Garrick tuvo conciencia, en primer término, del olor. Al pensar en este olor como punto donde concentrar su atención podría comenzar a arrastrarse fuera del escondite que tenía en su mente. Para Garrick, estas vueltas a la realidad siempre eran acompañadas por una sensación de mareo y un aumento de la agudeza de sus sentidos. Los colores eran vividos, la piel sensible al tacto, los sabores y olores, nítidos y claros.
Estaba tendido en un colchón de paja. El sol era intenso, pero estaba a la sombra, en la galería cubierta del hospital de piedra, arriba de Rorkes Drift. Pensó en el olor que le había hecho recuperar la conciencia. Era la mezcla de descomposición y sudor y estiércol, el olor a tripas deshechas y a sangre coagulada.
Lo reconocía como el olor de la muerte. Después, al recobrar la capacidad de fijar la vista, vio los muertos. Estaban apilados contra el muro del patio, donde los había sorprendido el fuego cruzado del depósito y del hospital. Estaban diseminados entre los edificios, y los pelotones encargados de sepultarlos se desplazaban activamente y los cargaban en carretas.
Zulúes muertos, con sus armas y escudos cerca. Centenares de ellos, pudo ver Garrick asombrado. No, millares de ellos.
Entonces cayó en la cuenta de que había dos olores, aunque ambos eran de muerte. Había el olor de los negros, con sus cadáveres hinchándose bajo el sol y luego el de su propio cuerpo y el de los hombres a su alrededor, el mismo olor a dolor y a putrefacción, pero mezclado con el olor más intenso del desinfectante. La muerte cubierta de antiséptico, como el de las mujeres poco limpias que intentan disimular sus olores íntimos.
Miró a los hombres cerca de él. Yacían en una larga hilera en la galería, cada uno en su propio jergón. Algunos agonizaban, pero todos ostentaban vendas manchadas de sangre y de tintura de yodo. Garrick se miró su propio cuerpo. Tenía el brazo izquierdo vendado sobre el pecho desnudo y sintió palpitar el dolor dentro del cuerpo, lento y monótono como un tambor fúnebre. También tenía vendas en la cabeza. Me hirieron. Volvió a sentir asombro. ¿Cómo? ¿Cómo?
—Volviste, chico —le dijo alegremente un soldado con acento "cockney" a su lado—. Creímos que te habías ido para siempre.
Garrick se volvió para mirar al hombre. Era un individuo menudo, con cara simiesca, vestido con calzoncillos de franela y cubierto de vendas como una momia.
—El doctor dijo que era shock. Que no tardarías en volver en ti.
El hombrecito llamó a alguien a gritos:
—¡Oiga, doctor! ¡El héroe resucitó!
El doctor se acercó de prisa. Tenía aspecto fatigado y grandes ojeras. Se le veía envejecido por el exceso de trabajo.
—Se curará —dijo después de palpar y escarbar—. Descanse. Lo enviarán a casa mañana. —El doctor se alejó hacia los otros heridos, pero de pronto se volvió y dirigió una sonrisa a Garrick—. Dudo —dijo— si le hará sentir menos, dolor, pero está recomendado para recibir una condecoración, la "Victoria Cross". El general aprobó su citación ayer. Creo que se la darán.
Garrick miró atónito al doctor. Poco a poco, en fragmentos, recuperaba la memoria.
—Hubo lucha —dijo.
—Vaya si hubo lucha —dijo el hombrecito a su lado, lanzando una carcajada.
—¡Sean! ¡Mi hermano! ¿Qué le sucedió a mi hermano? —En el silencio que siguió, Garrick vio la expresión compasiva en los ojos del doctor. Luchó entonces por sentarse y cuando lo logró, volvió a preguntar:
—Y mi padre. ¿Qué le sucedió a mi padre?
—Lo lamento —dijo el doctor—, pero temo que ambos murieron.
Tendido otra vez en el jergón, Garrick contempló el Drift. Estaban retirando cadáveres de las aguas ahora, chapoteando al arrastrarlos hacia la orilla. Recordó el chapoteo al paso del ejército de Chelmsford. Sean y su padre se contaban entre los exploradores que encabezaban la columna, tres tropas de los Rifles de Ladyburg y sesenta hombres de la Policía de Natal. Chelmsford utilizó a estos hombres que conocían bien el terreno por el cual se pensaba avanzar.
Garrick los vio alejarse con una sensación de alivio. Apenas podía creer en su suerte al haber contraído una disentería aguda el día antes de la expiración del ultimátum y del cruce del Tugela por las fuerzas.
