27

Mbejane le recordaba a Tinker cuando rastreaba un ave. Marchaba en la misma posición agazapada y con el mismo aire de concentración total. Los hombres blancos aguardaban en silencio montados en sus cabalgaduras y lo observaban. Había amanecido ya y Sean se abrió el saco de carnero y se lo quitó, atándolo sobre la manta arrollada en la grupa.

Mbejane se había adelantado unos cincuenta metros y ahora retrocedía muy despacio hacia ellos. Al detenerse, inspeccionó minuciosamente una pila de estiércol húmedo.

Hiersdie Kaffir verstaan wat hy doen —opinó Steff Erasmus con aire de aprobación, pero nadie más dijo nada. Bester Klein jugueteaba con el percutor de su carabina. Tenía el rostro rubicundo empapado ya de sudor con el calor creciente.

Mbejane tenía razón. Estaban en terreno de colinas. No eran las colinas suaves y redondeadas de Natal, sino colinas con cimas rocosas y profundas grietas y gargantas entre ellas. La maleza espinosa y la euforbia cubrían las laderas con un enrejado de troncos de un tono grisáceo de reptil y el pasto era áspero y alto.

—Me vendría bien un trago —dijo Frikkie Van Essen, pasándose los nudillos por los labios.

Se oyó el chillido característico de un pájaro entre las ramas del árbol cafre bajo el cual aguardaban. Sean levantó la vista. El pájaro era pardo y rojo entre las flores también rojas que cubrían el árbol.

—¿Cuántos? —preguntó Steff cuando Mbejane estuvo junto a la cabeza de su caballo.

—Cincuenta. Más no.

—¿Cuándo?

—Ayer, después del calor del día avanzaron despacio desde el valle. Estuvieron pastando. No pueden estar a más de una hora de marcha a caballo de nosotros.

Steff hizo un gesto afirmativo. Cincuenta cabezas solamente. Ya encontrarían más.

—¿Cuántos hombres con ellas?

Con aire disgustado, Mbejane hizo chasquear la lengua.

Dos umfaans —dijo señalando con su lanza un lugar en el polvo donde se veía con claridad la huella de un pie de muchacho—. No hay hombres.

—Bien —dijo Steff—. Síguelos.

—Nos dijeron que si encontrábamos algo teníamos que volver e informar —señaló Bester Klein—. Dijeron que no debemos hacer nada por cuenta propia.

Steff se volvió en su montura.

—¿Tienes miedo de dos umfaans? —preguntó con frialdad.

—No tengo miedo de nada. Menciono lo que nos dijeron. —El rostro de Klein se puso más rojo aún.

—Sé muy bien lo que nos dijeron, gracias —dijo Steff—. No pienso iniciar nada. Sólo quiero echar una ojeada.

—Te conozco muy bien —dijo Klein—. Tan pronto como veas al ganado, te enloquecerás. Todos ustedes tienen tanta codicia de ganado como otros ansían la bebida. Una vez que lo vean, nada los detendrá. —Klein era peón del ferrocarril.

Steff le volvió la espalda.

—Vamos, sigamos —dijo.

Mientras se apartaban de la sombra del árbol cafre, Klein murmuraba algo en voz baja. Mbejane los guiaba hacia el valle.

El fondo de éste descendía gradualmente y a los costados el terreno se levantaba en un ángulo empinado y rocoso. Se desplazaban con rapidez, con Mbejane y los otros nongaai abriendo la marcha como un escudo y los jinetes formando una hilera detrás, con estribos que casi se tocaban.

Sean abrió su rifle y retiró el cartucho, cambiándolo por otro de la bandolera que le cruzaba el pecho.

—Cincuenta cabezas, son sólo diez para cada uno —se quejó Frikkie.

—Son cien libras. Tanto como ganas en seis meses —dijo Sean, lanzando una carcajada de entusiasmo. Frikkie rió a su vez.

