Tan intenso era este nuevo sentimiento que hasta se sentía capaz de odiar a Garrick. No duró mucho. La furia y el odio en el caso de Sean eran sentimientos fugaces, como las llamas que consumen el pasto seco. Ardientes y altas, pero muy pronto agotadas, dejando luego cenizas que no arden.
Waite no estaba cuando sucedió. Durante tres años consecutivos Waite Courteney había sido propuesto para la presidencia de la Asociación Ganadera y cada vez la había rechazado. Era suficientemente humano como para desear el prestigio que implicaba el cargo, pero también sabía que su chacra se perjudicaría mucho con sus ausencias frecuentes. Hacía dos años que Sean y Garrick trabajaban en la chacra cuando llegó el momento de nuevas elecciones.
La noche antes de partir hacia Pietermaritzburg, Waite habló con Ada.
—La semana pasada recibí carta de Bernard, querida. —Estaba de pie, delante del espejo, en el cuarto de ambos, recortándose la barba—. Insisten en que acepte la presidencia este año.
—Tienen sentido común —dijo Ada—. Si la aceptaras, tendrían el mejor presidente.
Waite frunció el ceño, preocupado, y siguió recortándose los bigotes. Ada creía tan absolutamente en él que había llegado a no dudar nunca de sí mismo. Al contemplarse ahora en el espejo se preguntó cuánto de su éxito era debido al apoyo de su mujer.
—Puedes, ahora, Waite. —No era un reto, ni una pregunta, sino la expresión de un hecho. Tan pronto como ella lo dijo, él se convenció.
Dejó entonces las tijeras cobre la cómoda y se volvió hacia ella. Ada estaba sobre la cama, con las piernas cruzadas y cubiertas por un camisón blanco. El pelo le caía sobre los hombros en una masa oscura.
—Creo que Sean puede ocuparse de todo aquí —dijo ella, añadiendo de inmediato—. Con Garry, desde luego.
—Sean aprende con mucha rapidez —convino Waite.
—¿Aceptarás? —Waite titubeó.
—Sí —dijo por fin. Y Ada sonrió.
—Ven —le dijo y le tendió las dos manos.
Sean llevó a ambos a la estación de Ladyburg. En el último momento Waite había insistido en que Ada lo acompañase, pues quería que compartiese el momento con él.
Sean dispuso el equipaje en el vagón y esperó mientras sus padres conversaban con el grupo dé ganaderos que debían concurrir a la reunión. Sonó el silbato y los viajeros se dispersaron en sus respectivos compartimientos. Ada besó a Sean y subió al tren. Waite permaneció un minuto más en la plataforma.
—Sean, si necesitas ayuda, acude a Erasmus, en Lion Kop. Estaré de regreso el jueves.
—No necesitaré pedir ayuda, papá. Los labios de Waite se apretaron.
—En tal caso, debes de ser Dios. Es el único que nunca necesita ayuda —dijo con aspereza—. No seas obstinado. Si llegas a necesitar ayuda, ve a ver al señor Erasmus.
Dicho esto subió al tren. Con una sacudida, éste se puso en marcha y se alejó en la dirección del acantilado. Sean lo contempló un rato hasta que se perdió de vista y volvió al coche. Era el amo de Theunis Kraal y le agradaba la sensación. La gente en la plataforma comenzaba a dispersarse. Entre ella vio a Anna.
—Hola, Sean. —Llevaba un vestido de algodón verde, algo desteñido por numerosos lavados e iba descalza. Le dirigió una sonrisa que dejó ver sus dientes menudos y lo observó con atención.
—Hola, Anna.
—¿No viajas a Pietermaritzburg?
—No, tengo que atender la chacra.
—¡Ah!
Guardaron silencio, incómodos en presencia de tanta gente. Sean tosió y se rascó una aleta de la nariz.
—Anna, ven. Tenemos que llegar a casa. Uno de sus hermanos la llamaba desde la boletería y Anna se inclinó hacia Sean.
—¿Te veré el domingo? —susurró.
—Iré si puedo. Aunque no sé si… Tengo que atender la chacra.
—Haz lo posible, Sean. —Lo miraba con gran seriedad—. Te esperaré. Llevaré almuerzo y te esperaré todo el día. Ven, aunque sea por un rato.
