11

En los dos años que siguieron Sean y Garrick pasaron de la infancia a la juventud. Fue como vadear una fuerte corriente, como ser arrastrados a toda velocidad por el río de la vida.

Había tramos del río que fluían con calma.

Ada era uno de ellos. Siempre comprensiva, capaz de dar expresión a dicha comprensión, siempre igual en su amor por su marido y la familia que adoptó como propia.

Waite era otro. Algo más canoso, pero grande como siempre en tamaño, risa y fortuna.

Había tramos del río que fluían más rápido.

Cada mes que pasaba, Garrick necesitaba más y más el apoyo que encontraba en Sean. Era su escudo. Si no estaba Sean para protegerlo se sentía amenazado, apelaba a su último recurso, meterse dentro de sí mismo, dentro de la niebla tibia y sombría de su propia mente.

Un día fueron a robar duraznos: los mellizos, Karl, Dennis y otros dos. Había un espeso cerco alrededor de la quinta del señor Pye y los duraznos que había allí eran del tamaño de un puño de hombre, dulces como la miel y mucho mas dulces cuando eran robados. Se llegaba a la quinta atravesando una plantación de acacias.

—No arranquen demasiados del mismo árbol —les ordenó Sean—. El viejo Pye se dará cuenta.

Llegaron al cerco y Sean localizó el agujero.

—Garry, quédate y haz de campana. Si llega alguien, silba. Garry trató de disimular su sensación de alivio. No le gustaban nada estas expediciones.

—Te pasaremos los duraznos —prosiguió Sean—. ¡Y no te comas ninguno hasta que hayamos terminado!

—¿Por qué no viene con nosotros? —preguntó Karl.

—Porque no puede correr, por eso. Si lo agarran, sabrán quiénes somos el resto y nos matarán.

Karl aceptó la razón. Con manos y rodillas Sean se arrastró debajo del agujero, seguido por el resto, hasta que Garrick quedó solo.

Estaba pegado al cerco y lo reconfortaba un poco el volumen de éste.

Los minutos se arrastraban y se sentía nervioso. Tardaron muchísimo.

De pronto se oyeron voces. Alguien se acercaba por la plantación. El pánico lo invadió y trató de ocultarse contra el cerco. La idea de avisar a los otros nunca le pasó por la mente.

Las voces se aproximaron y por fin, entre los árboles, reconoció a Ronny Pye, acompañado por dos de sus amigos. Cada uno iba armado de una honda y caminaban con la cabeza levantada, en busca de pájaros para cazar.

Por un instante pareció que no repararían en Garrick, pero cuando habían pasado ya, de pronto Ronny volvió la cabeza y lo vio. Se miraron, a diez pasos de distancia, Garrick encorvado contra el cerco y la expresión sorprendida de Ronny se transformó poco a poco en una de astucia. Miró rápidamente a su alrededor para cerciorarse de que no estaba Sean.

—Es el viejito Pata de Palo —anunció. Sus amigos se acercaron y se detuvieron, uno de cada costado.

—¿Qué haces, Pata de Palo?

—¿Te comieron la lengua?

—No, le comieron la pierna las termitas. —La risa era hiriente.

—Habla, Pata de Palo. —Las orejas de Ronny Pye eran separadas, como un par de aletas. Era pequeño para su edad, lo cual lo hacía más malo aún y tenía el pelo rojizo.

—Vamos. Habla, Pata de Palo.

Garrick se humedeció los labios. Tenía ya lágrimas en los ojos.

—Vamos, Ronny, dile que camine, así, así. —Uno de ellos hizo una imitación de la renguera de Garrick. Más risa, más fuerte, más cerca de él hasta que lo rodearon.

—A ver cómo caminas.

Garrick miraba desesperadamente, buscando escapar.

—Tu hermano no está —dijo Ronny con voz afectada—. Es inútil que lo busques, Pata de Palo.