—Ustedes dos, callen. Cierren la boca y abran los ojos —dijo Steff con voz tranquila. Con todo, no pudo disimular la chispa de expectativa que le brillaba en los ojos.

—Sabía que iban a tomar ganado —dijo Klein, malhumorado—. Estaba seguro.

—Tú también calla —le dijo Steff y dirigió una sonrisa a Sean.

Cabalgaron durante diez minutos, al cabo de los cuales Steff llamó en voz baja a los nongaai. Toda la patrulla se detuvo. Nadie hablaba y cada hombre estaba alerta, escuchando con atención.

—Nada —dijo Steff por fin—. ¿A qué distancia estamos?

—Muy cerca —repuso Mbejane—, tendríamos que oírlos desde aquí.

El cuerpo de magnífica musculatura de Mbejane brillaba de sudor y su porte era tan arrogante que se destacaba entre los otros nongaai. Había en él un entusiasmo contenido, sin duda trasmitido por los otros.

—Muy bien, síguelos —le dijo Steff. Mbejane se puso el escudo sobre la espalda, lo aseguró y reanudó la marcha.

Dos veces volvieron a detenerse a escuchar y cada vez Sean y Frikkie mostraban mayor inquietud e impaciencia.

—Quietos —les dijo bruscamente Steff—. ¿Cómo podemos oír nada con ustedes saltando en la montura?

Sean iba a abrir la boca, pero antes de que respondiera a Steff oyeron un melancólico mugido entre los árboles.

—¡Allí están!

—¡Los tenemos!

—¡Vamos!

—No, esperen —ordenó Steff—. Sean, toma mis binoculares y trepa a ese árbol. Dime lo que ves.

—Es perder tiempo —objetó Sean—. Deberíamos…

—Deberíamos aprender a cumplir órdenes. Trepa a ese árbol.

Con los binoculares colgados del cuello, Sean trepó con rapidez hasta llegar a una horqueta formada por dos ramas. Con una mano apartó una ramita que le impedía ver e inmediatamente exclamó:

—¡Allá están, delante de nosotros!

—¿Cuántos? —le preguntó Steff.

—Son pocos. Hay dos chicos con ellos.

—¿Están entre los árboles?

—No, en campo abierto. Parecería ser un sector pantanoso.

—Verifica si no hay otros zulúes con ellos.

—No… —comenzó a decir Sean, pero Steff lo interrumpió.

—Maldición, usa los anteojos. Si están allí, estarán escondidos.

Sean tomó los anteojos y los enfocó a lo lejos. El ganado era gordo y de cuero reluciente, con grandes cuernos y manchado de negro y blanco. Sobre ellos revoloteaba una bandada de pájaros en busca de garrapatas. Los dos chicos estaban completamente desnudos y tenían las piernas delgadas y los genitales desproporcionadamente grandes de los africanos. Sean miraba muy despacio a uno y otro lado del pantano y hacia la maleza que lo rodeaba. Por fin bajó los binoculares.

—Sólo dos chicos —dijo.

—Baja, entonces —le ordenó Steff.

Los chicos huyeron tan pronto como vieron aparecer la patrulla, desapareciendo entre los árboles del sector más alejado del pantano.

—Que corran —dijo Sean riendo—. Los pobres pasarán cosas mucho peores que esto.

Espoleó el caballo y entró en el pasto de color verde vivo que cubría el área pantanosa. Era tan espeso y alto que le llegaba hasta la base de la montura.

Los otros lo siguieron con un ruido de barro aplastado por los cascos. El lomo de los animales era ya visible por encima del pasto, a unos cien metros de donde estaban. Los pájaros seguían volando sobre ellos.

—Sean, tú y Frikkie den un rodeo por la izquierda y… —Steff habló por sobre el hombro, pero antes de que completara la frase toda la maleza a su alrededor— estuvo llena de zulúes, por lo menos un centenar de ellos, con vestimenta de guerra.

—¡Emboscada! —gritó—. No intenten pelear. Son demasiados. ¡Huyan!

En ese mismo instante lo desmontaron.