—Muy bien, iré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Con una sonrisa de alivio, Anna le dijo:
—Te esperaré en el sendero arriba de la cascada. Después se volvió corriendo a reunirse con su familia y Sean volvió a Theunis Kraal. Garrick estaba tendido en la cama, leyendo.
—Creí que papá te había ordenado marcar esas cabezas que compramos el miércoles.
Garrick dejó su libro y se sentó en la cama.
—Dije a Zama que los tuviese en el corral hasta que tú volvieras.
—Papá te dijo que los marcaras. No puedes tenerlos encerrados allí todo el día sin comer ni beber.
—Odio marcar, —rezongó Garrick—. Odio oírlos mugir como si les quemara, y odio el olor a pelo y piel chamuscados. Me da dolor de cabeza.
Alguien tiene que hacerlo. Yo tengo que ir a mezclar baño en los tanques para mañana. —Sean sintió que se enojaba—. ¿Garrick, por qué eres tan haragán?
—No tengo la culpa, no tengo la culpa de no tener más que una pierna. —Garrick estaba otra vez a punto de llorar. La alusión tuvo el efecto deseado. Al instante el enojo de Sean se disipó.
—Perdona. —Sean le dirigió su sonrisa irresistible—. Hagamos lo siguiente. Yo marco, y tú llenas los tanques. Carga los tambores de baño en el carro escocés y llévate a dos peones para que te ayuden. Aquí tienes las llaves del depósito —dijo, arrojando las llaves sobre la cama junto a Garrick—. Creo que terminarás antes de la noche.
Junto a la puerta se volvió.
—Garrick, no olvides que son seis tanques —dijo—. No solamente los que están cerca de la casa.
Garrick cargó, pues, seis tambores de baño en el carrito y se dirigió a los tanques. Volvió a casa mucho antes de anochecer. Tenía el frente de los pantalones sucios de la sustancia química oscura y alquitranada y parte de ella le había manchado la bota de montar. Cuando salía de la cocina Sean le gritó desde el estudio.
—Hola, Garrick. ¿Terminaste?
Garrick se sorprendió. El estudio de Waite era un lugar sagrado, el santuario de Theunis Kraal. Hasta Ada golpeaba antes de entrar y los mellizos eran admitidos en él sólo para recibir algún castigo. Garrick recorrió el pasillo, rengueando y abrió la puerta.
Sean estaba sentado con las botas apoyadas en el escritorio, cruzadas con gran precisión. Estaba arrellanado en el sillón giratorio.
—Papá te va a matar —le dijo Garrick temblando.
—Papá está en Pietermaritzburg —le recordó Sean.
Parado junto a la puerta, Garrick miró todo el cuarto. Era la primera vez que lo veía bien. En las visitas anteriores siempre había estado absorto en la idea de la violencia que le aguardaba y lo único que pudo llegar a ver de cerca fue el asiento del gran sillón de cuero sobre el cual se inclinaba después de haberse bajado los pantalones para recibir los golpes de vara.
Miró a su alrededor. Las paredes estaban, recubiertas hasta el cielorraso por paneles de madera de un tono amarillo oscuro. El cielorraso era de yeso adornado con un diseño de hojas de roble. Del centro colgaba una lámpara de una cadena de bronce. Se podía entrar dentro de la chimenea de piedra marrón cortada en bloques y los troncos estaban dispuestos allí ya para ser encendidos.
Las pipas y los tarros para tabaco estaban desplegados en la repisa de la chimenea, las armas, en una serie de estantes contra una pared, la biblioteca, contra otra, llena de tomos encuadernados en cuero verde y granate: enciclopedias, diccionarios, obras de viajes y agricultura, pero ni un tomo de ficción. En la pared frente al escritorio había un retrato al óleo de Ada. El artista había logrado captar algo de su serenidad. Vestía de blanco y tenía un sombrero en la mano. Un magnífico par de cuernos de búfalos del Cabo dispuestos sobre la chimenea dominaba todo el cuarto con sus grandes astas talladas y gran anchura de punta a punta.
