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—Dicen que el gobernador hizo llamar a tu papá cuando estuvo en Pietermaritzburg. Que habló a solas con él durante cerca de dos horas.

Stephen Erasmus se quitó la pipa de la boca y escupió en la dirección de las vías. Con su traje de tosco paño y veldscnoen no daba la impresión de ser un rico ganadero.

—No hace falta ser profeta para saber de qué se trataba, ¿no? —añadió.

—No, señor —dijo Sean con vaguedad. El tren estaba retrasado y Sean no prestaba mucha atención. Tenía en el registro de hacienda una anotación que explicar a su padre y no cesaba de ensayar mentalmente lo que le diría.

—Ja, sabemos muy bien de qué se trata —dijo el viejo Erasmus y volvió a ponerse la pipa entre los dientes, sin dejar de hablar—. Hace dos semanas que retiraron al agente británico desde el kraal de Cetewayo en Gingindhlovu. ¡Liewe Here! En otra época habría llamado al Comando mucho antes.

Erasmus apretó el tabaco encendido de la pipa con un dedo calloso. Sean advirtió que el dedo estaba torcido y lleno de cicatrices causadas por el gatillo de mil rifles pesados.

—Nunca estuviste en comandos, ¿no Jong?

—No, señor.

—Sería hora de que actuases en uno —comentó Erasmus. Sería hora.

Arriba, en el acantilado, el tren dejó oír un silbido y Sean se agitó con aire culpable.

—Allá viene. —Erasmus se levantó del banco que había ocupado y el jefe de la estación salió de su oficina con una bandera roja arrollada. Sean sintió que poco a poco se le hundía él estómago hacia las rodillas.

El tren pasó delante de ellos, lanzando nubes de vapor y haciendo gemir los frenos. El único vagón de pasajeros se detuvo precisamente delante de la plataforma de madera. Erasmus se adelantó a estrecharle la mano a Waite.

—Goeie More, Steff.

—More, Waite. Me dicen que eres ahora el nuevo presidente. Muy bien, hombre.

—Gracias. ¿Recibiste mi telegrama? —Waite hablaba en afrikaans.

—Ja. Lo recibí. Le avisé a los otros. Estaremos todos mañana en Theunis Kraal.

—Magnífico —dijo Waite—. Almorzarán conmigo, desde luego. Tenemos mucho de que hablar.

—¿Es lo que sospecho que es? —Erasmus sonrió con malicia. Tenía la barba manchada de tabaco alrededor de la boca y el rostro bronceado y lleno de arrugas.

—Mañana les contaré todo, Steff —repuso Waite guiñándole un ojo—, pero entretanto, será mejor que saques de la naftalina esa arma que cargabas por el caño.

Ambos rieron, uno con una carcajada profunda, el otro con una risa áspera, de viejo.

—Toma las valijas, Sean. Vamos a casa.

Waite tomó a Ada del brazo y caminaron con Erasmus hasta el coche. Ada tenía un vestido nuevo, azul, con mangas abullonadas y un gran sombrero. Se veía muy bella, pero algo preocupada, mientras escuchaba a los dos hombres. Es extraño que las mujeres nunca hayan encarado la perspectiva de la guerra con el mismo entusiasmo juvenil que sus hombres.

—¡Sean!

—El grito colérico de Waite llegó con toda claridad desde el estudio hasta el corredor y por fin atravesó la puerta cerrada de la sala. Ada dejó su tejido en su falda y sus rasgos adquirieron una expresión de profunda calma. Sean se levantó de su asiento.

—Debiste decírselo antes —le dijo Garrick con voz apenas perceptible—. Debiste decírselo durante el almuerzo.

—No tuve oportunidad.

—¡Sean! —se volvió a oír desde el estudio.

—¿Y ahora, qué sucedió? —preguntó Ada en voz baja.

—No es nada, mamá. No te preocupes.

Sean se dirigió a la puerta.

—Sean —se oyó la voz aterrada de Garrick—. Sean, no se lo… quiero decir… no tienes por qué decirle que… —En este punto calló y permaneció encorvado en su süla, con una expresión implorante en los ojos.

—Deja, Garrick. Yo lo arreglaré.

