Hacía seis semanas de su regreso de la Campaña Zulú, seis semanas pasadas en un torbellino de actividad. Estaba bebiendo café de un jarro del tamaño de los usados para cerveza en Alemania, sentado en el medio de la cama, con el camisón levantado hasta la cintura y las piernas cruzadas en la cómoda actitud de un Buda. El café estaba caliente y lo sorbía con gran ruido, dejando escapar luego el vapor de la boca.
Seis semanas demasiado llenas para cavilar sobre su pena y su nostalgia, si bien por la noche, cuando se sentaba en el estudio, rodeado del recuerdo de Waite, el dolor estaba siempre presente.
Los días pasaban casi en seguida de haber comenzado. Había tres chacras ahora: Theunis Kraal y las dos que arrendaba al viejo Pye. Las tenía llenas con el ganado saqueado y con el adquirido desde su vuelta. El precio de la carne de primera calidad había llegado a su nivel mínimo, con cerca de cien mil cabezas traídas de Zululandia. Sean podía permitirse ser selectivo en sus compras. También podía permitirse esperar hasta que el precio volviera a subir.
Saltó de la cama y se acercó a la mesa donde estaba la palangana y la jarra. Después de verter agua de ésta la probó con un dedo. Estaba tan fría que ardía. Permaneció un minuto, dudando, con su camisón ridículamente femenino, el vello negro asomando del frente lleno de bordados. En seguida reunió valor y hundió la cara en la palangana, recogiendo el agua con las manos y echándosela por la nuca, frotándose el cuero cabelludo con los dedos arqueados, hasta que, resoplando, se arrancó el camisón empapado. Se secó con una toalla y permaneció de pie, desnudo, mirando por la ventana. Había bastante luz como para ver la niebla de una llovizna espesa detrás de los vidrios.
—Día infernal —rezongó, pero el tono no era muy convincente. Sentía un gran entusiasmo por el día que le esperaba, lleno de trabajo. Sus sentidos estaban bien despiertos, preparados para cualquier cosa. Impaciente por desayunar y por comenzar, pues había mucho que hacer.
Se vistió, se puso los pantalones, se metió los faldones de la camisa dentro y se sentó en la cama para ponerse las botas. Estaba pensando en Audrey. Debería ir a la ciudad al día siguiente y la vería.
Estaba pensando en casarse. Tenía tres buenas razones para ello. Había descubierto que era más fácil meterse dentro de los depósitos del Banco de Inglaterra que debajo de las faldas de Audrey sin casarse con ella antes. Y cuando Sean deseaba algo, ningún precio era demasiado elevado.
Al vivir en Theunis Kraal con Garrick y Anna, decidió asimismo que sería agradable tener su propia mujer que le cocinase, le remendase la ropa y escuchara sus anécdotas, ya que en la chacra se sentía un poco apartado del resto.
La tercera consideración, y no la más trivial, era las relaciones de Audrey con el Banco local. Audrey era uno de los puntos débiles en la armadura del viejo Pye. Aun podría contribuir a la felicidad de su hija con Mahoba's Kloof Farm como regalo de bodas, a pesar de que dentro de su optimismo, Sean hallaba que la esperanza era algo exagerada. Pye y su dinero no se separaban con facilidad.
Sí, tendría que encontrar tiempo para ir a la ciudad y decirle a Audrey. En la mente de Sean no se planteaba jamás la idea de preguntar. Se peinó, se arregló la barba, se guiñó el ojo en el espejo, y salió al pasillo. Al oler el aroma del desayuno, se le hizo agua la boca.
Anna estaba en la cocina, con el rostro arrebatado por el calor del fuego.
—¿Qué hay para el desayuno, hermanita?
Anna se volvió hacia él y rápidamente se apartó el pelo de la frente con el dorso de la mano.
—No soy tu hermanita —dijo—. No me llames así.
—¿Donde está Garry? —preguntó Sean, como si no hubiese oído nada.
—No se levantó aún.
—El pobre está agotado, sin duda —dijo Sean, sonriendo. Ella se volvió, llena de confusión. Sean le miró las caderas, sin sentir deseo alguno. Era extraño que el casamiento de Garry con ella le hubiese matado del todo el propio deseo. Hasta el recuerdo de lo que habían hecho juntos le resultaba vagamente obsceno, incestuoso.
—Estás engordando —observó al reparar en las formas opulentas de su cuerpo. Anna movió la cabeza, pero no repuso y Sean prosiguió—. Quiero cuatro huevos, por favor, y dile a Joseph que no me los sirva duros.