Le tomó la camisa y de un tirón lo apartó del cerco.

—Muestra cómo caminas.

Garrick buscó en vano la mano de Ronny.

—Déjame, se lo diré a Sean. Se lo diré, si no me dejas.

—Muy bien, te dejo —accedió Ronny y con las dos manos le dio un empujón en el pecho—. Pero, no vengas conmigo. Ve para allá. —Garrick trastabilló hacia atrás.

Uno de los otros lo esperaba.

—Y para aquí, tampoco. ¡Ve para allá! —dijo, empujándolo en la espalda. En un círculo alrededor de él, lo empujaron sucesivamente, el uno hacia el otro.

—¡Para allá!

—¡No, para allá!

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Garrick.

—¡Por favor, por favor, basta!

—¡Por favor, por favor! —lo imitaron.

En ese instante, con repentino alivio, sintió el familiar aleteo detrás de los ojos. Los rostros de los chicos se volvieron borrosos y apenas tenía conciencia de las manos que lo tocaban. Cayó con la cara contra el suelo, pero no sintió dolor. Dos de los chicos se inclinaron para levantarlo. Tenía la cara cubierta de tierra mezclada con lágrimas.

Sean apareció por el cerco a espaldas de ellos, con el frente de la camisa voluminoso de duraznos. Por un segundo permaneció apoyado en manos y rodillas hasta ver lo que sucedía y saltar sobre los chicos. Ronny lo oyó, soltó a Garry y se volvió.

—Estuviste robando los duraznos de papá —le gritó—. Le contaré…

El puño de Sean lo golpeó en plena nariz y lo hizo caer sentado. Al volverse Sean contra los otros, estaban ya corriendo. Los persiguió unos cuantos pasos, pero en seguida volvió hacia Ronny. Era demasiado tarde. Ronny huía entre los árboles, las manos contra la cara y con la nariz sangrando sobre la camisa.

—¿Estás bien, Garry? —le preguntó Sean, arrodillado junto a él, tratando de limpiarle el polvo de la cara con un pañuelo bastante sucio. En seguida lo ayudó a levantarse. Garry se quedó de pie, vacilante, con los ojos muy abiertos y una sonrisa lejana y misteriosa en los labios.

Había tramos del río tan breves y pequeños como una pila de piedras sobre aguas poco profundas.

En Theunis Kraal, Waite Courteney miró a Sean cuando estaban sentados a la mesa del desayuno. Sean sostuvo en el aire el tenedor cargado de huevo y tocino.

—Vuelve la cara hacia la ventana —le ordenó su padre con tono suspicaz—. ¿Qué diablos es eso que tienes en la cara?

—¿Qué? —preguntó Sean pasándose la mano por las mejillas.

—¿Cuándo te bañaste por última vez?

—Vamos, querido —intervino Ada y le rozó una pierna por debajo de la mesa—. No es suciedad… Es bozo.

—Conque bigotes, ¿eh? —Waite miró de cerca a Sean y comenzó a sonreír, pero cuando abrió la boca para hablar, Ada adivinó de inmediato que estaba por burlarse, por hacer una de esas bromas pesadas como las de un dinosaurio enfurecido, y que con ella no haría más que herir a Sean en su incipiente virilidad. Rápidamente lo interrumpió:

—Creo que deberías comprarle una navaja, ¿eh, Waite? Waite perdió el hilo de lo que pensaba decir y con un murmullo siguió comiendo.

—No quiero cortármelos —dijo Sean y se puso de color escarlata.

—Te crecerán más rápido si al principio te los afeitas —le dijo Ada.

En el otro lado de la mesa Garrick se acariciaba la mandíbula, lleno de nostalgia.

Algunos de los tramos fueron grandes como penínsulas.

Waite los trajo del colegio al comienzo de las vacaciones de Navidad. En medio de la confusión de cargar las valijas en el coche y de despedirse a gritos de Fraülein y de sus amigos, a algunos de los cuales no verían en seis semanas, los mellizos no advirtieron que Waite se comportaba de manera extraña.

