29

—No falta mucho —dijo Dennis Peterson.

—No —murmuró Sean. Le irritaba esta expresión de lo obvio. Cuando se emerge de Mahoba's Kloof y se ve el Baboon Stroom junto a la carretera y a la izquierda de uno, hay siete kilómetros a Ladyburg. Como había dicho Dennis, no faltaba mucho.

Dennis tosió en medio del polvo.

—Esa primera cerveza se me convertirá en vapor en la garganta —dijo.

—Creo que podemos seguir ahora —dijo Sean, enjugándose la cara sucia de polvo—. Mbejane y los otros peones pueden arrearlos el resto del trayecto.

—Estaba por sugerirlo —dijo Dennis con alivio. Tenía casi mil cabezas de ganado atascadas en la carretera delante de ellos y levantando todo ese polvo que se veían obligados a respirar. Habían cabalgado durante dos días desde Rorkes Drift, donde se había dispersado el comando.

—Los mantendremos en los corrales de la feria esta noche y mañana los despacharemos. Le avisaré a Mbejane.

Partió entonces al galope hacia donde estaba el alto zulú, trotando detrás de la hacienda. Al cabo de unos minutos de conversación con él, hizo una señal a Dennis. Ambos dieron un rodeo por los flancos y se encontraron otra vez delante.

—Han perdido peso y calidad —rezongó Dennis al mirarlos en conjunto.

—Era inevitable —repuso Sean. Los hemos obligado a marchar sin tregua durante dos días.

Mil cabezas de ganado, el botín para cinco hombres de los animales de Cetewayo: Dennis y su padre, Waite, Sean y Garrick, ya que hasta los muertos recibían su parte entera.

—¿Cuánta delantera crees que llevamos a los otros? —preguntó Dennis.

—No sé —dijo Sean. No tenía importancia y cualquier respuesta no habría sido más que una conjetura. Las preguntas inútiles eran tan irritantes como las frases obvias. Se le ocurrió de inmediato que pocos meses atrás una pregunta como la de Dennis habría desencadenado un debate de media hora, quizá. ¿Qué significaba el cambio? El había cambiado. Dada la respuesta a su propia pregunta, Sean sonrió sardónicamente.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Dennis.

—Estaba pensando en todo lo que ha cambiado en los últimos meses.

Ja —dijo Dermis. Siguió a esto un silencio, interrumpido tan sólo por el ruido de los cascos—. Será extraño sin papá —dijo por fin con nostalgia. Petersen había participado en Isandhlwana—. Será rarísimo estar en la chacra con mamá y mis hermanas, solamente.

No volvieron a hablar durante un rato. Ambos evocaban los pocos meses transcurridos y los cambios en su vida.

Ninguno de los dos había cumplido veinte años, pero ambos eran jefes de familia, propietarios de tierras y haciendas, iniciados ya en el dolor y en matar a otros. Sean era más adulto y sus rasgos mostraban nuevas líneas. La barba que llevaba era ahora cuadrada, en forma de pala. Volvían de marchar con los comandos, que quemaron y robaron para vengar Isandhlwana. En Ulundi cabalgaron detrás de la infantería de Chelmsford bajo el sol ardiente, esperando en silencio hasta que Cetewayo reagrupara a sus guerreros y los lanzara sobre el terreno abierto para avasallar la frágil escuadra de hombres blancos. Aguardaron a través del estruendo de las salvas regulares y periódicas y vieron cómo el gran toro de la formación zulú se desgarraba literalmente en trizas contra la escuadra. Hacia el final las filas de la infantería se abrieron y avanzaron ellos, dos mil hombres a caballo, para destruir para siempre el poder del imperio zulú. Persiguieron y cazaron hasta que la oscuridad les impidió seguir y perdieron la cuenta de la matanza.

—Allí está la cúpula de la iglesia —dijo Dennis.

Sean volvió lentamente del pasado. Estaban en Ladyburg.

—¿Está tu madrastra en Theunis Kraal? —le preguntó Dennis.

—No, se mudó a la ciudad. Tiene una casita en la calle, Protea.

—Supongo que no querrá estar allí ahora que Anna y Garrick se casaron.

Sean frunció el ceño.

—¿Qué opinas de que Garry haya ganado a Anna? —dijo Dennis riendo y moviendo la cabeza—. Yo diría que había veinte probabilidades contra una de que tú la conquistaras.

El ceño de Sean se volvió más adusto aún. Garry lo había dejado en una posición falsa, ya que él no había terminado con Anna.

—¿Tienes noticias de ellos? ¿Cuándo vuelven?

—La última noticia que tuvimos fue de Pietermaritzburg. Mandaron un telegrama a mamá para decirle que se habían casado. Máma lo recibió dos días antes de volver yo a casa de Isandhlwana. Hace dos meses de eso. Dentro de lo que yo sé. No se han recibido más noticias.

—Supongo que Garry está tan metido en el nido que no se podrá desprenderlo, salvo con una cuña —dijo Dennis riendo otra vez con malicia. De pronto Sean tuvo la imagen de Garrick sobre Anna. Anna, con las rodillas levantadas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, haciendo esos ruidos de gata.

—Calla, idiota —dijo.

—Perdón, fue una broma —dijo Dennis, parpadeando.

—No hagas bromas sobre mi familia. Garry es mi hermano.

—Y ella era tu novia, ¿no? —murmuró Dennis.

—¿Quieres un puñetazo?

—Cálmate, hombre, fue una broma.

—No me gustan esas bromas, ¿oyes?

—Muy bien, muy bien, cálmate.

—Son porquerías, porquerías —dijo Sean. Trataba con todas sus fuerzas de borrar la imagen de Anna en uno de sus orgasmos, aferrada a la espalda de Garrick.

