15

Al día siguiente, con dos dedos entablillados, Sean manejaba con dificultad el cuchillo, pero su apetito no había sufrido nada. Como correspondía, no participaba en la conversación, salvo en las raras ocasiones en que le hacían algún comentario directo. Al escuchar, no obstante, movía las mandíbulas sin cesar y fijaba los ojos sucesivamente en cada invitado que hablaba. Estaba con Garrick en un extremo de la mesa, mientras que los invitados estaban sentados, por orden de importancia, a los lados de Waite.

Stephen Erasmus, por razones de edad y de riqueza, estaba a la derecha de Waite. Frente a él estaba Tom Hope-Brown, igualmente rico, pero diez años menor. Le seguían Gunther Niewenhuizen, Sam Tingle y Simón Rousseau. De haber hecho la suma, podría haberse afirmado que rodeaban a Waite unas cincuenta mil hectáreas de tierras y medio millón de libras esterlinas. Eran hombres de tonos parduscos, de ropas marrones, tez bronceada, manos grandes, curtidas y callosas. También los rostros tenían aspecto de haber soportado la intemperie. Ahora que la comida llegaba casi a su fin había desaparecido la reserva y mostraban una tendencia a hablar todos a la vez y a traspirar en abundancia. No era ello consecuencia exclusiva de la docena de botellas de buen Cape Mossel provistas por Waite, ni de las montañas de comida que habían consumido. Había algo más, una sensación de expectativa entre ellos, una ansiedad que les costaba disimular.

—¿Pueden despejar la mesa, Waite? —le preguntó Ada desde la otra cabecera.

—Sí, por favor, querida. Tomaremos el café en la sala, por favor.

Waite se levantó y trajo la caja de cigarros del aparador, para ofrecérsela por turno a cada invitado. Cuando hubieron cortado puntas y encendido todos los cigarros y cada invitado estuvo bien cómodo en su silla, con una copa llena y una taza de café delante, Ada salió inadvertida del comedor y Waite se aclaró la garganta para pedir silencio.

—Señores —todos lo miraban—. El martes pasado conversé dos horas con el gobernador. Discutimos los recientes acontecimientos en la margen opuesta del Tugela.

Levantó la copa, bebió un sorbo e hizo girar el pie entre los dedos antes de proseguir:

—Hace dos semanas el agente británico en el kraal del rey zulú debió ser llamado. Llamado no es, quizá, la palabra correcta. El rey lo amenazó con embadurnarlo con miel y atarlo a un hormiguero gigante, oferta que el agente de su Majestad Británica rechazó, muy agradecido. Poco después preparó sus valijas y viajó a la frontera.

Se oyó una leve ola de risa.

—Desde entonces, Cetewayo recogió todos los animales que estaban pastando cerca del Tugela y se los llevó hacia el norte. Ha organizado una caza de búfalos para la cual, según ha decidido, necesitará de todos sus impis… veinte mil hombres armados con lanzas. Esta caza se realizará en las márgenes del Tugela, donde se vio el último búfalo hace diez años. —Mirando a todos, Waite bebió otro sorbo—. Y ha ordenado que toda pieza de caza herida sea perseguida a través de la frontera.

Se oyó, entonces, un suspiro, un murmullo. Todos sabían que ésta era la tradicional declaración de guerra de los zulúes.

—Veamos, entonces, qué pensamos hacer al respecto. ¿Tendremos que quedarnos sentados aquí y esperar hasta que vengan y nos quemen a todos?

Erasmus se inclinó hacia adelante y miró a Waite.

—Sir Bartle Frere se reunió con los Indunas de Cetewayo hace una semana y les entregó un ultimátum. Tienen hasta el 11 de enero para dispersar a los impis y volver a recibir al agente de la Reina en Zululandia. De rechazar dicho ultimátum, Lord Chelmsford deberá marchar al mando de una columna punitiva de tropas regulares y milicia. Esta fuerza se congrega en este momento y partirá de Pietermaritzburg dentro de diez días. Cruzará el Tugela en Rorkes Drift y tomará contacto con los impis antes de que se desplieguen. La intención es poner fin a esta constante amenaza a nuestra frontera y derrotar para siempre a la nación zulú como potencia militar.

—Ya era hora —comentó Erasmus.

—Su Excelencia me dio el rango de coronel y me ordenó organizar un comando dentro del distrito de Ladyburg. Le prometí por lo menos cuarenta hombres totalmente armados, montados y con provisiones, quienes estarán preparados para unirse a las fuerzas de Chelmsford en el Tugela. A menos que ustedes tengan objeción, deseo, señores, que sean mis capitanes. Sé que puedo contar con ustedes para el cumplimiento de mi promesa a Su Excelencia.

De pronto Waite abandonó su tono formal y les sonrió.

—Cobrarán su propia paga. Será en cabezas, como siempre.