Los caballos se espantaron en medio del barro y se encabritaron, relinchando de terror. El disparo del rifle de Klein apenas se oyó en medio del rugido de triunfo de los guerreros. Mbejane dio un salto y tomó la rienda del caballo de Sean, obligándolo a dar media vuelta.

—Corra, Nkosi, corra. No espere.

Klein estaba muerto con una lanza en la garganta y sangre que brotaba a chorros de la boca cuando cayó de espaldas de su cabalgadura.

—Tómate del estribo —dijo Sean. Se sentía inusitadamente tranquilo. Se le acercó un zulú por el otro costado. Sean, cuyo rifle estaba atravesado sobre sus muslos, disparó con la boca del caño apoyada casi contra la cara del hombre. Le voló la parte superior del cráneo. Inmediatamente quitó el cartucho vacío y volvió a cargar el arma.

—¡Corra, Nkosi! —volvió a gritarle Mbejane. No pensó en obedecer a Sean. Con el escudo bien levantado, saltó sobre los cuerpos y atacó a dos hombres, derribándolos sobre el barro. La lanza se levantó y cayó, se levantó y cayó.

Ngi Dhla —gritó—. He comido. —Poseído de la locura de la lucha, saltó sobre los dos cuerpos y volvió a cargar. Un hombre se levantó para hacerle frente. Mbejane enganchó el borde de su escudo en el del hombre y al caer el escudo, el flanco de su dueño quedó expuesto a la lanza de Mbejane.

Ngi Dhla —vociferó otra vez.

Había logrado abrir una brecha en el círculo de atacantes y Sean se lanzó por ella, los cascos del caballo chasqueando en el barro. Un zulú aferró la rienda y Sean disparó sobre él con la boca del caño apoyada en su pecho. El zulú lanzó un alarido.

—Mbejane —gritó Sean—. ¡Tómate de mi estribo!

Frikkie Van Essen había sido derribado junto con su caballo y los zulúes lo rodeaban con sus lanzas en ristre.

Inclinado sobre la montura, Sean rodeó con un brazo la cintura de Mbejane y lo levantó del barro. Mbejane se resistió pero Sean no lo soltó. El suelo era ahora más firme bajo los cascos del caballo y avanzaban más rápido. Otro zulú los esperaba con la lanza preparada. Con Mbejane dando de puntapiés, indignado, y el rifle descargado en la otra mano, Sean no podía defenderse. Gritó al zulú un insulto al pasar junto a él. El zulú se apartó y volvió a cargar. Sean sintió la punta de la lanza en una pantorrilla y luego la sacudida cuando la lanza se hundió en el pecho de su caballo. Había pasado, no obstante, y salido del pantano para internarse entre los árboles.

El caballo lo llevó más de un kilómetro antes de caer. El lanzazo era profundo. Cayó pesadamente, pero Sean pudo apartar las piernas a tiempo y saltar. Se quedaron con Mbejane contemplando al animal muerto. Los dos estaban sin aliento.

—¿Puede correr con esas botas? —le dijo Mbejane, muy ansioso.

—Sí, son botas livianas, especiales para este terreno.

—Pero esos pantalones lo trabarán. —Sin titubear, Mbejane se arrodilló y con su lanza rasgó la tela hasta que las piernas de Sean quedaron desnudas desde los muslos. Después se levantó y escuchó. No oyó ningún ruido de persecución.

—Deje su rifle. Es demasiado pesado. Y también el sombrero y la bandolera.

—Tengo que llevar mi rifle —dijo Sean.

—Llévelo, entonces —repuso Mbejane, impaciente—. Llévelo, si quiere morir. Si lo lleva, lo atraparán antes de mediodía.

Sean vaciló un segundo más y cambió la toma del rifle, asiéndolo por el caño como si fuera un hacha. Lo dejó caer contra el árbol más próximo. La culata se destrozó y solamente entonces lo arrojó lejos.

—Y ahora debemos irnos —le dijo Mbejane.