Waite estaba de pie detrás del escritorio. Con un dedo enorme y cuadrado señalaba una página del registro. Sean abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Bien. Te escucho.

—Verás, papá…

—Verás, papá —estalló su padre—. Dime tan sólo cómo te las arreglaste para masacrar a la mitad de la hacienda en poco más de una semana.

—No es la mitad… fueron sólo trece. —A Sean le irritó la exageración.

—Sólo trece —vociferó Waite—. Sólo trece. Por dios, ¿quieres que te diga cuánto vale cada animal, en efectivo? ¿Quieres que te diga cuánto es eso en trabajo duro, esfuerzo, preocupación?

—Lo sé, papá.

—Lo sabes —dijo Waite, jadeante—. Sí, sabes todo. No hay nadie que te pueda enseñar nada; ¿no? Ni siquiera cómo matar trece cabezas, trece novillos magníficos.

—Papá…

—¡No vuelvas a decir papá! —Waite cerró el registro de un golpe—. Dime solamente cómo pudiste lograrlo. ¿Qué es esto de envenenamiento por solución? ¿Se la diste a beber? ¿Se la metiste en el culo?

—La solución era demasiado fuerte.

—¿Y por qué era demasiado fuerte? ¿Cuánto le pusiste? Sean respiró hondo antes de responder.

—Cuatro tambores.

—¿Estás loco? ¿Estás loco de atar?

—No pensé que les haría mal —olvidando el cuidadoso discurso preparado de antemano, Sean repitió inconscientemente las palabras de Garrick—. Era ya tarde y la pierna me… —Cuando se interrumpió, de pronto vio a su padre mirándolo con atención. Waite no estaba ya perplejo.

—¡Garry! —exclamó.

—No —gritó a su vez Sean—. Fui yo.

—Mientes.

Waite dio la vuelta alrededor de su escritorio. Había incredulidad en su tono. Dentro de su experiencia, era la primera vez que había sucedido. Miró a Sean y su furia estalló con mayor violencia que antes. Lo que le importaba ahora era la mentira. Había olvidado los animales. Con un gesto rápido, tomó la varilla que estaba sobre el escritorio.

—No me pegues, papá —le advirtió Sean, retrocediendo. Waite levantó el sjambok y lo dejó caer desde arriba. Se oyó un leve silbido y Sean esquivó el golpe, pero la punta le alcanzó un hombro. Con un grito de dolor levantó las manos.

—¡Canalla, mentiroso! —gritó Waite y volvió a agitar el rebenque de costado como si fuera una hoz. Esta vez la correa se arrolló alrededor del pecho de Sean, debajo de su brazo levantado. Le rasgó la camisa como si hubiese sido una navaja y la tela al caer hizo visible la gran marca roja y levantada sobre sus costillas y en la espalda.

—¡Y toma más! —En el instante en que Waite levantó el látigo, con el brazo echado hacia atrás y el cuerpo en un equilibrio precario, comprendió que había cometido un error. Sean no se tocaba ya el latigazo, sino que tenía los brazos bajos y los puños apretados. Sus cejas estaban levantadas en los dos extremos, lo cual daba a su rostro una expresión de furia satánica. Estaba pálido y sus labios dejaban ver los dientes. Los ojos, no azules sino de un negro ardiente, estaban a la altura de los de Waite.

"Me atacará." La sorpresa de Waite disminuyó la velocidad de sus reflejos y no logró dejar caer el látigo antes de que Sean cayese sobre él. Bien apoyado sobre las piernas separadas, Sean lo golpeó con ambos puños en el medio del pecho sin protección.

Con el corazón en la boca, sin fuerzas, Waite trastabilló contra el escritorio. Dejó caer el látigo cuando Sean volvió a avanzar sobre él. Tuvo la sensación de ser una cucaracha atrapada en un plato de melaza. Vio a Sean avanzar tres pasos, la derecha que retrocedía como un rifle cargado y por último lanzada contra su rostro indefenso.

En el mismo instante, mientras su cuerpo se movía con lentitud, aunque su mente volase, cayó la venda de padre de sus ojos. Vio que estaba luchando contra un hombre, de su misma talla y peso, superior en velocidad. Su única ventaja residía en la experiencia adquirida en cuarenta años de riñas con los puños.

