo, y pasando el fino bastón a su mano izquierda, tendió la derecha a Sean.

—Sean Courteney —dijo éste y se la estrechó.

—Oigan, bandidos, piensan pelear, ¿no? —preguntó, impaciente, un minero.

—Cómo no, querido, cómo no —repuso Duff y con pasos ligeros, casi de danza, se acercó al hombre, agitando el bastón. Al caer sobre un cráneo, la delgada caña hizo el ruido de un pelotazo.

—Y entonces quedaron cinco —observó Duff. El bastón con su extremo de plomo, volvió a caer en un arco altamente satisfactorio y dio en la garganta de otro minero. El hombre quedó tendido, haciendo ruidos guturales.

—El resto es suyo, señor Courteney —dijo Duff con aire melancólico.

Sean se lanzó muy inclinado, abriendo los brazos para aferrar cuatro pares de piernas a la vez. Sentado luego en la pila de cuerpos, comenzó a dar golpes con puños y pies.

—Desprolijo, desprolijo —comentó Duff con desagrado. Los gritos y los golpes sordos cesaron, poco a poco, y Sean se puso de pie. Le sangraba el labio y le habían desgarrado una solapa.

—¿Bebes? —le preguntó Duff.

—Coñac, por favor. —La elegancia de la figura apoyada contra la barra le hizo sonreír—. Creo que no volveré a rechazar un trago esta noche.

Se llevaron los vasos a la mesa de Duff, pasando sobre los cuerpos tendidos.

—¡Salud!

—¡Salud!

Se estudiaron mutuamente, con franco interés, sin reparar en la operación de despeje que se desarrollaba a su alrededor.

—¿Viajas? —preguntó Duff.

—Sí. ¿Y tú?

—No tengo esa suerte. Formo parte del personal permanente de la Mina Dundee.

—¿Trabajas aquí? —El tono de Sean era incrédulo. Duff parecía un gallo rodeado de palomas.

—Segundo Ingeniero —le explicó Duff—, pero no por mucho tiempo. El sabor del carbón se me pega en la garganta.

—Se me ocurre algo para quitártelo.

—Gran idea.

Sean trajo los vasos a la mesa.

—¿Hacia dónde vas? —le preguntó Duff.

—Iba hacia el norte cuando partí y seguí en esa dirección.

—¿Desde dónde partiste?

—Desde el sur. —La respuesta fue brusca.

—Perdóname, no quise ser indiscreto —dijo Duff, sonriendo—. Coñac, ¿no?

Se acercó entonces el barman y se detuvo junto a la mesa.

—Hola, Charlie —lo saludó Duff—. Sospecho que buscas compensación por los daños a tus decorados y muebles.

—No se preocupe, señor Charleywood. No con frecuencia nos divertimos tanto. No nos importa una silla o una mesa más o menos, cuando vale el espectáculo. La casa paga.

—Sumamente amable por parte de la casa.

—No vine para eso, señor Charleywood. Tengo algo que quiero mostrarle, por ser usted alguien que entiende de minas y demás. ¿Tiene un minuto?

—Vamos, Sean. Vamos a ver qué tiene Charlie. Seguramente es una mujer preciosa.

—En realidad, no —dijo Charlie, muy serio, mientras los llevaba a otro cuarto. De uno de los estantes que había allí retiró una piedra, que mostró a Duff—. ¿Qué diría que es esto?

Duff la tomó y la pesó en una mano y después la miró muy de cerca. Era de un color grisáceo, con manchas negras y de un rojo oscuro y estaba surcada por una ancha vena negra.

—Es un conglomerado —dijo Duff. sin mayor entusiasmo—, ¿Cuál es el misterio?

—Un amigo lo trajo de la República de Kruger en el otro lado de las montañas. Dice que es material aurífero. Han descubierto una gran veta en un punto llamado Witwatersrand, en las afueras de Pretoria. Desde luego, no creo mucho en esos rumores, porque todo el tiempo llegan hasta aquí: diamantes y oro, oro y diamantes.

Charlie rió, mientras se secaba las manos en el delantal.

—De todos modos, dice mi amigo que los bóers piensan vender permisos a cuantos quieran buscar el mineral. Se me ocurrió que le interesaría mirar esto.

—Me lo llevaré, Charlie, y lo analizaré por la mañana. En este momento mi amigo y yo estamos bebiendo.