—Qué suerte tienen —comentó otro de los enfermos al verlos partir. Garrick no los envidiaba. No deseaba ir a la guerra y estaba encantado de esperar allí con otros treinta enfermos y una guarnición de sesenta más para defender el Drift, mientras Chelmsford conducía a su ejército a Zululandia.
Vio desplegarse los exploradores desde el Drift y perderse de vista en la llanura cubierta de pasto y el grueso de las tropas y las carretas seguirlos hasta perderse, como una serpiente pitón en la distancia, dejando una senda bien marcada en la maleza.
Recordó el lento transcurrir de los días mientras esperaban en el Drift. Recordó haber rezongado con los otros cuando tuvieron que fortificar el depósito y el hospital con bolsas y latas de bizcochos llenos de arena.
Recordó también el tedio.
Seguidamente, con una sensación dé náusea, recordó el mensajero.
—Viene un jinete. —Garrick fue el primero en verlo. Repuesto de su disentería, estaba de guardia arriba del Drift.
—El general olvidó el cepillo de dientes y manda a alguien a buscarlo —comentó su compañero. Ninguno de los dos se levantó, sino que se limitaron a mirar la mancha de polvo que avanzaba por la llanura.
—Viene a toda carrera —dijo Garrick—. Será mejor que llames al capitán.
—Será mejor —dijo el otro. Corrió al trote pendiente arriba hacia el depósito. Garrick se levantó y se dirigió al río. La pierna de madera se le hundía muy hondo en el barro.
—Dice el capitán que lo mandemos al depósito cuando llegue —dijo el compañero de Garrick cuando volvió.
—Cabalga de un modo raro —dijo Garrick—. Parece estar agotado.
—O bien está borracho. Salta en la montura como una bolsa. De pronto Garrick exclamó:
—¡Está sangrando! ¡Está herido!
El caballo avanzó por el Drift con el jinete caído sobre su pescuezo. Tenía el costado de la camisa teñido de sangre y el rostro pálido de dolor y cubierto de polvo. Le tomaron el caballo de las riendas al salir éste del agua y el jinete intentó gritar, pero su voz se oyó apenas.
—Por amor de Dios, prepárense. Rodearon la columna y la aniquilaron. Vienen todos. Una jauría inmensa y aullante de demonios negros. Estarán aquí antes de la noche.
—Mi hermano —dijo Garrick—. ¿Qué le sucedió a mi hermano?
—Muerto —dijo el hombre—. Murieron todos —al decir esto se deslizó por el flanco del caballo.
Llegaron las huestes de zulúes en la formación del toro, el gran toro negro cuya cabeza y lomos llenaban la llanura y cuyos cuernos eran como dos pinzas a izquierda y derecha del río para cercarlos. El toro pateaba con veinte mil pies y cantaba con diez mil gargantas hasta que la voz fue como el rugido del mar en un día de tormenta. El sol se reflejaba en las puntas de las lanzas al avanzar el toro hacia el Tugela.
—¡Mira! Los de la vanguardia llevan puestos los cascos de los húsares —dijo alguien que observaba desde el hospital—. Han saqueado los muertos de Chelmsford. Allá hay uno con chaqueta de gala y otros llevan carabinas.
Hacía calor en el hospital, pues el techo era de chapa de cinc y las ventanas estaban protegidas con bolsas de arena. El poco aire que entraba se introducía por los resquicios dejados para las armas. Los hombres estaban junto a ellas, algunos en pijama, otros desnudos hasta la cintura, sudando a causa del intenso calor.
—Es verdad, entonces… Masacraron la columna.
—Basta de hablar. Cada uno a su puesto y callarse. Las hordas de zulúes cruzaron el Tugela en un frente de cerca de quinientos metros. El agua estaba blanca de espuma a su paso.
—¡Mi Dios! ¡Mi Dios! —murmuró Garrick al verlos—. No tenemos la menor probabilidad. Son muchísimos.
—Calle, le digo —le ordenó el sargento junto a la ametralladora Gatling. Garrick se llevó la mano a los labios.
… Así a Riley del cogote
lo metí dentro de un balde
y la pistola en el…
Así cantaba uno de los enfermos de paludismo en pleno delirio. Alguien rió con una carcajada histérica.
—¿Vienen?
—¡Carguen!
El choque metálico de los rifles.
—No hagan fuego. Fuego a la voz de mando. La voz del toro pasó del canto bajo y sonoro a la chillona y ululante carga, un frenesí agudo de voces sedientas de sangre.
—Calma, hombres, calma. No disparen.