Sean le dio el puñetazo, con toda la fuerza del primero. Waite sabía que no lo soportaría en el rostro, pero no pudo eludirlo del todo. Al bajar el mentón hasta el pecho, el golpe dio arriba en la frente. Su fuerza lo hizo caer otra vez contra el escritorio, pero al mismo tiempo oyó el ruido característico de los dedos de Sean al fracturarse.

Se arrastró de rodillas, tomándose de la esquina del escritorio y miró a su hijo. Sean estaba doblado de dolor y tenía la mano contra el estómago. Al ponerse dé pie Waite, y aspirar grandes bocanadas de aire, sintió que recuperaba las fuerzas.

—Muy bien —dijo—. Si quieres pelear, pelearemos. —Muy despacio se adelantó, con las manos preparadas, sin subestimar ya a su contrincante.

—Voy a deshacerte —anunció. Sean se irguió y lo miró. Su rostro mostraba un intenso dolor, pero también estaba la furia. Algo ardió dentro de Waite al verlo.

Puede pelear y está dispuesto, ahora veremos si es capaz de soportar. Disfrutando de la perspectiva para sus adentros, Waite avanzó sobre su hijo, la mirada fija en la izquierda de Sean, sin cuidarse de la derecha porque adivinaba el dolor. En esas condiciones, nadie podría haberla utilizado.

Atacó con su propia izquierda, Sean dio un paso hacia un costado y esquivó el golpe. Waite quedó así expuesto a la derecha de Sean, la derecha fracturada. Y Sean la usó con todas sus fuerzas contra la cara de Waite.

Tuvo sensación de colores vividos y tinieblas, giró hacia un costado y al caer golpeó la piel de leopardo con un hombro, hasta caer poco a poco frente a la chimenea. En medio de la oscuridad, oyó entonces la voz de su hijo y sintió sus manos que lo tocaban.

—¡Papá, mi Dios! ¿Papá, estas bien?

La oscuridad se despejó un poco y vio la cara de Sean, y en lugar de furia, una expresión de solicitud que rayaba en el pánico.

—¡Papá! ¡Mi Dios! ¡Papá, por favor!

Trató de sentarse, pero no pudo. Tuvo que ayudarlo Sean. Arrodillado junto a él, le tocaba la cara sin saber qué hacer, le apartaba el pelo de la frente, le arreglaba la barba.

—Perdón, papá. Déjame ayudarte a sentarte en esa silla. Sentado en ella, Waite se frotó la mandíbula, con Sean pendiente de él, olvidado ya del estado de su propia mano.

—¿Qué trataste de hacer? ¿Matarme? —rezongó.

—Fue sin quererlo. Perdí los estribos.

—Lo noté. Te diré que lo noté.

—Papá… Lo de Garry… No hay por qué decirle nada, ¿eh? Waite dejó caer la mano y lo miró con atención.

—Haremos un trato —dijo—. Yo no digo nada a Garry y tú me prometes dos cosas. Una, no mentirme nunca más. Sean asintió de inmediato.

—La otra. Si cualquiera te ataca alguna vez con un látigo, debes jurarme que le darás lo mismo que me diste a mí.

Sean esbozó una sonrisa, pero Waite prosiguió con voz áspera.

—Bien, veamos esa mano.

Sean la extendió y su padre la examinó, moviendo dedo por dedo. Sean hizo un gesto de dolor.

—¿Duele? —le preguntó Waite. Me golpeó con esa, mano. Por Dios que he criado a un salvaje.

—Un poco. —Sean había palidecido.

—Está deshecha. Ve ya mismo a la ciudad para que te la trate el doctor Van.

Sean se alejó hacia la puerta.

—Un minuto —le dijo su padre y, añadió—: iré contigo.

—No, papá, quédate a descansar.

—Te digo que te acompaño —dijo Waite ásperamente y luego, en voz muy baja, apenas perceptible—: quiero ir contigo, qué diablos.

Levantó un brazo como para rodear con él los hombros de Sean, pero antes de que llegase a tocarlo lo dejó caer. Juntos salieron al corredor.