Cuando entraba en el comedor, vio aparecer a Garry por una puerta lateral. Tenía una expresión somnolienta y Sean percibió el olor a alcohol en su aliento.
—Buen día, Romeo —dijo. Garry sonrió con timidez. Tenía los ojos inflamados y no se había afeitado.
—Hola, Sean. ¿Cómo dormiste?
—Perfectamente, gracias. Veo que tú, también —dijo Sean y después de sentarse, se sirvió cereal cocido de la sopera.
—¿Quieres? —ofreció a Garry.
—Gracias —Sean le pasó el plato. Notó que la mano de Garry temblaba. Tendré que decirle que se aparte un poco de la botella.
—Qué hambre tengo.
La conversación era la habitual en la mesa del desayuno, cortada, sin ilación. Entró Anna y se sentó con ellos. Por último apareció Joseph con el café.
—¿Se lo dijiste ya a Sean, Garry? —preguntó Anna de pronto, con claridad, con aire decidido.
—No. —Tomado por sorpresa, Garry se atragantó con el café.
—¿Decirme qué? —preguntó Sean. Todos callaron y Garrick movió las manos, nervioso. Era el momento que había estado temiendo. Qué ocurriría si Sean adivinaba que el hijo era suyo y se llevaba a los dos, a Anna y al niño, dejándolo a él, Garry, sin nada. Asaltado por temores intensos, irrazonables, Garrick miraba con fijeza a su hermano.
—Díselo, Garry —le ordenó Anna.
—Anna va a tener un hijo —dijo y a la vez observó el rostro de Sean, la sorpresa que poco a poco se transformó en alegría. Sintió entonces el brazo de Sean sobre sus hombros en un doloroso abrazo que por poco no lo aplastó.
—Espléndido —exclamó Sean—. Espléndido. Muy pronto tendremos la casa repleta de chicos, Garry, si sigues así. Estoy orgulloso, hombre.
Con una sonrisa tonta, llena de alivio, Garrick vio cómo Sean abrazaba a Anna con mayor suavidad y la besaba en la frente.
—Muy bien, Anna, que sea un varón. Necesitamos mano de obra barata en la chacra.
No adivinó. No lo sabe y entonces será mío. Nadie podrá quitármelo ahora.
Ese día trabajaron en el sector sur. No se separaron y Garry reía, feliz, al oír las bromas de Sean. Era maravilloso ser objeto de tanta atención de parte del hermano. Terminaron temprano. Por excepción, Sean no tenía ganas de trabajar.
—Mi hermanito, el reproductor, con todas sus baterías cargadas —dijo Sean, golpeándole un hombro—. Basta de trabajar. Vayamos a la ciudad, a beber unos tragos y festejar el suceso en el hotel. Después iremos a decírselo a Ada.
Sean se apoyó en los estribos y gritó sobre los mugidos y ruidos de la hacienda.
—Mbejane, trae esos cuatro animales enfermos a la casa y no olvides que mañana tenemos que arrear hacienda de los corrales de la feria.
Mbejane le hizo un gesto y Sean se volvió hacía Garrick.
—Vamos, salgamos ya mismo de aquí.
Cabalgaban el uno al lado del otro, con los impermeables de hule cubiertos de gotitas de humedad, que relucían también en la barba de Sean. Hacía frío aún y el acantilado estaba cubierto de niebla.
—Tiempo especial para beber coñac —comentó Sean. Garrick no repuso. Sentía miedo otra vez. No quería decírselo a Ada. Ada adivinaría. Adivinaba todo. Sabía que era el hijo de Sean. No era posible mentirle nunca.
Los cascos golpeaban con un chasquido el barro blanco. Cuando llegaron a la encrucijada treparon por la colina en dirección a Ladyburg.
—A Ada le encantará ser abuela —dijo Sean riendo. En el mismo momento su caballo tropezó y después de perder el ritmo comenzó a renguear. Sean desmontó, levantó la mano del animal y vio la astilla incrustada en el casco.
—¡Que calamidad! —exclamó. Con la cabeza inclinada, tomó con los dientes la astilla y la arrancó.
—No podremos ir a Ladyburg ya —dijo Garrick—. Estará manco unos cuantos días. —Que alivio era para él no tener que decírselo a Ada por el momento.
—Tu caballo no está manco. Ve tú, hombre y dale mis cariños, —le dijo Sean, levantando los ojos.
—Se lo diremos otro día. Volvamos a casa —pidió Garrick.
—Vamos, Garry, es tu hijo. Ve y díselo.