¡Mi Dios! —repitió Garrick al verlos avanzar como una masa negra por la pendiente—. ¡Mi Dios! No me dejes morir.
—¡Listos!
La vanguardia estaba ya junto a los muros del patio del hospital. Los tocados de plumas formaban la cresta de espuma de la ola negra cuando aparecieron las primeras cabezas sobre el muro.
—¡Apunten!
Sesenta rifles se levantaron y apuntaron a los cuerpos apretados.
—¡Fuego!
Trueno, seguido por el impacto de las balas en la carne, como si un puñado de guijarros hubiese dado en un charco de lodo. Las filas cayeron. Los caños concentrados de la ametralladora Gatling golpeteaban al girar, derribándolos los unos sobre los otros en espesos montones a lo largo del muro. El olor a pólvora era insoportable. ¡Carguen!
Las filas diezmadas por los disparos se reagrupaban a medida que llegaban más hombres para ocupar los lugares vacíos.
—¡Apunten! —Cargaban otra vez, una apretada masa negra, gritando en mitad del patio.
—¡Fuego!
Garrick sollozó bajo la sombra de la galería y se apretó las órbitas con la mano derecha para borrar el recuerdo.
—¿Qué te pasa, chico? —El hombrecito, su vecino, se volvió con trabajo sobre un costado y miró a Garrick.
—¡Nada! —repuso él de inmediato—. ¡Nada!
—Vuelve, ¿no?
—¿Qué sucedió? Sólo recuerdo fragmentos.
—¡Qué sucedió! —repitió el hombre—. ¡Qué sucedió!
—El doctor dijo… dijo que el general aprobó mi citación. Esto significa que Chelmsford vive. ¡Mi hermano y mi padre… tienen que estar también vivos!
—Desgraciadamente, no, chico. El doctor te ha tomado simpatía, por haber hecho, con esa única pierna que tienes, lo que hiciste. Por ello hizo averiguaciones sobre tu gente. Fue inútil.
¿Por qué? —preguntó Garrick, desesperado—. ¡Sin duda si Chelmsford sobrevivió, ellos también tienen que estar con vida! El hombrecito agitó la cabeza.
—Chelmsford hizo su campamento de base en un punto llamado Isandhlwana. Dejó allí una guarnición con todas las carretas y los abastecimientos. Salió entonces en una incursión con una columna rápida, pero los zulúes dieron un rodeo y atacaron el campamento de base, antes de venir hacia aquí, al Drift. Como sabes, resistimos dos días antes de la llegada de la columna de Chelmsford.
—Mi gente… ¿Qué le pasó?
—Tu padre estaba en el campamento de Isandhlwana. No escapó.
Tu hermano iba con la columna de Chelmsford, pero lo aislaron y lo mataron en una de las escaramuzas, antes del encuentro principal.
Sean, muerto —Garrick movió la cabeza, incrédulo—. No, no es posible. No pudieron haberlo matado.
—Te sorprendería la facilidad con que lo mataron —dijo el "cockney"—. Un poco de hoja de cuchillo donde corresponde basta para cualquiera.
—Pero no para Sean. Usted nunca lo conoció.
—Murió, hijo. Él, tu padre y setecientos más. El milagro es que nosotros no estemos muertos también. —El hombre se acomodó sobre el jergón hasta sentirse más confortable—. El general pronunció una arenga sobre nuestra defensa aquí. El mayor hecho de armas en los anales del valor británico, o palabras por el estilo. Quince citaciones para la condecoración de la Reina Victoria —dijo, guiñando un ojo—. La tuya entre ellas. Dime, chico, ¿Qué te parece? ¿Qué hará tu novia cuando llegues a casa con esa especie de gong colgado del pecho, eh?
Al ver correr las lágrimas por las mejillas de Garrick, el hombre se quedó atónito.
—Vamos, chico. ¡Vaya con este héroe! —Apartó entonces los ojos para no ver el dolor de Garrick—. ¿Recuerdas esa parte? —preguntó—. ¿Recuerdas lo que hiciste?
—No —repuso Garrick con voz ronca—. Sean, no puedes dejarme solo. ¿Qué haré, ahora que te fuiste?
—Yo estaba a tu lado. Lo vi bien. Te lo diré —dijo el hombrecito. A medida que hablaba, los hechos comenzaron a ordenarse en la memoria de Garrick.
—Sucedió el segundo día. Habíamos resistido ya veintitrés ataques.