Era un cuarto masculino, con pelos de perro sueltos sobre las alfombras hechas con pieles de leopardo y la presencia del hombre se hacía sentir allí. Hasta olía a Waite. Era un cuarto tan de él como el saco de tweed y el sombrero sudafricano que colgaban detrás de la puerta.
Cerca de donde estaba sentado Sean la puerta de la alacena estaba abierta y sobre ella había una botella de coñac. Sean tenía un vaso en la mano.
—¿Estás bebiendo el coñac de papá? —lo acusó Garrick.
—No es malo —manifestó Sean, levantando el vaso e inspeccionándolo de cerca. Bebió luego un sorbo y lo retuvo en la boca antes de tragarlo. Garrick lo miraba con respeto y Sean trató de no parpadear al sentir el coñac en la garganta.
—¿Quieres un poco?
Garrick hizo un gesto negativo. Cuando los vapores del coñac le subieron por la nariz Sean sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas involuntarias.
—Papá te matará —repitió Garrick.
—Siéntate —le ordenó Sean con la voz ronca a causa del coñac—. Quiero hacer un programa para el tiempo que papá esté ausente.
Garrick avanzó hacia el sillón, pero antes de llegar a él cambió de idea. Sus asociaciones eran demasiado dolorosas. Eligió entonces el sofá y se sentó en el borde.
—Mañana —dijo Sean levantando un dedo—, bañaremos a todos los animales de los cuadros cerca de la casa. Le dije a Zama que los arree temprano. Preparaste los tanques, ¿no?
Garrick hizo un gesto afirmativo y Sean prosiguió.
—El sábado —dijo a su hermano levantando otro dedo—, quemaremos franjas contra incendios a lo largo del acantilado. El pasto está muy seco allá. Tú llevarás un equipo de gente y comenzarás cerca de las cascadas y yo iré a caballo al otro extremo, cerca de Fredericks Kloof. El domingo… —dijo y en este punto se detuvo. El domingo, Anna.
—El domingo quiero ir a la iglesia —se apresuró a decir Garrick.
—Muy bien —accedió Sean—. Tú vas a la iglesia.
—Y tú. ¿Vendrás?
—No.
Garrick miró las pieles de leopardo que cubrían el piso. No trató de persuadir a su hermano, ya que Anna asistiría al servicio religioso. Tal vez mas tarde, sin la presencia de Sean, podría llevarla a su casa en el coche. Cayó entonces en un ensueño y dejó de escuchar mientras Sean hablaba.
Ya había aclarado al día siguiente cuando Sean llegó a los bañaderos. Cerraba la marcha de una cantidad de animales rezagados y salieron todos entre el macizo de árboles y los pastos altos hasta llegar al sector de tierra apisonada que rodeaba el tanque para bañar ganado. Garrick había comenzado ya a empujar los animales dentro del baño y en el corral de secado estaban unas diez cabezas, mojadas y melancólicas, el pelo oscurecido por el baño.
Sean hizo pasar a su hacienda por las puertas de acceso, donde se unieron con el resto amontonado detrás, con sus cuerpos marrones, muy juntos los unos con los otros. N'duti bajó las barras y la tranquera quedó cerrada.
—Lo veo, Nkosi.
—Te veo, N'duti. ¡Mucho trabajo hoy!
—Mucho —convino N'duti—. Siempre hay mucho trabajo.
Recorrió a caballo el perímetro del corral y ató al animal debajo de uno de los árboles antes de dirigirse al tanque. Garry estaba de pie junto al parapeto y apoyado contra una de las columnas que sostenían el techo.
—Hola, Garry, ¿cómo va todo?
—Muy bien.
Se inclinó sobre el parapeto, junto a su hermano. El bañadero tenía unos seis metros de largo y dos y medio de ancho y la superficie del líquido estaba bajo el nivel de la tierra. Alrededor había una pared baja con un techado de junco para evitar que la lluvia diluyese la solución.
Los peones empujaban al ganado hasta el borde, donde cada animal se detenía lleno de aprensión.
—E'yapi, E'yapi —gritaban los muchachos, hasta que la presión obligaba a los animales a saltar dentro del tanque. Cuando alguno se mostraba recalcitrante, Zama se inclinaba sobre el cerco, lo agarraba de la cola y se la mordía.