Sólo más tarde, cuando los caballos trotaban hacia casa al doble de la velocidad habitual, Sean preguntó:

—¿Por qué la prisa, papá?

—Ya verás —repuso Waite. Tanto Sean como Garrick lo miraron con renovado interés. La pregunta de Sean no había tenido ningún objeto especial, pero la respuesta de Waite no pudo menos que intrigarlos. Waite sonreía ante el bombardeo de preguntas que siguieron, pero las eludía. Se divertía muchísimo. Cuando llegaron a Theunis Kraal los mellizos estaban frenéticos de curiosidad.

Waite detuvo los caballos delante de la casa y uno de los peones se adelantó a tomarle las riendas. Ada aguardaba en la galería y Sean subió las escaleras corriendo para besarla con aire atropellado.

—¿Qué pasa? —le preguntó—. Papá no quiere decirnos nada, pero sé que pasa algo.

Garrick también lo siguió de prisa.

—Vamos, dinos —pidió, tirándole del brazo y sacudiéndolo.

—No sé de qué hablan —dijo ella riendo—. Vuelvan a preguntárselo a su padre.

Waite subía ya y al llegar junto a Ada la tomó de la cintura y la apretó contra sí.

—No sé de dónde sacaron esa idea —les dijo—, pero, ¿por qué no dejarlos que vayan a ver lo que hay en el dormitorio? Bien pueden recibir ahora su regalo de Navidad.

Sean se adelantó a toda carrera a través del salón y estaba ya junto a la puerta del cuarto cuando lo alcanzó Garrick.

—Espérame —gritó éste, lleno de ansiedad—. Espérame. Sean estaba inmóvil en la puerta.

—¡Jesús! —susurró. Era la exclamación más fuerte que conocía. Garrick miró por sobre su hombro y ambos se lanzaron hacia el par de estuches depositados sobre la mesa en el medio del cuarto, estuches alargados y chatos, de grueso cuero pulido con regatones de bronce.

—¡Rifles! —exclamó Sean. Avanzó muy despacio, como si temiera que los estuches desaparecieran de pronto.

—¡Mira! —dijo, tocando con un dedo las letras estampadas en oro sobre la parte superior—. ¡Con nuestros nombres!

Levantó entonces la tapa. En el interior, en un lecho de paño verde, con olor a aceite lubricante, resplandecía aquel poema de acero y madera.

—¡Jesús! —repitió y de pronto se volvió hacia Garrick—, ¿No piensas abrir tu estuche?

Garrick se acercó rengueando a la mesa, tratando de ocultar su desilusión. Había deseado intensamente un paquete con libros de Dickens.

En el río había remolinos.

Era la última semana de las vacaciones de Navidad y Garrick estaba en cama resfriado, como solía ocurrirle a menudo. Waite Courteney estaba ausente en Pietermaritzburg donde participaba en una reunión de la asociación local de ganaderos. Había poco que hacer en la chacra ese día. Después de purgar al ganado enfermo en el establo especial y de haber hecho el recorrido a caballo del sector del sur, Sean volvió a la casa y pasó un rato conversando con los peones antes de entrar. Garrick dormía y Ada estaba en el tambo batiendo manteca. Consigue que Joseph le sirviera un almuerzo rápido y lo comió de pie en la cocina. Mientras comía pensaba en el problema de llenar su tarde. Pesó con cuidado las alternativas. Llevar el rifle y cazar un duiker en el borde del acantilado, o bien ir a caballo a los manantiales arriba de las Cascadas Blancas para pescar anguilas. Cuando terminó de comer estaba aún indeciso. Atravesó el patio y metió la cabeza en el interior fresco y oscuro del tambo.

Ada, inclinada sobre la batidora, levantó la cabeza y le sonrió.

—Hola, Sean, me imagino que querrás almorzar.

