El doctor Van Rooyen ofreció a Ada el brazo para ayudarla a bajar del coche. En cincuenta años no había logrado inmunizarse contra el dolor ajeno. Sólo sabía ocultarlo, hasta que no había señales de él en los ojos, la boca, el arrugado rostro con grandes bigotes.
—Está bien, Ada. Se lo trataron muy bien, quiero decir para un trabajo de medicina de campaña. Le quedará derecho.
—¿Cuándo llegaron? —preguntó ella.
—Hace unas cuatro horas. Mandaron a todos los heridos de Ladyburg en dos carretas.
Ada hizo un gesto mudo. El doctor la miró bajo la coraza profesional de indiferencia, tratando de ocultar el choque que le había producido el cambio en ella. Tenía la piel reseca y sin vida, como los pétalos de una flor marchita, la boca apretada de dolor y el luto de viuda la hacía aparecer doblemente vieja.
—La espera adentro —dijo. Juntos subieron los escalones de la iglesia y la gente congregada allí se apartó para dejarlos pasar. Se oyeron saludos en voz baja y los lugares comunes de rigor dirigidos a Ada. Otras mujeres del grupo vestían de negro y tenían los ojos enrojecidos.
Entraron juntos en la fresca penumbra del templo, cuyos reclinatorios estaban corridos hacia las paredes para dar lugar a los colchones en el suelo. Entre ellos se movían algunas mujeres. En cada colchón había un hombre tendido.
—Tengo a los más graves aquí, donde puedo vigilarlos —le dijo el doctor—. Allí está Garry.
Garry se levantó del banco donde estaba sentado. Tenía el brazo colgado de un cabrestillo sobre el pecho. Cuando corrió rengueando hacia ellos, su pierna de madera resonó en el piso de piedra.
—Mamá, yo… —Se detuvo—. Sean y papá…
—Vine a llevarte a casa, Garry dijo Ada, conmovida al oír los dos nombres.
—No pueden dejarlos tendidos allá, tienen que…
—Por favor, Garry. Vayamos a casa. Hablaremos de eso más tarde.
—Estamos todos orgullosos de Garry —dijo el doctor.
—Sí. Por favor, vamos a casa, Garry. —Lo sentía todo allí, apenas debajo de la superficie y debía contenerlo, tanto dolor encerrado en tan poco espacio. Se volvió hacia la puerta. No debía llorar en presencia de todos. Debía volver a Theunis Kraal.
Varias manos comedidas trasladaron el equipaje de Garry al coche y Ada tomó las riendas. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que atravesaron la eminencia y vieron debajo de ella la chacra.
—Ahora eres el dueño de Theunis Kraal, Garry —le dijo Ada en voz baja. Lleno de malestar, Garrick se agitó en el asiento. No lo quería, ni tampoco quería la medalla. Quería a Sean.