—¿A qué distancia hacia el norte ha arriado Cetewayo su ganado? —preguntó Tom Hope-Brown.

—No lo suficientemente lejos —dijo Erasmus, lanzando una carcajada.

—Brindemos —dijo Simón Rousseau, se puso de pie y agregó—: Brindemos por la Reina, por Lord Chelmsford y por la Hacienda Real de Zululandia.

Todos se levantaron y bebieron hasta que de pronto, algo avergonzados por su falta de reserva, volvieron a sentarse, tosieron y movieron los pies debajo de la mesa.

—Bien —dijo Waite—. Pasemos a los detalles. ¿Steff, tú vendrás con tus dos hijos mayores?

—Ya seremos tres, además de mi hermano y su hijo. Anota cinco, Erasmus.

—Bien. ¿Y tú, Gunther?

Comenzaron a formular planes. Se anotaron hombres, caballos y carretas en un papel. A cada uno de los capitanes se asignó una serie de tareas. Hubo preguntas, respuestas y debates antes que los invitados abandonasen Theunis Kraal. Partieron en grupo, marchando flojos y con estribos largos, alejándose por la pendiente más lejana a lo largo del camino a Ladyburg. Waite y sus hijos permanecieron en el escalón al frente de la galería mientras los veían alejarse.

—Papá… —Garry trató con cierta timidez de obtener la atención de su padre.

—¿Sí, hijo? —Waite seguía contemplando al grupo de hombres. Steff Erasmus se volvió en su montura y saludó con el sombrero. Waite le devolvió el saludo.

—¿Por qué tenemos que luchar contra ellos, papá? Si el gobernador enviase a alguien a conversar con ellos, no tendríamos necesidad de pelear.

Waite lo miró muy serio.

—Todo lo que vale la pena merece que luchemos para conseguirlo, Garry. Centewayo ha armado con lanzas a veinte mil hombres para quitarnos todo esto. —Al responder, Waite trazó un amplio círculo con el brazo que abarcaba todo Theunis Kraal—. Creo que vale la pena luchar por esto. ¿No crees, Sean?

—Por supuesto —dijo éste con entusiasmo.

—Pero, ¿no podríamos firmar un tratado con ellos? —insistió Garrick.

—Otra cruz en un trozo de papel —dijo Waite con gran desdén—. Encontraron un papel como ése en el cadáver de Piet Retrief. No le sirvió para mucho.

Volvió a la casa seguido por sus dos hijos.

Sentado en su sillón habitual, extendió las piernas y dirigió una sonrisa a Ada.

—Excelente almuerzo, querida —comentó y con las manos sobre el abdomen, dejó escapar un eructo. De inmediato se disculpó—. Perdona, querida, se me escapó.

Inclinada sobre su costura, Ada disimuló una sonrisa.

—Tenemos mucho que hacer en los próximos días. —Dirigiendo otra vez su atención hacia sus hijos, Waite prosiguió—: Llevaremos un carro con mulas y dos caballos para cada uno de nosotros. En cuanto a balas…

—Pero, papá, no podríamos —volvió a interrumpir Garrick.

—Cállate. —Garrick se sentó con aire melancólico en otra de las sillas.

—Estuve pensando —anunció Sean.

—Y ahora, tú —comentó Waite, lacónico, para explotar en seguida—. Qué diablos, tienen aquí la oportunidad de tener su propio ganado y de…

—Es lo que estuve pensando —dijo Sean—. Todos tendremos más ganado del que podemos manejar. Los precios caerán muchísimo.

—Al principio, sí, pero dentro de uno o dos años volverán al nivel de ahora.

—¿No convendría vender ahora? ¿Vender todo, salvo los toros y vacas de cría, para que después de la guerra podamos comprar hacienda a mitad de precio?

Por un instante Waite permaneció mudo de asombro y después su expresión cambió poco a poco.

—¿Sabes que nunca pensé en eso?

—Además, papá —prosiguió Sean, frotándose las manos de entusiasmo—, necesitaremos más tierras. Cuando volvamos con las manadas desde las márgenes opuestas del Tugela, nos faltará pastoreo. El señor Pye ha amortizado las hipotecas de Mount Sinai y de Mahoba's Kloof. No utiliza esas tierras en este momento. ¿Por qué no se las arrendamos ahora, antes de que todos empiecen a buscar tierras de pastoreo?

—Teníamos ya bastante que hacer antes de que empezaras a pensar —murmuró Waite—. Ahora tenemos muchísimo más.

Mientras buscaba pipa y tabaco en los bolsillos y la encendía, observó a Sean. Quería mantenerse impasible, pero no podía dejar de disimular todo su orgullo.

—Si sigues pensando, uno de estos días serás rico.

Waite no podía saber a la sazón hasta qué punto se cumpliría la profecía. Faltaba mucho tiempo hasta el día en que Sean dejara caer el precio de compra de Theunis Kraal en una mesa de juego y riera al perder el dinero.