—Joseph me lo sirvió ya, mamá. Gracias.

Ada le hizo una leve corrección de idioma, que Sean repitió sumiso. Le agradaba el olor dentro del tambo, de crema fresca y de estiércol en el piso de tierra.

—¿Qué piensas hacer esta tarde?

—Vine a preguntarte si quieres venado o anguilas. No sé si tengo ganas de cazar, o bien de pescar.

—Unas anguilas no vendrían mal. Podríamos prepararlas en gelatina y servirlas mañana, cuando vuelva papá.

—Te traeré un balde lleno.

Ensilló el pony, colgó de la montura una lata llena de lombrices y con la caña al hombro cabalgó en la dirección de Ladyburg. Cruzó el puente del Baboon Stroom y se desvió del camino para seguir el curso del río hasta las cascadas. Cuando bordeaba la plantación de acacias al pie de la propiedad de los Van Essen vio que se había equivocado en la elección del camino. Anna, con las faldas recogidas arriba de las rodillas apareció corriendo de entre los árboles: Sean puso al trote el pony, mirando al frente.

—Sean… oye, Sean. —Estaba delante de él y trataba de interceptarlo. No había manera de eludirla, de modo que detuvo al pony.

—Hola, Sean —dijo ella, muy agitada. Tenía el rostro sonrosado.

—Hola —dijo él de mal modo.

—¿Adonde vas?

—Voy y vuelvo a ver qué distancia hay.

—Vas a pescar… ¿Me llevas? —le preguntó sonriendo con aire zalamero. Tenía dientes blancos y menudos.

—No, hablas demasiado. Espantarás a los peces.

Hizo avanzar al pony y ella comenzó a correr a la par.

—Por favor… Me quedaré callada. En serio.

—No.

Sean agitó las riendas y se alejó, pero cuando había avanzado unos cien metros, se volvió y vio que ella lo seguía aún, con el pelo negro flotando detrás. Sean detuvo el pony hasta que ella lo alcanzó.

—Sabía que me esperarías —dijo ella, jadeante.

—¿Quieres irte a tu casa? No quiero que me sigas.

—Me quedaré muda. En serio.

Sean sabía que era capaz de seguirlo hasta la cima del acantilado. Tuvo que ceder.

—Muy bien, pero si dices una sola palabra, una sola, te haré volver a casa.

—Prometido, ayúdame a montar, por favor.

Sean la subió sobre las ancas del pony, en las que ella se sentó de costado, tomándolo de la cintura. Ascendieron por el acantilado. El sendero era paralelo a las Cascadas Blancas y sentían sobre ellos la espuma fina como bruma. Anna mantuvo su promesa hasta que estuvo segura de que estaban demasiado lejos para que Sean la enviara a casa. Comenzó a hablar otra vez. Cuando esperaba respuesta, lo que no ocurría muy seguido, le apretaba la cintura y Sean gruñía. Dejaron atado el pony entre los árboles arriba de las piletas naturales. Sean escondió montura y riendas en una cueva de oso hormiguero y se acercaron al agua apartando los juncos. Anna corría delante y cuando Sean llegó, la encontró arrojando guijarros dentro de un remanso.

—Oye, no hagas eso. Ahuyentarás a los peces —le gritó Sean.

—Ah, perdona. No pensé.

Sentada en la orilla, jugaba con los pies desnudos en la arena. Sean preparó su anzuelo y lo lanzó en el agua verdosa. La corriente arrastró el corcho hacia el lado opuesto y ambos se quedaron contemplándolo con aire solemne.

—No parece que hubiera peces aquí —dijo ella.

—Hay que tener paciencia… No se puede pescar a los cinco minutos.

Anna dibujaba diseños con los dedos de los pies sobre la arena y los cinco minutos transcurrieron muy despacio.

—Sean…

—¡Calla! —Otros cinco minutos.

—Qué tontería es pescar.