Cada una de las bestias se lanzaba con la cabeza bien levantada y las manos recogidas contra el pecho, desaparecía del todo bajo la superficie aceitosa y volvía a aparecer, nadando con frenesí a lo largo del tanque, hasta que tocaban el fondo inclinado del extremo y pasaban pesadamente al corral de secado.
—Haz que se muevan, Zama —le gritó Sean.
Zama lo miró sonriendo y con sus enormes dientes blancos mordió una cola que no avanzaba.
El novillo era un animal pesado y salpicó una mejilla de Sean con una gota del líquido cuando estaba inclinado sobre el parapeto. Sean no se molestó en limpiársela, sino que siguió mirando.
—Si no sacamos precios máximos por este lote en la próxima venta, la gente no sabe lo que es buen ganado —dijo a Garry.
—Es bueno —dijo Garrick.
—¿Bueno? Son los novillos más gordos de la zona. —Sean estaba por hablar algo más sobre el tema, cuando de pronto advirtió que la gota de solución estaba haciéndole arder la mejilla. Se la enjugó con un dedo y se llevó este a la nariz. El olor le hizo arder también las fosas nasales. Durante un segundo se lo miró, perplejo. La mejilla le ardía como fuego.
Levantó los ojos. El ganado del corral de secado se movía, inquieto y al mirar hacia ellos, uno vaciló hacia un costado y se golpeó contra el cerco.
—¡Zama! —gritó. El zulú levantó los ojos—. Basta. Por favor, no dejes entrar más.
Había otro animal detenido junto al borde. Sean se quitó el sombrero y, saltando sobre el cerco, trató de impedir que el animal avanzara, golpeándolo con el sombrero, pero el animal se zambullo. Sean se aferró al cerco y bajó de un salto al punto de acceso al tanque.
—Detenlos —gritó—, pon las barras, no dejes pasar más. Con los brazos abiertos aferrados al cerco en cada lado comenzó a dar patadas a la cara de los animales que tenía delante.
—Pronto, vamos, por las barras —gritó. Los machos avanzaban hacia él, una muralla de cuernos. Empujados por los que venían detrás y contenidos por Sean, comenzaron a asustarse. Uno de ellos intentó saltar el cerco. Al mover la cabeza uno de sus cuernos arañó el pecho de Sean y le rasgó la camisa.
A sus espaldas Sean oyó caer las barras en sus muescas, bloqueando la entrada al bañadero y luego sintió las manos de Zama que lo levantaban por un brazo fuera de la masa de cuernos y pezuñas. Dos de los peones lo ayudaron a saltar el cerco. Tan pronto como estuvo en el otro lado, Sean se escurrió.
—Vamos —dijo y corrió hacia su caballo.
—Nkosi, está sangrando.
La sangre le había manchado la camisa, pero no sentía dolor. El ganado que había sido ya bañado, daba muestras de intenso sufrimiento. Se desplazaba por el corral mugiendo dolorosamente. Uno de ellos cayó y cuando se incorporó, las patas le temblaban. Apenas podía estar parado.
—Al río —gritó Sean—. Llevarlos al río. Tratemos de lavarlos. Zama, abre el portón.
El Baboon Stroom estaba a dos kilómetros de distancia. Uno de los novillos murió antes de que pudiesen sacarlo del corral, otros diez, antes de llegar al río. Murieron presa de convulsiones, con el cuerpo estremecido y los ojos en blanco.
Sean arreó los que quedaban por la orilla hasta el río. El agua era límpida y a medida que entraba en ella cada animal, la solución se desprendía como una nube de color marrón oscuro.
—Quédate aquí, Zama. No los dejes salir.
Sean vadeó con el caballo hasta la orilla opuesta e hizo retroceder a los animales que intentaban salir del agua por ella.
—Nkosi, uno está ahogándose —lo llamó N'duti. Sean miró hacia el río. Un novillo joven murió presa de convulsiones en una parte poco profunda. Tenía la cabeza hundida en el agua y las patas se agitaban en el aire.
Sean se deslizó del caballo y vadeó en dirección al animal. El agua le llegaba hasta las axilas. Cuando llevaron al novillo a la margen, estaba muerto.
Se sentó al lado del animal muerto, agotado y con los pulmones doloridos por el agua que había aspirado.
