16

El comando partiría el día de Año Nuevo. Los festejos de fin de año tendrían, pues, un doble objeto, con los lemas "Feliz 1879" y "Dios salve a los Rifles Montados de Ladyburg". Todo el distrito acudiría al braaivleis seguido de baile que tendría lugar en la plaza. Fiesta para los guerreros, alegría, baile, canto, antes de que formaran y partieran para la guerra.

Sean y Garry partieron a caballo temprano. Ada y Waite irían más tarde. Era uno de esos días radiantes del verano en Natal, sin viento ni nubes, uno de esos días en que el polvo de algún coche queda suspendido en el aire. Atravesaron el Baboon Stroom y desde la eminencia en la margen opuesta se detuvieron a contemplar la ciudad. Había polvo de carros en todos los caminos que conducían a Ladyburg.

—Mira cómo llegan —dijo Sean, entrecerrando los ojos para protegerlos contra el resplandor y mirando en dirección al camino del norte—. Ese debe ser el carro de Erasmus. Karl debe venir en él.

Los carros parecían cuentas ensartadas en una cuerda.

—Allá van los Petersen —dijo Garry—. O tal vez sean los Niewehuisen.

—Vamos —le gritó Sean, dando una palmada en el pescuezo a su caballo. Ambos avanzaron al galope por el camino. Cabalgaban en animales grandes y lustrosos, con las crines recortadas en el estilo de los usados para la caza en Inglaterra.

Pasaron junto a un carro. En él iban dos muchachas con su madre, sentadas en el pescante. Eran las hermanas Petersen. Dennis Petersen y su padre cabalgaban delante del carro.

Sean saludó a gritos al pasar al lado de todos ellos y las muchachas rieron y gritaron algo que se perdió, llevado por el viento.

—Vamos, Dennis —llamó a gritos Sean al pasar al lado de los dos jinetes, muy serenos sobre sus caballos al trote. El caballo de Dennis se espantó y se lanzó a la carrera detrás del de Sean. Garry quedó rezagado.

Llegaron a la encrucijada, aplastados sobre el pescuezo de sus animales, agitando las riendas como si fueran jockeys. El carro de los Erasmus se aproximaba.

—Karl —llamó Sean, e hizo detenerse a su caballo para erguirse sobre los estribos—. ¡Karl, vamos, hombre, llega el rayo, Cetewayo!

Entraron en Ladyburg en un grupo apretado. Todo estaban arrebatados y llenos de hilaridad y entusiasmo al pensar en la danza y en la guerra.

La ciudad estaba llena de gente, las calles congestionadas de carros y cabalgaduras y de hombres, mujeres, muchachas, perros, sirvientes.

—Tengo que detenerme en la tienda de Pye —dijo Karl—. Ven conmigo. No llevará mucho tiempo.

Después de atar sus caballos, entraron en la tienda. Los tres, Sean, Dennis y Karl entraron ruidosamente, hablando a gritos. Eran hombres grandes y curtidos, de huesos macizos, con la musculatura de quienes trabajan mucho. Con todo, no estaban muy seguros de ser hombres todavía. Por ello era esencial caminar con fanfarronería, reír demasiado fuerte, decir palabrotas cuando papá no oía y de este modo, nadie descubriría las dudas interiores.

—¿Qué vas a comprar, Karl?

—Botas.

—Te llevará toda la tarde. Tendrás que probártelas. Nos perderemos la mitad de la diversión.

—No hay nada en las próximas dos horas —señaló Karl—. Espérenme, muchachos.

El espectáculo de Karl sentado sobre el mostrador y probándose botas en los pies enormes no podía retener mucho tiempo la atención de Sean. Se alejó, pues, entre los artículos que se amontonaban en la tienda de Pye. Había mangos de picos, pilas de frazadas, barriles de azúcar, sal y harina, estantes llenos de comestibles y ropa, abrigos y vestidos de mujer y faroles, y monturas colgadas del techo, todo ello saturado del olor característico de un almacén de ramos generales, de mezcla de parafina, jabón y tela nueva.