—Nadie te invitó a venir —le recordó Sean.

—¡Qué calor hace aquí!

Sean no repuso.

Los altos juncos impedían el paso de la poca brisa que soplaba y la arena blanca reflejaba el calor del sol. Anna se levantó, inquieta y comenzó a vagar hacia el límite de juncos. Recogió un manojo e hizo una trenza con ellos.

—Estoy aburrida —anunció.

—Vete a tu casa.

—Y tengo calor.

Sean retiró la línea, revisó el anzuelo y volvió a lanzarlo. Anna le sacó la lengua. Estaba detrás de él.

—Nademos —propuso.

Sean no pareció oírla. Hundió el extremo de la caña en la arena, se encasquetó el sombrero para protegerse del intenso resplandor y se recostó sobre los codos con las piernas estiradas. Oyó el crujido de la arena al caminar ella, seguido por otro silencio. Comenzó a preocuparse por lo que podría estar haciendo. Con todo, no quiso mirar hacia atrás, pues sería un signo de debilidad.

"Las mujeres", pensó con desprecio.

Exactamente detrás de él oyó pasos que corrían. Rápidamente se sentó y cuando estaba por volverse, el cuerpo blanco de ella pasó como una flecha junto a él y golpeó el agua como el de una trucha después de saltar. Sean se levantó de un salto.

—Oye, ¿qué haces?

—Estoy nadando —le dijo Anna riendo, metida hasta la cintura en el agua verde, con el pelo aplastado sobre los hombros y sobre sus pechos. Sean los miró, blancos como carne de manzana, con pezones de un rosado oscuro, casi rojo. Anna hizo entonces la plancha, levantando olas de espuma con los pies.

—¡Voet sak, pececitos! Váyanse, pececitos —dijo.

—Oye, no hagas eso —le dijo Sean, pero sin mucha convicción.

Quería que volviese a ponerse vertical en el agua. Mirar ese pecho le provocaba una sensación extraña en el abdomen, pero Anna se arrodilló. El agua le llegaba hasta el mentón. Veía un poco debajo del agua. Quería que se parara.

—Esta lindísimo. ¿Por qué no vienes? —dijo y se puso boca abajo, hundiendo la cabeza debajo del agua. Cuando aparecieron los óvalos de sus nalgas Sean volvió a sentir la extraña sensación en el abdomen.

—¿Vienes, no? —insistió ella, quitándose el agua de los ojos con las dos manos. Sean estaba perplejo. En pocos segundos sus sentimientos hacia Anna habían sufrido un vuelco total. Deseaba con intensidad estar en el agua cerca de todas esas curvas misteriosas, pero le daba vergüenza.

—¡Tienes miedo! Vamos, a ver si te atreves a venir —lo provocó ella. El desafío lo hizo decidirse.

—No tengo miedo.

—Entonces, ven.

Sean vaciló unos segundos más y se quitó el sombrero y la camisa. Se volvió de espaldas a ella para bajarse los pantalones y de inmediato giró con rapidez y se zambulló, agradecido por la protección que le daba el agua. Cuando sacó la cabeza, Anna se la hundió. A tientas, buscó las piernas de ella, se incorporó y la volvió de espaldas. Llena de regocijo, gritaba mientras trataba de mantener la cabeza fuera del agua. De pronto los talones de Sean se engancharon en una roca y debió soltarla. Antes de que se levantara, ella estaba montada sobre su espalda. Podría haberse zafado, pero le gustaba sentir la carne de Anna. La tensión que sentía en el abdomen trepó hasta su pecho y sintió ganas de abrazarla. Anna recogió un puñado de arena y se lo frotó en el pelo, riendo. Sean luchaba. Anna se le aferró al cuello. Sentía todo el cuerpo de ella ahora. Cuando intentó volverse y asirla, se escurrió y se hundió en la parte más honda. No conseguía alcanzarla y ella reía todo el tiempo.