—Tráelos, Zama —dijo con dificultad. Los sobrevivientes estaban en la parte menos honda del río, o bien nadando en círculos—, ¿Cuántos son? ¿Cuántos murieron?
—Dos más cuando usted estaba en el agua. En total, trece, Nkosi.
—¿Dónde está el caballo?
—Escapó y lo dejé ir. Volverá a la casa.
Sean hizo un gesto afirmativo y dijo:
—Arrea a todos al corral especial. Habrá que vigilarlos unos días.
Emprendió entonces la marcha en dirección al bañadero. Garrick no estaba ya, pero el grueso de la hacienda seguía en el corral. Sean abrió el portón y dejó a los animales en libertad. Se sentía algo mejor, pero a medida que recuperaba las fuerzas, lo invadía una sensación de furia y de odio. Tomó el sendero hacia la casa. Las botas llenas de agua hacían ruido cuando caminaba y con cada paso, mayor odio sentía contra Garrick. Garrick había preparado la solución. Garrick había matado su ganado. Sean lo odiaba.
Al subir por la pendiente debajo de la casa, vio a Garrick en el patio. Garrick también lo vio y desapareció por la cocina. Sean echó a correr. Cuando atravesó la cocina por poco no derribó a unos de los sirvientes.
—Garrick —gritó—. Maldito… ¿Dónde estás?
Recorrió la casa una y otra vez, la segunda, con mayor detenimiento. Garrick no estaba, pero su bota llena de polvo había dejado una huella en el alféizar de la ventana abierta. Garrick había escapado por ella.
—¡Maldito cobarde! —gritó Sean y de un salto volvió a correr después de detenerse un instante, mirando de un lado a otro con los puños crispados.
—Te encontraré —gritó—. Te encontraré donde estés.
Corrió por el patio hacia los establos y en mitad de camino vio que la puerta del tambo estaba cerrada. Cuando intentó abrirla, comprobó que estaba cerrada con llave por dentro. Sean retrocedió unos pasos y se lanzó contra ella. Al ceder el cerrojo, fue a caer contra la pared de enfrente. Garrick estaba tratando de trepar por la ventana, pero era pequeña y estaba a cierta altura. Sean lo aferró por los fondillos y lo obligó a bajar.
—¿Qué hiciste con la solución? ¿Qué hiciste? —gritó con la cara junto a la de Garrick.
—Fue sin querer. No pensé que los mataría.
—Dime lo que hiciste. —La mano aferrada al frente de la camisa de su hermano, Sean lo arrastró hacia la puerta.
—No hice nada. Te juro que no sabía.
—Te mataré a golpes de todos modos, así que dímelo. Tenía a Garrick apretado contra la pared con la mano izquierda, y la derecha estaba preparada ya en un puño cerrado.
—No, Sean, no. ¡Por favor!
Y de pronto el enojo se desvaneció en Sean. Dejó caer las manos a los costados.
—Bien, dime tan sólo qué hiciste —dijo con frialdad. El enojo había desaparecido, pero el odio, no.
—Estaba cansado y se hacía tarde y me dolía la pierna —susurró Garrick—, y como me faltaban todavía cuatro tanques y yo sabía que controlarías los tambores para ver si estaban vacíos y era tan tarde, yo…
—¿Y?
—Y entonces vacié todo el baño en un solo tanque… Pero no sabía que los mataría, te lo juro.
Sean le dio la espalda y comenzó a caminar muy despacio hacia la casa. Garrick lo siguió con paso torpe.
—Perdona, Sean, en serio lo siento. No sabía que…
Al entrar por la cocina y salir de ella, dio un portazo en la cara de Garrick. Se metió en el estudio de Waite y de uno de los estantes retiró un grueso registro de hacienda con tapas de cuero, que llevó al escritorio. Allí lo abrió, tomó una lapicera y la metió en el tintero. Miró un instante la página en blanco y por fin, en la columna que rezaba "Muertes' escribió el número 13 y a continuación, "envenenamiento por baño". Tanto apretaba la lapicera que la pluma arañó el papel.
