La catedral de Pietermaritzburg se encuentra en Church Street. Piedra gris, con torres y campanario y un cerco de hierro forjado entre la calle y el jardín. Las palomas se pasean como matronas por el pasto.
Anna y Garrick recorrieron el sendero pavimentado y entraron en la penumbra de la catedral. La ventana de vitraux dejaba pasar los rayos del sol, los que daban extraños reflejos al interior. A causa de estar ambos nerviosos, tal vez, iban de la mano cuando llegaron a la nave.
—No hay nadie —susurró Garrick.
—Tiene que haber alguien —murmuró ella—. Prueba esa puerta.
—¿Qué debo decir?
—Di que queremos casarnos. Garrick titubeó.
—Ve —insistió Anna, empujándolo con suavidad hacia la puerta de la sacristía.
—Ven conmigo —le dijo él—. No sabré qué decir.
El sacerdote era un hombre delgado con anteojos de metal. Miró por arriba de ellos a la pareja, de pie con aire aprensivo, junto a la puerta y cerró el libro que tenía sobre el escritorio.
—Queremos casarnos —dijo Garrick y se puso rojo.
—Vaya —dijo el sacerdote lacónicamente—. La dirección es ésta. Entre.
Mostró sorpresa por la prisa que tenían y después de conversar un poco con ellos, los envió a casa del Magistrado para que obtuviesen un permiso especial. Después los casó, pero la ceremonia fue hueca e irreal. La voz monótona del sacerdote se perdía, casi, en la inmensa vastedad de la catedral. Se sentían pequeños y amedrentados. Dos ancianas que entraron a rezar se quedaron encantadas de actuar como testigos. Terminada la ceremonia, ambas besaron a Anna y el sacerdote estrechó la mano a Garrick. Volvieron a salir a la luz del sol. Las palomas seguían pavoneándose por el césped. Una carreta tirada por mulas pasó por Church Street, con su cochero negro cantando y haciendo chasquear su látigo. Era como si nada hubiese pasado.
—Estamos casados —dijo Garrick con aire de duda.
—Sí —convino Anna, pero no sonaba su tono como si lo creyera.
Volvieron al hotel el uno al lado del otro, pero sin tocarse ni cambiar una palabra. Les habían subido ya el equipaje al cuarto y los caballos estaban en el establo. Garrick firmó el registro y el empleado le dirigió una ancha sonrisa.
—Los ubiqué en la habitación número doce, señor. Es nuestra habitación ''nupcial". —Al decir esto le hizo un guiño apenas perceptible, pero Garrick se puso incómodo al verlo.
Después de la cena, una cena excelente, Anna subió al cuarto y Garrick permaneció en el salón tomando café. Sólo al cabo de una hora reunió valor suficiente como para subir. Después de atravesar una pequeña salita que formaba parte de sus habitaciones, se detuvo frente a la puerta del dormitorio y entró. Anna estaba acostada, con las sábanas levantadas hasta el mentón. Lo miraba con sus ojos inescrutables de gata.
—Te puse el camisón en el cuarto de baño, sobre la mesa —le dijo.
—Gracias.
Al cruzar el cuarto tropezó con una silla. Cerró la puerta tras de sí, se desnudó con rapidez y una vez desnudo se inclinó sobre el lavatorio y se echó agua fría en la cara. Se secó luego y se puso el camisón. Cuando volvió al dormitorio, halló a Anna vuelta de espaldas hacia él. Tenía el pelo suelto sobre la almohada y brillaba a la luz de la lámpara.
Garrick se sentó en el borde de una silla, se levantó el borde del camisón hasta la rodilla y aflojó las correas de su pierna de madera, dejándola cuidadosamente apoyada contra la silla. Después se frotó el muñón, pues lo tenía entumecido. Oyó crujir la cama. Anna lo miraba fijamente, miraba la pierna. Se bajó con rapidez el camisón para ocultar el muñón con su piel cicatrizada. Se levantó entonces, y saltando en una pierna llegó junto a la cama. Otra vez sentía que se había ruborizado.
Cuando apartó las ropas y se metió dentro de la cama, Anna se apartó con violencia de él.
—No me toques —le dijo con voz ronca.
—Anna, por favor. No tengas miedo.
—Estoy embarazada. No me toques.
—No te tocaré. Te lo juro.
Anna respiraba afanosamente, sin intentar disimular su aversión.
—¿Quieres que duerma en la sala? Dormiré allí, si quieres.
—Sí. Duerme en la sala.
Recogió su bata de la silla, tomo la pierna de madera y al llegar a la puerta, se volvió para mirar a su mujer.
—Perdóname, Anna —dijo—. No quise asustarte… —Anna no repuso—. Te quiero —prosiguió—. Sería incapaz de hacerte mal y tú lo sabes. Sabes bien que nunca podría hacerte mal.
Como ella no respondiera, hizo un leve gesto de súplica. Tenía la pierna de madera aferrada en una mano y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Anna. Antes que hacerte mal, me mataría.
Rápidamente pasó por la puerta y la cerró tras de sí. Anna bajó de la cama de un salto y, corriendo hacia la puerta, la cerró con llave.