Por fin se encontraron frente a frente con el agua hasta el mentón. Sean comenzaba a irritarse. Quería abrazarla. Anna advirtió el cambio y, vadeando hasta la orilla, tomó la camisa de él y se secó la cara cor, ella. Estaba allí desnuda, sin mostrar vergüenza alguna. Tenía demasiados hermanos para desplegar pudor. Sean vio cómo cambiaban de forma sus senos cuando levantó los brazos, contempló las líneas de su cuerpo y comprobó que las piernas, antes tan delgadas, eran llenas. Los muslos se juntaban hasta la base del vientre donde ostentaba el signo oscuro, triangular de su sexo. Después de desplegar la camisa de Sean sobre la arena y sentarse sobre ella, lo miró.

—¿No vas a salir?

Salió del agua con torpeza, cubriéndose con las manos. Anna se apartó un poco.

—Siéntate, si quieres —le dijo.

Sean se sentó de prisa, con las rodillas debajo del mentón. La miraba a hurtadillas. Tenía piel de gallina alrededor de los pezones a causa del agua fría. Anna, consciente de su mirada, irguió los hombros, satisfecha. Sean volvió a sentir desconcierto. Era evidente que era ella quien dominaba ahora. Hasta entonces Anna siempre fue alguien a quien gruñir. Ahora, ella daba las órdenes y él obedecía.

—Tienes vello en el pecho —dijo ella, volviéndose a mirarlo. Eran escasos y finos, pero Sean se alegró de tenerlo. Estiró las piernas.

—Y eres mucho más grande allí que Frikkie. —Sean trató de volver a recoger las rodillas pero ella extendió una mano y se lo impidió.

—¿Puedo tocarte?

Sean iba a hablar pero tenía la garganta constreñida y no pudo. Anna no esperó respuesta.

—¡Mira! ¡Qué atrevido se pone! Como Caribou…

Caribou era el potro del señor Van Essen.

—Siempre sé cuándo papá piensa servir una yegua a Caribou, porque me manda a casa de la tía Lettie. Pero yo me escondo en la plantación. Desde la plantación se ve muy bien el potrero.

La mano de Anna era suave e inquieta. Sean no podía pensar en nada.

—¿Sabías que los hombres sirven a las mujeres, como los animales? —dijo ella.

Sean hizo un gesto afirmativo. Había participado en las clases dictadas por sus condiscípulos Daffel y Compañía en los retretes de la escuela. Permanecieron silenciosos un rato, hasta que Anna susurró:

—Sean. ¿No quieres servirme a mí?

—No sé —repuso Sean con voz ronca.

—Te apuesto que los potros tampoco saben la primera vez y tampoco sabe la gente, —dijo Anna—. Podríamos aprender.

Volvieron a casa al atardecer, Anna, sentada en la grupa, abrazada a la cintura de Sean, con una mejilla apretada contra su hombro. Sean la dejó en los fondos de la plantación.

—Te veré en la escuela el lunes —se despidió ella.

—Anna…

—¿Qué?

—¿Te duele todavía?

—No. —Después de reflexionar un instante añadió—: Me siento bien.

Sean cabalgó muy despacio hacia casa. Se sentía vacío por dentro. Era un sensación melancólica que lo desconcertaba.

—¿Dónde están las anguilas? —le preguntó Ada.

—No mordieron.

—¿Ni una?

Sean movió la cabeza y atravesó la cocina.

—Sean.

—¿Mamá?

—¿Te pasa algo?

—No —mintió sin vacilar—. Estoy muy bien —dijo y se alejó por el pasillo.

Garrick estaba sentado en la cama. Tenía inflamada y paspada la piel alrededor de las fosas nasales. Bajó el libro que estaba leyendo y recibió a Sean con una sonrisa. Pero Sean fue directamente a su cama y se sentó.

—¿Dónde estuviste? —Garrick tenía la voz poco clara a causa del resfrío.