Garrick puso pretextos hasta que vio que Sean estaba por enojarse. Con un suspiro de resignación se alejó, entonces, mientras Sean volvía con su caballo a Theunis Kraal. Ahora que marchaba a pie, el impermeable le resultaba incómodo, de modo que se lo quitó y lo puso sobre la montura.
Anna estaba esperando en el stoep cuando Sean llegó a la chacra.
—¿Dónde está Garry? —le preguntó desde lejos.
—No te preocupes. Fue a la ciudad a ver a Ada. Volverá para la cena. —Uno de los peones tomó su caballo. Conversaron un poco y Sean se inclinó a examinar la mano del animal. Al inclinarse los pantalones se ajustaron sobre sus nalgas y realzaron la longitud de sus piernas musculosas. Anna lo observaba. Cuando Sean volvió a erguirse, pudo admirar los hombros anchos debajo de la camisa húmeda de sudor. Al llegar junto a ella por los escalones del stoep, le dirigió una gran sonrisa. Tenía la barba crespa a causa de la humedad y su aspecto recordaba el de un pirata audaz.
—Debes cuidarte, ahora —dijo a Anna, tomándola del brazo para llevarla a la casa—. No puedes tomar frío, como antes. —Pasaron las puertas de cristales. La cabeza de Anna llegaba al hombro de Sean.
—Eres una mujer magnífica, Anna y estoy seguro de que harás un chico espléndido. —Fue un error, ya que al decir estas palabras, su mirada se volvió afectuosa y, al mismo tiempo, la mano se le deslizó por el brazo de ella.
—¡Sean!
Anna pronunció su nombre como si fuera un grito de dolor. De pronto se metió dentro del círculo de su brazo arqueado y con el cuerpo apretado contra el de él, levantó los brazos para asirlo del pelo espeso de la nuca. Le atrajo la cabeza hacia abajo y posó la boca húmeda y entreabierta sobre sus labios. Tenía la espalda arqueada y trataba de empujar sus muslos entre las piernas de Sean. Durante un segundo, él se sintió prisionero en el abrazo, pero de inmediato se apartó.
—¿Estás loca?
Intentó rechazarla, pero Anna se resistía. Tenía los brazos enlazados detrás del cuerpo de Sean y la cabeza contra su pecho.
—Te quiero. Por favor, Sean. Te quiero. Déjame abrazarte, nada más. Sólo quiero abrazarte. —La voz de Anna era ahogada, pues hablaba contra la tela húmeda de la camisa. Temblaba.
—Déjame. —De pronto Sean logró apartarse y por poco no la hizo caer en el sofá junto a la chimenea.
—Eres la mujer de Garry y pronto serás la madre de su hijo. Guarda ese cuerpito ardiente para él. —Estaba ahora lejos de ella y sentía una furia creciente.
—Pero yo te quiero, Sean. Ay, si sólo pudiera hacerte comprender cuánto sufrí, al vivir aquí tan cerca de tí, sin poder tocarte siquiera.
Sean avanzó unos pasos hacia ella.
—Escucha —le dijo con violencia—. Yo no te quiero. Nunca te quise, pero ahora no podría tocarte, como no podría tocar a mi propia madre. —La aversión era visible en su rostro—. Eres la mujer de Garry. Si alguna vez vuelves a mirar a otro hombre, te mataré. —Tenía las manos crispadas ahora—. Te mataré con estas manos.
Sean tenía el rostro muy cerca del de ella. La expresión de sus ojos era insoportable. Anna se lanzó sobre él, pero Sean se apartó a tiempo para protegerse los ojos. Las uñas de Anna, no obstante, dejaron dos surcos sangrientos en las mejillas y en los lados de la nariz. La aferró de las manos, mientras la sangre le caía sobre la barba. Anna luchaba, sacudiéndose, gritándole:
—Canalla, canalla. La mujer de Garry, dices, el hijo de Garry, dices. —Las carcajadas histéricas de Anna se podían oír entre sus gritos—. Te diré la verdad. Lo que llevo dentro me lo diste tú. ¡Es tuyo, no de Garry!
De pronto Sean la soltó y retrocedió.
—No puede ser —dijo en voz baja—. Mientes. —Anna lo siguió.
—¿No recuerdas cómo nos despedimos la noche que partiste para la guerra? ¿No recuerdas la noche en la carreta? ¿No recuerdas… ¿No recuerdas nada? —Hablaba en voz baja, eligiendo las palabras para herirlo.
—Eso fue hace meses. No puede ser verdad. —Sean seguía alejándose de ella y tartamudeaba.
