18

Desayuno en la oscuridad, hogueras para cocinar alrededor de la plaza, voces bajas de los hombres de pie junto a sus mujeres, con los niños tomados de una mano para despedirlos. Caballos ensillados, rifles en sus fundas y mantas arrolladas en la grupa, cuatro carretas detenidas en el centro de la plaza con las mulas atadas ya.

—Papá estará aquí de un momento a otro. Son casi las cinco dijo Garry.

—Están esperándolo —dijo Sean. El peso del correaje cruzado sobre uno de sus hombros lo hizo agitarse.

—El señor Niewehuizen me dijo que conduzca una de las carretas.

—Lo sé. ¿Puedes?

—Creo que sí.

Se les acercó Jane Petersen.

—Hola, Jane. ¿Está ya listo tu hermano?

—Casi. Está ensillando.

Jane se detuvo delante de Sean y con un gesto tímido le ofreció algo hecho de seda verde y amarilla.

—Te hice una escarapela para el sombrero, Sean.

—Gracias, Jane. ¿Quieres ponérmela? —Jane se la prendió en el ala del sombrero con un alfiler. Sean tomó el sombrero de manos de ella y se lo puso bien inclinado.

—Ahora parezco un general —dijo. Jane rió—. ¿No me despides con un beso, Jane?

—Eres terrible —dijo ella vivamente y huyó corriendo, llena de rubor. Sean notó que no era ya tan niña. Había tantas, que uno no sabía dónde empezar.

—Aquí está papá —le dijo Garry en ese instante, al ver llegar a Waite Courteney.

—Vamos —dijo Sean, desatando su caballo. De todas partes se acercaban los hombres llevando sus caballos de las riendas—. Hasta luego —le dijo su hermano y se alejó rengueando hacia una de las carretas.

Waite encabezaba la columna. Le seguían cuatro grupos de quince hombres cada uno, cabalgando en doble hilera y detrás iban las carretas, cerrando la marcha los caballos de repuesto llevados por sirvientes negros.

Partieron desde la plaza, dejando tras ellos los restos de los festejos de la noche y se internaron en la calle principal. Las mujeres los contemplaban mudas, inmóviles, con los niños junto a ellas. Estas mujeres habían visto ya marchar a sus hombres contra las tribus. No aplaudían por conocer de cerca la muerte y habían aprendido que la gloria no sirve para mucho cuando se está enterrado.

Anna saludó con la mano a Sean. No la vio porque su caballo estaba inquieto y pasó delante de ella antes de lograr dominarlo. Anna dejó caer la mano a un costado y lo vio alejarse. Llevaba puesto el saco de piel de carnero.

Sean vio, en cambio, el resplandor de pelo cobrizo y el beso que le enviaron desde la ventana alta de la tienda de Pye. Lo vio porque deseaba verlo. Olvidó, entonces, su amor propio herido lo suficiente como para desplegar una sonrisa y agitar el sombrero.

Cuando salieron de la ciudad y por fin hasta los chicos y los perros que corrían junto a ellos se quedaron rezagados, la columna prosiguió al trote por el camino a Zululandia. Salió el sol y secó el rocío. El polvo se levantaba de los cascos y se desplazaba en ángulo desde la carretera. La columna perdió su precisión, a medida que algunos hombres galopaban hacia el frente y otros quedaban atrás para cabalgar junto a sus amigos. Avanzaban en grupos, tranquilos y alegres, tan despreocupados y locuaces como si formaran una partida de caza. Cada hombre había elegido las ropas que consideraba más apropiadas. Steff Erasmus llevaba su traje de ir a la iglesia y era quien tenía el atavío más formal. El único elemento uniforme para todos era la escarapela verde y amarilla. Con todo, aun en esto había lugar para el gusto individual. Algunos llevaban la escarapela en el sombrero, otros en una manga, y otros, en el pecho. Eran chacareros, no soldados, pero las fundas de sus armas estaban gastadas y las bandoleras revelaban una gran familiaridad con su uso. Las culatas de sus fusiles, en fin, se veían pulidas por el contacto de sus manos.

Era la mitad de la tarde antes de que llegasen al Tugela.

—Mira eso, ¡Por Dios! —dijo Sean, lanzando un silbido—. Nunca vi tanta gente congregada en un punto en toda mi vida.

—Dicen que son cuatro mil —comentó Karl.

—Sé que son cuatro mil —repuso Sean, paseando la mirada por el campamento—. Lo que no sabía era que cuatro mil fuesen tantos.

La columna se dirigía ya por la última de las pendientes hacia Rorkes Drift. El río era de color pardusco y muy ancho y mostraba pequeñas olas en el punto de vadeo. Las márgenes eran bajas y estaban cubiertas de pasto, con un grupo de edificios con muros de piedra cerca de una orilla. En un radio de medio kilómetro en torno de estos edificios estaba instalado el ejército de Lord Chelmsford. Las tiendas estaban emplazadas en hileras simétricas, una detrás de la otra, con las cabalgaduras atadas delante de cada una de ellas. Las carretas estaban todas juntas al borde del vado, unas quinientas, por lo menos, y todo el sector hervía de gente.

Los Rifles Montados de Ladyburg en un grupo compacto que salía de los lados del camino y detrás de su coronel, llegaron al perímetro del campamento, donde les salió al paso un sargento con uniforme de gala y bayoneta al hombro. ¿Puedo preguntarle su nombre?

—El coronel Courteney, con un destacamento de los Rifles Montados de Ladyburg.

—¿Cómo, cómo? No oí bien.

Waite se levantó sobre los estribos y se volvió para dirigirse a sus hombres.

—Alto, señores. No podemos hablar todos a la vez. El rumor a sus espaldas disminuyó poco a poco y esta vez el sargento lo oyó.

—Ah, perdone, señor. Llamaré al oficial de guardia. El oficial de guardia era un aristócrata y un caballero. Al acercarse los miró a todos.

—¿El coronel Courteney? —preguntó. Había una nota de incredulidad en su voz.

—Hola —dijo Waite con tono amistoso—. Espero que no hayamos llegado demasiado tarde para participar en la fiesta.

—No, diría que no. —Los ojos del oficial se detuvieron en Steff Erasmus. Este se quitó el sombrero con gran cortesía. "More, Meneer." Las banderolas cargadas de balas se veían algo fuera de lugar sobre su levita negra.

El oficial logró apartar los ojos de él.

—¿Tienen sus propias tiendas, coronel? —preguntó.

—Sí, tenemos todo lo que necesitamos.

—Dispondré que el sargento les indique dónde acampar.

—Gracias.

El oficial se volvió hacia el sargento. Tan asombrado estaba que tomó al hombre de un brazo.

—Ubíquelos lejos. En el otro lado de donde están los Ingenieros —susurró agitado—. Si el general llega a ver a este grupo… —en este punto se estremeció, pero con gran elegancia.