28

Llegaron al último campamento levantado por Chelmsford en la tarde siguiente. Allí estaban las líneas precisas de las hogueras ennegrecidas ahora y los espacios pisoteados donde se habían instalado las tiendas, con los palos para atar los caballos y las pilas de latas de carne envasada y las más grandes de bizcochos, todas vacías.

—Se fueron hace dos días. —Declaró Mbejane. Sean hizo un gesto sin dudar un instante la exactitud de la afirmación.

—¿Hacia dónde fueron? —preguntó.

—Regresaron hacia el campamento principal en Isandhlwana. Sean se mostró intrigado.

—Me pregunto por qué volvieron.

Mbejane se encogió de hombros antes de responder:

—Partieron de prisa y la caballería avanzó antes que la infantería.

—Los seguiremos —dijo Sean.

La huella era un gran camino, pues habían pasado por ella mil hombres y las carretas y cureñas habían dejado profundos surcos.

Muertos de frío y de hambre durmieron junto a la huella, y a la mañana siguiente vieron escarcha en los puntos más bajos del terreno.

Poco antes de mediodía avistaron la cúpula de granito de Isandhlwana dibujada contra el cielo, y, sin pensarlo, apuraron el paso. Isandhlwana, la Colina de la Manita. Sean rengueaba, pues la bota le había rozado la piel en un talón hasta desollársela. Tenía el pelo pegado por el sudor y la cara cubierta de polvo.

—Hasta la carne envasada del ejército me resultará sabrosa después de este ayuno —dijo Sean en inglés. Mbejane no repuso, porque no comprendía, sino que siguió mirando hacia adelante con una expresión algo preocupada.

—Nkosi, en dos días de marcha no hemos visto a nadie. Se me ocurre que deberíamos haber encontrado patrullas del campamento hace tiempo.

—Quizá no los vimos —dijo Sean, sin mucho interés, pero Mbejane agitó la cabeza. Reanudaron la marcha en silencio. La colina estaba cercana y alcanzaban a distinguir los detalles del borde y de las fisuras que cubrían la cúpula en un diseño semejante al de un encaje.

—No hay humo en el campamento —dijo Mbejane. De pronto levantó los ojos y se sobresaltó en forma visible.

—¿Qué pasa? —preguntó Sean, alarmado por primera vez.

N'yoni —dijo Mbejane en voz baja y Sean los vio entonces. Una bandada oscura, girando como una gran rueda, muy despacio, sobre la colina de Isandhlwana, tan lejos que no llegaban a distinguir todavía los pájaros aislados. Eran sólo una sombra, una sombra tenue y oscura en el cielo. Al verla, Sean sintió de pronto frío en medio del sol de mediodía y echó a correr.

En la llanura debajo había movimiento. La lona rasgada de una carreta volcada se agitaba como el ala de un ave herida, oyó el ruido ahogado de pasos de chacales y más alto, en la pendiente, el trote de la hiena.

—¡Ay, mi Dios! —susurró Sean. Mbejane se apoyó en su lanza. Tenía una expresión serena, pero sus ojos se desplazaron muy despacio por todo el terreno.

—¿Todos muertos? ¿Murieron todos?

La pregunta no requería respuesta. Vio a los muertos tendidos sobre el pasto, amontonados junto a las carretas y luego, más dispersos, en la ladera. Tenían un aspecto insignificante, sin importancia. Mbejane esperaba en silencio. Un gran buitre negro planeó delante de ellos, las plumas en los extremos de las alas abiertas como los dedos de una mano. Bajó las patas, tocó tierra y avanzó pesadamente entre los muertos, en una repentina transformación de ave airosa en pájaro obsceno. Movía la cabeza, ahuecaba el plumaje y hundía luego el pico en un cadáver que vestía los colores escoceses de tonos verdes de los Cordón.

—¿Dónde está Chelmsford? ¿Lo sorprendieron también aquí? Mbejane movió la cabeza.

—Llegó demasiado tarde —dijo.

Mbejane señaló la ancha huella que rodeaba el campo de batalla y pasaba por el borde de Isandhlwana en dirección al Tugela.

—Volvió al río —dijo—. Ni siquiera se detuvo a enterrar a sus muertos.

Caminaron hacia el campo. En sus límites debieron abrirse camino entre restos de armas zulúes y escudos. En las lanzas había ya herrumbre. El pasto estaba aplastado y manchado donde habían yacido los muertos, pero los muertos zulúes no estaban, signo inequívoco de su victoria.

Cuando llegaron a las líneas inglesas, Sean estuvo a punto de vomitar al ver lo que les habían hecho. Los habían apilado a todos de espaldas. Los rostros estaban ennegrecidos ya y todos estaban destripados. Las moscas se arrastraban por las cavidades abdominales vacías.