Llevó a Sean y a los peones el resto del día y el siguiente vaciar el tanque, volver a llenarlo con agua limpia y mezclar una nueva solución. Veía a Garrick sólo durante las comidas y no se hablaban.
Al día siguiente era domingo. Garrick fue a la ciudad muy temprano, pues el servicio religioso comenzaba a las ocho. Cuando se fue, Sean comenzó sus preparativos. Se afeitó, acercándose mucho al espejo y manejando con gran cuidado la navaja para no lastimarse, dando forma a sus patillas y afeitándose bien el resto de la cara hasta que le quedó perfectamente lisa. Entró luego en el dormitorio de sus padres y tomó una generosa porción de la brillantina paterna, cuidando cerrar bien el frasco y dejarlo exactamente donde lo había encontrado. Al frotarse la brillantina en el pelo, olió su perfume con fruición. Se peinó hacia adelante, se hizo una raya en el medio y se cepilló bien hacia atrás con uno de los cepillos de plata de Waite. Camisa limpia, breeches usados sólo una vez, botas tan lustrosas como el pelo, y Sean estuvo listo para partir.
El reloj sobre la repisa lo tranquilizó. Tenía mucho tiempo, dos horas en realidad. Eran las ocho y el servicio religioso no terminaría hasta las nueve. Anna necesitaría una hora más para huir de la vigilancia de su familia y acudir a la cita en las cascadas. Se dispuso a esperar, leyendo el último número del "Chacarero" de Natal. Lo había leído tres veces ya, pues databa de un mes atrás, de tal manera que aun el artículo sobre "Parásitos del Estómago en vacunos y ovinos" había perdido mucho de su atractivo. Su atención se distrajo. Pensó en el día que le esperaba y sintió el movimiento familiar bajo los pantalones. Esto requirió unas maniobras, pues los pantalones eran apretados. A poco se aburrió de fantasear. Era un hombre de acción, no de pensamiento. Fue entonces a la cocina a pedirle una taza de café a Joseph. Cuando terminó de beberlo, faltaba aún una media hora.
—Qué diablos —exclamó de pronto, y pidió a gritos su caballo. Trepó por el acantilado, guiando a su caballo en diagonal por la pendiente y cuando llegó a la cima, lo dejó ir al paso a voluntad. Ese día era posible ver el curso del río Tugela a través de la llanura, como un cinturón verde oscuro. Alcanzaba a contar los tejados de las casas de Ladyburg y a divisar la cúpula de la iglesia, recubierta de cobre, brillando a la luz del sol como una antorcha.
Volvió a montar y bordeó la meseta hasta que llegó al Baboon Stroom arriba de las cascadas. Remontó la orilla hasta llegar a un sector poco profundo y allí lo vadeó, levantando las botas sobre el pomo de la montura para no mojárselas. Junto a las piletas naturales desmontó otra vez y ató el caballo de una pata, siguiendo por fin el sendero hasta que éste bajó por el borde de la meseta hasta internarse en la espesura que rodeaba las cascadas. Estaba muy fresco y húmedo allí, con los árboles cubiertos de musgo, pues la frondosidad de las copas y las enredaderas no dejaban entrar mucho sol. Entre la maleza vio a un pájaro-botella.
—Glug-Glug —oyó, como el ruido del agua al salir del cuello de una botella. Su grito apenas se oía con el incesante fragor de las cascadas.
Extendió su pañuelo sobre una roca junto al sendero, se sentó sobre él y esperó. A los cinco minutos estaba inquieto de impaciencia. A la media hora comenzó a quejarse en voz alta.
—Contaré hasta quinientos… Si no llega para entonces, no pienso esperar más tiempo.
Contó y cuando llegó a la cifra prevista miró con ansiedad a su alrededor. No había señales de Anna.
—No voy a esperar sentado aquí todo el día —anunció, pero no hizo esfuerzo alguno por levantarse. Un gordo gusano amarillo atrajo su mirada, en el tronco de un árbol algo más bajo en el sendero. Tomó un guijarro y se lo arrojó. El guijarro rebotó a unos centímetros del gusano.