Sean dirigió una rápida mirada a su caballo muerto con las correas que sostenían su saco de piel de carnero sobre la montura. Todo el trabajo de Anna malgastado. Seguidamente echó a correr detrás de Mbejane.

La primera hora fue difícil. Tenía gran dificultad en adaptar su paso al de Mbejane. Corría con el cuerpo rígido, y no tardó en sentir un fuerte dolor en el costado. Al notarlo, Mbejane se detuvo y en unos minutos le enseñó a correr con el cuerpo flojo. El resto de la marcha no tuvo dificultades. Pasó una hora y Sean seguía corriendo.

—¿Cuánto tiempo nos llevará unirnos al grueso de las fuerzas? —preguntó.

—Dos días, quizás… No hable —repuso Mbejane.

El terreno iba cambiando en forma gradual a medida que avanzaban. Las colinas no eran ya tan empinadas y ásperas, había menos árboles y otra vez estaban en una llanura cubierta de pasto.

—Parece que no nos siguen —dijo Sean. Hacía media hora que no hablaba.

—Puede ser —repuso Mbejane con cierta reserva—. Es demasiado pronto para saberlo.

Corrían a la par, de tal manera que sus pies caían al mismo tiempo sobre el suelo de tierra dura.

—Qué sed tengo —comentó Sean.

—Agua, no —dijo Mbejane—, pero nos detendremos a descansar en la cima de la próxima pendiente.

Desde allí miraron hacia atrás. La camisa de Sean estaba empapada en sudor y si bien respiraba muy hondo, lo hacía sin dificultad.

—No nos siguen —dijo y su tono fue de alivio—. Podemos ir más despacio ahora.

Mbejane no repuso. También sudaba copiosamente, pero sus movimientos y su forma de sostener la cabeza indicaban que distaba mucho de estar cansado. Llevaba el escudo sobre un hombro y la lanza que sostenía en la otra mano estaba llena de sangre negruzca y seca ya. Contempló largamente el camino recorrido, durante cerca de cinco minutos, antes de lanzar un gruñido de ira y señalar con la lanza.

—¡Allí! ¡Cerca de ese grupo de árboles ¿Los ve?

—¡Diablos! —Sean los vio entonces, a algo más de cinco kilómetros de distancia, en el borde de la selva, donde ésta era menos espesa, como un fino trazo de lápiz negro sobre el pergamino amarillento del terreno. La línea del lápiz se movía, no obstante.

—¿Cuántos? —preguntó.

—Cincuenta —calculó Mbejane—. Demasiados.

—Quisiera haber tenido mi rifle —murmuró Sean.

—De haberlo traído, estarían mucho más cerca de nosotros y un rifle contra cincuenta… —Mbejane calló.

—Muy bien, sigamos —dijo Sean.

—Tenemos que descansar un poco más. Es la última vez que podremos detenernos antes de la noche.

Respiraban con más calma ahora. Sean pensó en su estado físico. Le dolían algo las piernas, pero pasarían horas antes de que sintiese verdadera fatiga. Sentía la propia saliva espesa en la boca y escupió lejos. Quería beber, pero comprendía que sería una insensatez.

—¡Ah! —exclamó Mbejane—. ¡Nos vieron!

—¿Cómo lo sabes?

—Mire, están mandando sus exploradores. —De la cabeza del grupo se habían separado tres manchitas que corrían adelante.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sean y se rascó el costado de la nariz, preocupado. Por primera vez experimentaba el temor de quien es cazado, el temor de quien es vulnerable y está desarmado, con la jauría cerca.

—Mandan sus mejores corredores adelante para obligarnos a correr más rápido y agotar nuestras fuerzas. Saben que si nos acosan, aun cuando ellos se fatiguen, caeremos fácilmente en poder de quienes nos siguen.

—¡Mi Dios! —exclamó Sean. En verdad estaba alarmado—. ¿Qué haremos?