—Seis meses y medio —le recordó Anna—. El hijo de tu hermano será prematuro. Pero hay muchas mujeres que tienen hijos prematuros… —La voz de Anna era ahora opaca y no cesaba de estremecerse. Estaba mortalmente pálida. Sean no pudo soportar más y dijo:
—Déjame, déjame tranquilo. Tengo que pensar. No sabía.
Pasó junto a ella rozándola, casi, y salió al pasillo. La puerta del estudio de Waite se cerró con un golpe. Anna permaneció inmóvil en el centro del cuarto. Poco a poco su respiración se hizo más pausada y las olas de furia se disiparon, para dejar tan sólo el odio negro debajo. Atravesó entonces el cuarto y se alejó por el pasillo. Una vez en su propio cuarto, se detuvo delante del espejo.
—Lo odio —dijo a su propia imagen. Seguía muy pálida—. Y hay algo que puedo quitarle. Garry es mío ahora, no de Sean.
Se quitó las horquillas hasta que el pelo le cayó sobre la espalda. Con las dos manos se lo revolvió. Luego se clavó los dientes en los labios hasta que sangraron.
—Lo odio, lo odio —repetía en medio del dolor. Se aferró el frente del vestido y se lo abrió, contemplando con desinterés los pezones oscuros por el embarazo. Se quitó los zapatos—. Lo odio —repitió. Inclinada, hundió las manos entre sus enaguas y se aflojó los calzones hasta que cayeron al suelo. Los recogió, no obstante, para desgarrarlos con las manos, antes de arrojarlos junto a la cama. Con un brazo arrasó todo lo que había sobre la mesa de tocador. Uno de los frascos cayó al suelo y estalló con una nube de polvos y de intenso perfume de esencia derramada de otro frasco. Después se tendió en la cama, levantó las rodillas y sus enaguas se levantaron como los pétalos de una flor, dejando ver sus piernas blancas.
Poco antes de anochecer golpearon a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—La Nkosikazi no me ha dicho qué debo preparar para la cena. Era la voz respetuosa de Joseph.
—No habrá cena esta noche. Pueden retirarse todos, tú y los otros.
—Muy bien, Nkosikazi.
Garrick volvió a casa anochecido ya. Había estado bebiendo y Anna lo oyó trastabillar cuando cruzó la galería y después llamar con palabras confusas.
—Hola, ¿no hay nadie? ¡Anna! ¡Anna! Volví. —Hubo un silencio mientras Garrick encendía una de las lámparas y luego, el apresurado golpear de la pierna de madera por el pasillo. La voz de Garrick tenía algo de alarma.
—¿Anna, Anna, dónde estás?
Abrió entonces la puerta y se detuvo allí, con la lámpara en la mano. Anna se apartó de la luz, apretando la cara contra la almohada y encorvando los hombros. Lo oyó dejar la lámpara sobre la mesa de tocador y sintió las manos que le bajaban las ropas para cubrir su desnudez. Con gran suavidad, Garry le tomó la cara para mirarla. Al mirarlo ella, había horror y confusión en la cara de su marido.
—Mi amor, Anna querida, ¿qué sucedió? —preguntó. Miraba los labios lastimados, el pecho desnudo. Desconcertado, volvió la cabeza y vio los calzones rasgados y los frascos en el suelo. El rostro se le puso rígido y en dos pasos estuvo junto a ella.
—¿Estás bien? —Ella hizo un movimiento.
—¿Quién fue? Dime. Anna volvió a apartar la cabeza, ocultando el rostro.
—Mi amor, pobre mi amor. ¿Fue… uno de los sirvientes?
—No. —La voz de Anna estaba llena de vergüenza.
—Dime, Anna, por favor. ¿Qué sucedió?
Anna se sentó de un salto en la cama y lo abrazó, apretando los labios contra el oído de Garrick.
—Lo sabes, Garry. Sabes bien quién fue.
—No, te juro que no, dímelo.
Después de respirar hondo, Anna susurró el nombre:
—¡Sean!
Sintió el cuerpo de Garrick estremecerse entre sus brazos y lo oyó quejarse como si lo hubiesen golpeado. Sólo entonces habló.
—Esto. Ahora, también esto.
Apartó suavemente las manos de Anna del cuello y la empujó sobre las almohadas. Se dirigió al armario y de uno de los cajones sacó la pistola militar de Waite.
"Lo matará", pensó Anna. Garrick salió del cuarto sin volver a mirarla. Anna esperó, con los puños crispados y el cuerpo tenso. Cuando se oyó el disparo, fue débil y muy poco amenazador. Con el cuerpo flojo ya, Anna abrió los ojos y se echó a llorar.