—¿Por qué hacen esto? —preguntó—. ¿Por qué tuvieron que vaciarlos así?

Con paso vacilante pasó junto a las carretas. Habían destrozado los cajones de alimentos y desparramado todo su contenido, además de las ropas, papeles y cajas de cartuchos que estaban diseminadas entre los cadáveres. No había, en cambio, un solo rifle. El olor a putrefacción era tan intenso que impregnaba la garganta y la lengua como aceite de ricino.

—Tengo que encontrar a mi padre —dijo Sean en voz baja. Mbejane lo siguió a pocos pasos. Llegaron a las líneas donde habían acampado los voluntarios. Las tiendas estaban cortadas en tiras y pisoteadas en el polvo. Los caballos muertos a cuchilladas estaban aún atados a sus postes, todos hinchados ya. Sean reconoció a Gypsy, la yegua de su padre. Se aproximó a ella.

—Hola, chica —dijo. Los pájaros le habían vaciado los ojos y tenía el vientre tan hinchado que llegaba a la cintura de Sean. Después de pasar junto a ella vio a los primeros hombres de Ladyburg. Reconoció a quince de ellos, a pesar de estar mutilados por las aves de rapiña. Formaban un círculo y todos miraban hacia afuera. Poco después encontró una fila irregular de cadáveres en la dirección de la ladera de la montaña. Imaginó los esfuerzos de los voluntarios por replegarse hacia el Tugela. Era como seguir una huella de fantasmas. A lo largo de la huella el pasto estaba muy aplastado, donde habían caído los zulúes.

—Por lo menos veinte de ellos por cada uno de nosotros —murmuró Sean, con un dejo de orgullo. Siguió subiendo la pendiente y arriba, en lo alto de la ladera, muy cerca de la roca de Isandhlwana, donde caía verticalmente, encontró a su padre.

Eran cuatro, los últimos cuatro: Waite Courteney, Tom Hope-Brown, Hans y Nils Erasmus. Estaban muy juntos. Waite estaba de espaldas, con los brazos abiertos. Los pájaros le habían devorado toda la cara, pero la barba estaba intacta y se agitaba suavemente sobre su pecho al soplar la brisa en ella. Las moscas, enormes y de un color verde metálico, circulaban espesas como un enjambre de abejas por su abdomen vaciado.

Se sentó junto a su padre. Tomó entonces un sombrero de fieltro que había cerca y le cubrió el rostro mutilado. La escarapela verde y amarilla del sombrero resultaba inusitadamente alegre en medio de tanta muerte. Las moscas se quejaron con un zumbido y algunas se posaron en la cara de Sean, quien se las apartó con una mano.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó Mbejane.

—Es mi padre —dijo Sean, sin levantar los ojos.

—A ti, también —Lleno de compasión y simpatía, Mbejane se volvió y lo dejó solo.

"No tengo nada", le había dicho Mbejane en una ocasión. Sean tampoco tenía nada ahora. Sentía un vacío, sin ira, sin pesar, sin realidad, siquiera. Al contemplar esos despojos, no podía convencerse de que fuesen los de un hombre. Carne, tan sólo. El hombre no estaba ya.

Más tarde Mbejane volvió, con un trozo de lona cortado de una de las tiendas. Juntos envolvieron en ella a Waite y excavaron su tumba. Fue difícil, pues el suelo tenía muchas piedras y material semejante a la pizarra. Lo depositaron en la fosa con los brazos abiertos, pues Sean no pudo resolverse a quebrárselos. Lo cubrieron con mucha suavidad y por último apilaron unas piedras sobre la tumba. Estaban ambos de pie al lado de la fosa cerrada.

—Bien, papá —dijo Sean, pero la voz no era la suya. No podía creer que estuviese dirigiéndose a su padre—. Bien, papá… —volvió a decir—. Querría darte las gracias por todo lo que hiciste por mí. —En este punto calló y tosió—. Supongo que tendré que cuidar a mamá y a la chacra como mejor pueda, y… y también a Garry.

La voz calló en un murmullo y Sean se volvió hacia Mbejane.

—No hay nada que decir. —El tono de Sean era sorprendido, dolorido.

—No —dijo Mbejane—. No hay nada que decir.

Durante unos minutos más permaneció allí, luchando por hacer frente a la enormidad que es la muerte, tratando de aceptar su carácter definitivo y por fin, se volvió y comenzó a caminar hacia el Tugela. Mbejane marchaba un poco hacia un costado y detrás de él." Será de noche antes de que lleguemos al río, pensó Sean. Estaba sumamente fatigado y rengueaba a causa de la ampolla en el talón.