—Casi —dijo Sean y algo más animado, levantó otro guijarro. Cuando hubo agotado todos los que tenía cerca, el gusano seguía trepando muy despacio por el tronco. Se vio obligado a levantarse e ir en busca de más guijarros. Cuando volvió con las manos llenas de ellos volvió a ocupar su posición sobre la roca, y reanudó el bombardeo. Ponía máxima concentración en cada tiro hasta que con el tercero dio en su blanco y el gusano estalló en un chorro de jugo verdoso. Sean se sintió defraudado. Al mirar a su alrededor en busca de otro blanco, se encontró frente a Anna, de pie junto a él.
—Hola, Sean. —Tenía un vestido rosado. En una mano llevaba los zapatos y en la otra una canastita—. Traje almuerzo para los dos.
—¿Por qué tardaste tanto? —Sean se levantó y se enjugó las manos en los pantalones—. Creí que no vendrías ya.
—Lo siento… Todo me salió mal.
Hubo una pausa incómoda y cuando Sean la miró, Anna se ruborizó un poco.
—Vamos —dijo volviéndose—. Te corro una carrera hasta la cima.
Corría velozmente con los pies descalzos, levantándose la falda hasta las rodillas y antes de que Sean la alcanzase llegó a la parte soleada. Sean la abrazó por la espalda y cayeron juntos en el pasto junto al sendero. Allí quedaron abrazados, riendo y sin aliento.
—El servicio religioso fue interminable… creí que no terminaría nunca —dijo Anna—. Y después…
Antes de que terminara de hablar Sean le cubrió la boca con la suya. De inmediato ella le echó los brazos al cuello. Siguieron besándose con una tensión creciente hasta que Anna comenzó a gemir, con el cuerpo apretado contra el de él. Sean comenzó a besarla en el cuello.
—Sean, hace tanto… Una semana entera.
—Lo sé.
—Te extrañé tanto… Todos los días pensé en ti. Sean no repuso.
—¿Me extrañaste, Sean?
—Mmm —murmuró Sean y le mordió el lóbulo de una oreja.
—¿Pensaste en mí mientras trabajabas?
—Mmmm.
—Habla bien, dímelo bien.
—Te extrañé, Anna. Pensé en ti todo el tiempo —mintió Sean y la besó en los labios. Ella se aferró a él. La mano de Sean bajó hasta las rodillas de Anna y buscó debajo de la falda, pero ella lo tomó de una muñeca y lo apartó.
—No, Sean, no. Bésame solamente.
Cuando ella lo soltó, Sean hizo otra tentativa, pero Anna volvió a rechazarlo y, sentándose, le dijo:
—A veces pienso que es lo único que quieres. Sean sintió que se enojaba, pero tuvo el sentido común de contenerse.
—No es verdad, Anna. Hace mucho que no te veo y te extrañé. De inmediato Anna se conmovió y le acarició una mejilla.
—Perdóname, Sean. No me importa, ,en realidad, sólo que… no sé —dijo, poniéndose de pie y tomando la canasta—. Ven, vamos a las piletas.
Tenían un lugar especial, protegido por juncos y sombreado por un gran árbol que crecía en una de las paredes. La arena era limpia y blanca. Sean extendió la manta del caballo para que pudiesen sentarse ambos. Oían el río, cercano, pero invisible y los juncos susurraban y agitaban sus brotes amarillos con cada ráfaga de viento.
—… y no conseguía que se fuera —decía Anna con animación, arrodillada en la manta y vaciando la canasta—. Se quedaba allí sentado y cada vez que yo decía algo se ponía rojo y se agitaba en su asiento. Al final tuve que decirle "¡Perdona, Garry, pero tengo que irme! "
Sean se puso ceñudo. El nombre de Garrick le recordó el episodio de la solución. No lo había perdonado aún.
—Y cuando llegué a casa, vi que papá y Frikkie estaban riñendo. Mamá lloraba y los chicos estaban encerrados en el dormitorio.
—¿Quién ganó? —preguntó Sean, muy interesado.
—En realidad no peleaban… estaban gritándose. Los dos estaban borrachos.
Sean siempre se sentía secretamente escandalizado cuando Anna aludía con tanta ligereza a los hábitos de beber de su familia. Todos estaban enterados en cuanto al señor Van Essen y sus dos hijos mayores, pero Anna no tenía por qué hablar de ello. Una vez Sean trató de reprenderla.