—¿Vaya, desde cuándo te has vuelto un santo? —dijo Dennis y sin esperar respuesta, lanzó su caballo al galope adelante de Sean, por la calle principal y en dirección al hotel. Sean pensó en llamarlo, pero cambió de idea.

Dobló a la derecha por una calle lateral arbolada. La casita era la tercera, adquirida tres años antes por Waite como inversión. Era encantadora, ubicada entre árboles en un jardincito lleno de flores. Tenía un tejado de paja, paredes blanqueadas y un cerco de varillas de madera. Sean ató su caballo y avanzó por el sendero.

Cuando entró en la sala, halló a dos mujeres allí. Ambas se levantaron sorprendidas y de inmediato se mostraron encantadas al reconocerlo. Qué alegría le daba verlas. Le hacía bien recibir tal acogida.

—Ah, Sean, no te esperábamos —dijo Ada y corrió hacia él. Al besarla, Sean advirtió las señales del dolor sufrido. Sintió a la vez una sensación de vaga culpa por no haber cambiado él mismo a causa de la muerte de Waite. Apartó algo a Ada para mirarla bien.

—Estás muy bonita —le dijo. Ada estaba delgada y los ojos eran demasiado grandes para el rostro aparte del pesar que había en ellos. Ada sonrió, a pesar de todo.

—Pensamos que volverías el viernes. Me alegro tanto de que hayas vuelto antes. Sean miró detrás de Ada.

—Hola, Frutilla —dijo. Estaba en actitud impaciente, esperando que reparase en ella.

—Hola, Sean. —Se ruborizó un poco al sentir los ojos de Sean fijos en ella, pero no bajó los propios.

—Pareces mayor —dijo, sin advertir el polvo que lo cubría de pies a cabeza, cara, pelo y pestañas, ni en los ojos enrojecidos.

—Olvidaste cómo era antes —dijo él, volviéndose hacia Ada.

—No, no te olvidaría —susurró Audrey en voz tan baja que ninguno de los dos la oyó. Tenía una sensación de ahogo.

—Siéntate —le dijo Ada, señalándole el gran sillón junto a la chimenea. Sobre la repisa había un daguerrotipo de Waite.

—Te traeré una taza de té.

—¿Por qué no una cerveza, mamá? —propuso Sean, hundiéndose en el sillón.

—Desde luego. Te la traeré.

—No —dijo Audrey, corriendo hacia la cocina—. La traeré yo.

—Está en la antecocina, Audrey —le dijo Ada y, dirigiéndose a Sean, comentó—: ¡Es tan buena esta niña!

—Mírala bien —le dijo Sean sonriendo—. No es tan niña.

—Ojalá Garry… —Ada calló de pronto.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó Sean. Ada no repuso. Pensaba en cuánto habría deseado que Garrick hubiese encontrado una muchacha como ésa, en lugar de Anna.

—Nada —dijo por fin.

—¿Tuviste más noticias de Garry?

—No, todavía no, pero el señor Pye dice que le llegó un cheque cobrado en Ciudad del Cabo.

—¿Ciudad del Cabo? —repitió Sean, arqueando una ceja—. El muchacho vive la vida intensamente.

—Sí —dijo Ada, al recordar el monto del cheque—. Es verdad.

Volvió Audrey con una botella grande y un vaso en una bandeja. Se detuvo frente al sillón de Sean. Éste tocó la botella: estaba bien fría.

—Rápido, chica —dijo a Audrey—. Me muero de sed.

Terminado el primer vaso en dos sorbos, Audrey volvió a llenárselo, y sólo entonces Sean se arrellanó cómodamente en el sillón, con el vaso lleno en la mano.

—Ahora —le dijo Ada—. Cuéntanos todo.

En el calor de esa bienvenida, con un dolor grato en los músculos y un vaso lleno en la mano, era agradable hablar. No había advertido que tenía tanto que contar. Tan pronto como dejaba de hablar con animación, Ada, o bien Audrey le hacían alguna pregunta para que siguiera contando sus peripecias.

—¡Qué horror! —dijo de pronto Audrey—. Es de noche ya. Tengo que irme.

—Sean —le dijo Ada, levantándose—. ¿Quieres acompañarla a casa?

Caminaron en silencio en la semioscuridad, bajo los árboles. No hablaron hasta que Audrey dijo:

—Sean. ¿Estabas enamorado de Anna? —La pregunta brotó en forma inesperada y Sean experimentó la reacción habitual, irritación. Estaba por abrir la boca para replicar con violencia, cuando se contuvo. No era mala la pregunta. ¿Había estado enamorado de Anna? Por primera vez pensó en ello, formulando la pregunta con cuidado en su interior, como para poder responder con la verdad; tuvo una súbita sensación de alivio entonces y, dirigiendo una sonrisa a Frutilla, repuso:

—No, nunca estuve enamorado de Anna.

El tono era sincero, no mentía. Audrey siguió caminando, feliz, a su lado.

—No te preocupes por llevarme hasta casa —dijo. Por primera vez reparó en la ropa sucia y polvorienta de Sean que podría hacerle sentirse incómodo en presencia de sus padres. Quería hacer las cosas bien desde el principio.

—Esperaré hasta que llegues a la puerta —le dijo Sean.

—Supongo que irás a Theunis Kraal, mañana —dijo ella.

—A primera hora en la mañana. Hay muchísimo trabajo allá.

—Pero, ¿vendrás alguna vez a la tienda?

—Sí.

La mirada de Sean la hizo ruborizarse y detestar una vez más su piel de pelirroja que la delataba con tanta facilidad. Se alejó a paso rápido por el sendero y al llegar junto a la puerta, se volvió.

—Sean, no me llames Frutilla, por favor.

Sean se echó a reír.

—Muy bien, Audrey. Trataré de recordarlo.