—Para cada treta de ellos, nosotros tenemos otra —dijo Mbejane—. Pero ahora que hemos descansado ya, partamos.

Sean corrió colina abajo como un duiker espantado, pero Mbejane lo detuvo con aspereza.

—Es lo que quieren. Corra como antes. —Otra vez corrieron por la pendiente a la misma velocidad moderada y tratando de no perder el aliento.

—Están más cerca —dijo Sean cuando alcanzaron la cima de la colina siguiente. Se veían ahora las tres manchas muy adelante de los otros.

—Sí —Mbejane habló sin expresión. Bajaron por la cima y en la pendiente hacia abajo se siguió oyendo el ruido de los pies al pisar al unísono y la respiración acompasada de ambos.

En el fondo del valle había un arroyuelo, cuyas aguas puras serpenteaban sobre la arena blanca. Sean lo salvó de un salto después de echarle una breve mirada de anhelo y prosiguieron el ascenso de otra pendiente. Estaban por llegar a la cima cuando oyeron a sus espaldas gritos agudos y lejanos. Él y Mbejane se volvieron y a poca distancia, a menos de un kilómetro vieron a los tres corredores zulúes. Sean alcanzó a verlos, a su vez, en el instante en que bajaban la pendiente y se aproximaban agitando los tocados de plumas y los taparrabos de colas de leopardo. Habían arrojado lejos los escudos, pero cada hombre llevaba una lanza.

—Míreles las piernas —dijo Mbejane. Sean vio entonces que corrían con el paso flojo y vacilante de quienes están extenuados—. No pueden más. Corrieron demasiado rápido. Ahora les mostraremos el miedo que les tenemos. Correremos como el viento, como si nos persiguieran respirándonos sobre la nuca cien tokolosche.

Sean reconoció el nombre de una quimera de la mitología zulú. No había más de veinte pasos hasta la cima de esta pendiente y no tardaron en llegar hasta allí con fingido pánico e iniciar el descenso por el lado opuesto. Sin embargo, tan pronto como estuvieron ocultos a la vista de sus perseguidores, Mbejane tomó a Sean de un brazo y lo contuvo.

—Al suelo —susurró. Cayeron en medio del pasto y se arrastraron sobre el abdomen hasta detenerse apenas debajo de la cima.

Mbejane sostenía la lanza con la punta hacia el frente y mientras mantenía las rodillas flexionadas, sonreía.

Sean buscó entre el pasto y encontró una piedra del tamaño de una naranja. Le cabía perfectamente en la palma de la mano.

Oyeron acercarse a los zulúes con un ruido de plantas callosas sobre el suelo y después, la respiración ronca y afanosa, cada vez más cerca de ellos, hasta que aparecieron por sobre la cima. El impulso los hizo avanzar hasta el punto mismo donde los aguardaban Sean y Mbejane. En los rostros grisáceos de fatiga aparecieron expresiones de total incredulidad. No esperaban tomar contacto con su presa en un kilómetro más, por lo menos. Mbejane mató a uno con su lanza. El hombre no levantó, siquiera, los brazos para defenderse. La lanza de Mbejane apareció por su espalda.

Sean arrojó la piedra a la cara del segundo. Se oyó un ruido como el de un zapallo maduro al caer al suelo. Cayó de espaldas, dejando escapar su lanza.

El tercero intentó huir, pero Mbejane saltó sobre sus espaldas, lo derribó y montado sobre él, le levantó el mentón y lo degolló.

Sean miró al hombre que había golpeado. No tenía ya su tocado de plumas y la cara había cambiado de forma, pues la mandíbula estaba torcida. Todavía se movía un poco.

Hoy maté a tres hombres y fue tan fácil, pensó.

Sin ninguna emoción especial, vio a Mbejane acercarse a su víctima e inclinarse sobre ella. El hombre dejó escapar un ruido ahogado y dejó de moverse.

—Ahora no podrán alcanzarnos antes de la noche —dijo Mbejane.