¡Veintitrés! Tantos fueron. Garrick llegó a perder la cuenta. Lo mismo podría haber sido una sola pesadilla incesante. Aun ahora sentía el temor en la garganta y olía la acidez de su propio sudor de miedo.
—Entonces apilaron leños contra la pared del hospital y los incendiaron. Zulúes cruzando el patio cargados de fardos de leña, muchos cayendo bajo el fuego de los rifles, otros levantando los haces y acercándolos hasta morir a su vez y ser reemplazados por otros. Las llamas pálidas a la luz del sol, el zulú muerto sobre la hoguera, su rostro chamuscado, su olor mezclado con el del humo.
"Hicimos un boquete en la pared del fondo y comenzamos a trasladar a los heridos y a los enfermos a través de él para dejarlos en el depósito.
El muchacho con el cuchillo hundido en la columna vertebral gritó como una mujer cuando lo levantaron.
—Y los malditos salvajes atacaron otra vez, tan pronto como vieron que los retirábamos. Llegaron por nuestro flanco, por ése —al decir esto el hombre señaló un punto con su brazo vendado—, donde la gente que disparaba desde el depósito no podía alcanzarlos y no había nadie, salvo tú y yo y uno o dos más en las defensas. Todos estaban llevando a los heridos.
Un zulú que ostentaba las plumas de ibis de un induna en el tocado iba a la cabeza de la carga. Tenía un escudo de cuero de vacuno con manchas blancas y negras y las muñecas y tobillos cargados de cascabeles de guerra. Garrick disparó en el instante en que el zulú se volvió a medias a llamar a sus guerreros. La bala dio en los tensos músculos abdominales y el vientre se le abrió como una bolsa. Cayó sobre manos y rodillas, dejando ver entrañas que eran una masa rosada y grisácea.
—Llegaron a la puerta del hospital. No podíamos disparar desde el ángulo de las ventanas.
El zulú herido comenzó a arrastrarse hacia Garrick sobre el polvo del patio, hablando y con los ojos fijos en la cara de aquél. Tenía la lanza en la mano. Los otros zulúes golpeaban la puerta y uno de ellos metió la lanza por un resquicio en la madera y levantó la barra. La puerta se abrió.
Las entrañas del zulú herido se mecían cómo un péndulo cuando él avanzaba. El sudor corría por las mejillas de Garrick hasta gotearle del mentón. Le temblaban los labios. Levantó el rifle y apuntó a la cara del zulú. No pudo disparar.
—Fue entonces cuando te moviste, chico. Vi cómo levantabas la barra de los ganchos de la puerta y supe que en un segundo pasaría la horda por esa puerta y no tendríamos salvación, con las lanzas usadas en combate cuerpo a cuerpo.
Garrick soltó el rifle, que cayó al suelo con gran ruido. Se apartó de la ventana. No podía soportar ya el espectáculo del hombre despanzurrado que se arrastraba. Quería correr. Ocultarse. Sí, ocultarse. Sintió el familiar temblor bajo los párpados y todo se volvió borroso.
—Eras quien estaba más cerca. Hiciste lo único que podía salvarnos. Aunque te diré que yo no habría tenido el valor de hacerlo.
El piso estaba cubierto de cartuchos vacíos, cilindros de bronce brillosos y traicioneros si se los pisaba. Garrick resbaló y al trastabillar, extendió un brazo.
—¡Jesús! —dijo el hombrecito y se estremeció—. ¡Pasar el brazo por los ganchos! ¡Yo no lo habría hecho jamás!
Garrick sintió cómo se le fracturaba el brazo cuando los zulúes se lanzaron contra la puerta. Estaba colgado de ella, contemplando el brazo torcido, viendo cómo la puerta se sacudía y se estremecía bajo los golpes. No sentía dolor y al cabo de un instante todo se volvió gris y seguro.
—Disparamos a través de la puerta hasta que despejamos ese sector. Pudimos entonces sacarte el brazo, pero te habías desmayado. Estuviste desmayado desde entonces.
Garrick miró a lo lejos, hacia el río. Se preguntó si habrían enterrado a Sean o bien lo habrían dejado allí, para que lo devorasen las aves de presa.
Tendido de costado, se acercó las rodillas al pecho. Una vez, cuando era un niño, con típica crueldad, le quitó el caparazón a un cangrejo de los llamados ermitaños. El abdomen blando y abultado era tan vulnerable que se le veían las entrañas a través de la piel transparente. Y arrolló el cuerpo con la misma actitud defensiva.
—Creo que te darán la lata esa, el gong —comentó el hombrecito.
—Sí —dijo Garrick. No la quería. Quería que volviera Sean.