Cada cual a lo suyo, zapatero a tus zapatos… Los pies de Sean se encaminaron hacia los rifles de los estantes contra la pared más distante del salón. Levantó una de las carabinas Lee Metford y estudió su mecanismo, acarició la madera con la yema de los dedos, pesó el arma para comprobar su equilibrio y por fin se la llevó al hombro.

—Hola, Sean. —Interrumpió su ritual una voz tímida que le hizo levantar los ojos.

—Tarta de Frutilla —dijo con una sonrisa—. ¿Cómo va la escuela?

—No voy ya. Dejé de ir el cuatrimestre pasado.

AudreyPye tenía el colorido de la familia, pero con una sutil diferencia. En lugar de ser de color zanahoria, su pelo era de un tono cobrizo con reflejos. No era bonita, pues su rostro era demasiado ancho y aplanado, pero tenía esa tez que tan pocas veces acompaña el pelo rojizo, de una pureza de crema y sin pecas.

—¿Quieres comprar algo, Sean? Sean colocó la carabina en el estante.

—No, estaba mirando —dijo—. ¿Trabajas en la tienda, ahora?

—Sí —Audrey bajó los ojos ante la mirada atenta de Sean. Hacía un año que él no la veía. Es posible cambiar mucho en un año. Las curvas debajo de su blusa revelaban que no era ya una niña. Sean la miraba con admiración y al ver ella la dirección de sus miradas, se puso roja y se volvió con viveza hacia las bandejas de fruta.

—¿Quieres un durazno?

—Gracias —dijo Sean, aceptando uno.

—¿Cómo está Anna?

—¿Por qué preguntármelo a mí? —replicó Sean, frunciendo el ceño.

—Eres su novio, ¿no?

—¿Quién te lo dijo? —La expresión de Sean era de contrariedad.

—Todos lo saben.

—Bien, todos se equivocan. —Le irritaba a Sean la idea de ser propiedad de alguien—. No soy el novio de nadie —dijo.

—¡Ah! —Audrey calló un instante. Después dijo—: Supongo que Anna estará en el baile esta noche, ¿no?

—Es muy probable. —Sean mordió el durazno aterciopelado y miró a Audrey detenidamente—. ¿Y tú, no vas, Frutilla?

—No —dijo Audrey con aire melancólico—. Papá no me deja.

Qué edad tenía. Sean hizo un rápido cálculo. Tres años menos que él. Dieciséis. De pronto lamentó que Audrey no fuese al baile.

—Qué lástima —dijo—. Nos habríamos divertido. —El hecho de que usase el pronombre plural, uniendo a ambos, volvió a provocar la confusión de Audrey. Cuando habló, dijo lo primero que se le ocurrió.

—¿Te gusta el durazno?

—Mmmm.

—Es de nuestra quinta.

—Creí reconocer el sabor —Sean echó a reír y Audrey, también. Cuando ella reía, tenía una boca ancha y amistosa.

—Yo sabía que tú los robabas. Papá también lo sabía. Siempre decía que prepararía una celada en ese agujero del cerco.

—Nunca supe que sabía de ese agujero… Siempre lo tapábamos bien.

—Sí que sabía de él —le aseguró Audrey—. Lo supo siempre. Todavía está. Algunas noches, cuando no puedo dormir, me levanto, salgo por la ventana de mi cuarto y voy a la plantación de acacias. Está tan oscuro y tranquilo allá… Me da un poco de miedo, pero me gusta.

—¿Sabes una cosa? —dijo Sean, pensativo—. Si esta noche no pudieses dormir y bajaras al cerco a las diez, tal vez me sorprenderías robando duraznos.

Audrey requirió algunos segundos para comprender. Otra vez se ruborizó y trató de decir algo, sin lograrlo. Con un movimiento rápido de faldas se volvió y huyó corriendo entre los estantes. Sean mordió el resto de su durazno y se alejó sonriendo a buscar a Karl.

—Dime, hombre, ¿cuánto tiempo piensas quedarte aquí?