—Y sólo los monos ven de noche —comentó Sean. Al recordar el chiste, Mbejane sonrió. La sonrisa le dio una apariencia más juvenil. Con un manojo de pasto se enjugó las manos.

Anocheció en el momento oportuno para salvarlos. Sean había corrido todo el día y por fin sentía que el cuerpo comenzaba a ponérsele rígido. Respiraba con dificultad y había dejado de sudar.

—Un poco más, un poco más —lo animaba Mbejane, corriendo a su lado.

La jauría se había desplegado y los mejores corredores estaban a menos de dos kilómetros de ellos, mientras que el resto iba rezagado a mayor distancia.

—El sol está poniéndose. Pronto podrá descansar.

Con una mano extendida, Mbejane le tocó el hombro y este breve contacto físico pareció dar fuerzas a Sean. Sintió las piernas algo más firmes y no tropezaba tan a menudo cuando descendieron por la pendiente siguiente. Hinchado y rojo, el sol se puso detrás de la llanura y los valles se llenaron de sombras.

—Muy pronto ya, muy pronto.

La voz de Mbejane era como una canción de cuna. Sean miró hacia atrás. Las siluetas de los zulúes eran borrosas. De pronto se torció un tobillo y cayó pesadamente. Sintió el roce del pasto en el mentón y permaneció de bruces, con la cabeza hundida en la maleza.

—Levántese. —La voz de Mbejane era desesperada. Sean hizo una arcada y vomitó una bocanada de bilis—. Levántese —le decía Mbejane sacudiéndolo, tirando de él para que se pusiera de rodillas—. Levántese o bien muérase aquí —dijo por fin con aire amenazador y asiendo a Sean del pelo, se lo retorció sin piedad.

Los ojos de Sean se llenaron de lágrimas y con una imprecación intentó golpear a Mbejane.

—Arriba —insistió Mbejane. Sean se levantó—. Corra. —Ante esta orden, las piernas de Sean comenzaron a moverse como las de un autómata. Mbejane miró otra vez hacia atrás. El zulú más próximo estaba muy cerca, pero apenas se lo distinguía en la penumbra cada vez mayor. Siguieron su carrera y cada vez que Sean trastabillaba, Mbejane lo sostenía. Con cada paso Sean gruñía desde lo hondo de la garganta, la boca abierta, respiraba por encima de la lengua hinchada.

En forma súbita, en la rápida transición africana del día a la noche, todo el color se borró del paisaje y las tinieblas cayeron en un círculo cerrado a su alrededor. Los ojos de Mbejane se movían sin cesar, percibiendo formas en la oscuridad, juzgando la intensidad de la luz. Sean avanzaba como un ciego a su lado.

—Ahora probaremos —decidió de pronto Mbejane. Hizo detenerse, entonces, a Sean y girar en un ángulo agudo sobre el camino que había seguido. Corrían ahora en dirección a los perseguidores, pero en una tangente que les haría pasar cerca de ellos sin ser vistos en la oscuridad.

Comenzaron a caminar, tomando Mbejane un brazo de Sean y pasándolo por sobre sus hombros. Llevaba la lanza en ristre, lista para atacar, en la otra mano. Sean caminaba maquinalmente, con la cabeza baja.

Oyeron pasar a los primeros perseguidores a unos cincuenta pasos de donde estaban y una voz gritó en zulú:

—¿Los ves?

—¡Aibo! —repuso otra.

—Despliéguense, pues puede que vuelvan hacia atrás en la oscuridad.

—¡Yeh-ho! —Afirmativa.

Pasaron las voces y el silencio y la noche volvieron a cerrarse sobre ellos. Mbejane obligaba a Sean a seguir caminando. Salió una luna débil que les alumbró algo el camino, hasta que Mbejane tomó poco a poco la dirección sudeste. Por fin llegaron a un arroyo con árboles sobre la orilla. Sean bebió con dificultad, pues tenía la garganta inflamada y dolorida. Después se acurrucaron en la alfombra de hojas bajo los árboles y durmieron.