—No deberías decir esas cosas de tu papá. Deberías respetarlo. Y Anna lo miró muy serena y le preguntó:
¿Por qué? Cuestión difícil. En esta ocasión cambió de tema.
—¿Quieres comer ya?
—No —repuso Sean y trató de asirla. Ella se resistió, lanzando unos gritos no muy fuertes, hasta que Sean la empujó hacia atrás y la besó. Entonces se quedó quieta, devolviendo sus besos.
—Si no me dejas ahora me enojaré —susurró Sean. Muy despacio le desprendió la parte superior del corpiño. Ella lo miraba con gravedad con las manos apoyadas en los hombros de él. Cuando Sean le bajó el corpiño hasta la cintura, Anna siguió la curva marcada de una de sus cejas oscuras con el índice.
—No, Sean, puedes. Yo también lo deseo. Tanto como tú.
Había tanto que descubrir y todo era extraño y maravilloso. Y ellos, los primeros en descubrirlo. Los músculos del pecho de Sean, debajo de los brazos, pero con un espacio que permitía contarle las costillas. La piel de Anna, suave y blanca con un trazo de venas azules debajo. El hondo surco a lo largo de la espalda de él. Cuando Anna pasaba un dedo, le palpaba las vértebras. La sensación de sus labios juntos, de la lengua. El olor de sus cuerpos, uno cálido como la leche y el otro fuerte y vigoroso. El vello que le cubría el pecho, el de las axilas de ambos. Cada nuevo descubrimiento era acogido con suaves exclamaciones de deleite.
Ahora, arrodillado sobre ella, quien estaba de espaldas, con la cabeza echada hacia atrás, los brazos levantados para recibirlo, Sean bajó de pronto la cabeza y la tocó con la boca. Sabía a limpio, como el sabor del mar.
Los ojos de ella se abrieron.
—No, Sean, no, no quiero. Sean, no quiero que hagas eso. Por favor, por favor.
Pero mientras Anna hablaba, sus manos le retenían la cabeza por el pelo espeso.
—Sean, no lo soporto más, ven, ven… rápido, rápido.
Hinchado como una vela en un huracán, hinchado, rígido, tenso, más allá de sus límites, el deseo estalló y se deshizo en el viento y se esfumó. No quedaba nada. El viento y la vela, la tensión, el deseo. Nada. Sólo la gran nada, con su paz. Quizá, una especie de muerte. Quizá la muerte sea así. Pero, como la muerte, no un final, ya que hasta la muerte contiene la simiente de la resurrección. Volvieron pues de la paz a un nuevo comienzo, primero, muy despacio, después más rápido, hasta que volvieron a ser dos seres. Dos seres tendidos en una manta entre los juncos con el sol blanco sobre la arena que los rodeaba.
—Es cada vez mejor… ¿No, Sean?
—¡Aaah! —Sean se desperezó, arqueó la espalda y extendió los brazos.
—Sean, me quieres, ¿no?
—Claro. Claro que te quiero.
—Creo que tienes que quererme para haber hecho… —Anna titubeó— lo que hiciste.
—Te lo dije, ¿no? —La atención de Sean se desplazó hacia la canasta. Eligió una manzana y la lustró en la manta.
—Dímelo como corresponde. Abrázame y dímelo.
—Vamos, Anna, ¿cuántas veces quieres que te lo diga? —Sean mordió la manzana—. ¿Trajiste los bizcochos escoceses de tu madre?
Era casi de noche cuando Sean volvió a Theunis Kraal. Entregó su caballo a uno de los peones y entró en la casa. Tenía el cuerpo cálido de sol, pero a la vez sentía la tristeza y el vacío que siguen al amor. Aunque era una tristeza grata, como la tristeza de los viejos recuerdos.
Garrick estaba en el comedor, comiendo solo. Cuando entró Sean, lo miró con aire aprensivo.
—Hola, Garry —Sean le dirigió una sonrisa que por un instante deslumbró a su hermano. Al ocupar una silla junto a él, Sean le dio un leve puñetazo en el brazo.
—¿Me dejaste un poco de comida? —preguntó. No sentía ya odio.
—Hay mucho —dijo Garrick con viveza—. Prueba las papas. Están muy buenas.