—En las piletas arriba de las cascadas.

—¿Pescaste algo?

Sean no repuso, sino que se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas.

—Me encontré con Anna. Me acompañó.

El interés de Garrick se hizo visible cuando oyó el nombre de ella. Se quedó mirando a Sean. Este tenía una expresión algo perpleja.

—Garry —dijo, titubeando un poco—, Garry, me acosté con Anna.

Garry aspiró ruidosamente, con un leve silbido. Palideció y sólo su nariz permaneció roja e inflamada.

—Quiero decir —dijo Sean muy despacio, como si quisiera explicárselo a sí mismo—, del todo, ni más ni menos que como hablamos siempre. Como… —aquí hizo un gesto vago con las manos, sin poder hallar las palabras adecuadas. Seguidamente se recostó en la cama.

—¿Y ella te dejó? —La voz de Garrick era casi un susurro.

—Me lo pidió —repuso Sean—. Era… suave y… resbaloso.

Y más tarde, mucho tiempo después de haber apagado la lámpara y estar ambos acostados, Sean oyó los movimientos de Garrick en la oscuridad. Escuchó atentamente hasta estar seguro.

—¡Garry! —le dijo con tono acusador.

—No hacía nada. Nada.

—Ya sabes lo que nos dijo papá. Se te caerán los dientes y te volverás loco.

—No hacía nada. No hacía nada. —La voz de Garrick estaba ahogada por las lágrimas y por el resfrío.

—Te oí —señaló su hermano.

—Estaba rascándome la pierna. En serio, en serio.

Y al final el río se lanzó por la última de las cascadas

y los arrastró en el mar de su adultez.

El señor Clark no pudo domar a Sean. En lugar de ello, provocó una amarga contienda en la cual sabía bien que estaba perdiendo poco a poco. Ahora temía a Sean. No le ordenaba ya ponerse de pie., porque Sean era más alto que él. Hacía dos años que venía librándola. Se habían estudiado las mutuas debilidades y sabían cómo explotarlas.

Clark no soportaba el ruido de nadie resfriado. Quizá de manera subconsciente lo interpretaba como un remedo de sus propias dificultades con su nariz quebrada. Sean tenía un repertorio de ruidos que variaban desde la aspiración apenas perceptible del conocedor cuando huele una copa de coñac, hasta los groseros ruidos con que se arrancan las mucosidades de la garganta.

—Perdón, señor, lo siento. Estoy un poco resfriado.

Por otra parte, para compensar el puntaje, Clark había descubierto la vulnerabilidad de Sean a través de Garrick. Bastaba herir en lo más mínimo a Garrick para herir en grado insoportable a Sean.

Había tenido una mala semana. El hígado, debilitado por los frecuentes accesos de paludismo, le causaba molestias. Hacía tres días que sufría de un dolor de cabeza de origen hepático. Había pasado momentos desagradables con el Consejo Municipal cuando discutieron las condiciones de su nuevo contrato. Sean se había dedicado a sorberse los mocos con gran energía el día anterior y Clark hallaba que casi no podía soportar nada más.

Cuando hubo entrado en la clase, ocupó su lugar en la plataforma y paseó lentamente la mirada por sus alumnos, hasta fijarla en Sean.

"Que empiece, pensó, que empiece tan sólo y lo mataré."

Se había hecho una redistribución de los lugares en los últimos dos años. Sean y Garrick estaban separados y Garrick estaba ahora en la fila delantera, donde era fácil para Clark alcanzarlo. Sean estaba hacia el fondo.

—Saquen los libros de inglés —dijo el señor Clark—. La Clase I, ábranlos en la página 5, la Clase II, en…

Garrick resopló con fuerza. Fiebre del heno, otra vez.

El señor Clark cerró el libro de golpe.

—¡Maldito! —dijo en voz baja y de pronto, levantando la voz, repitió—: ¡Maldito! —Temblaba de rabia y las aletas de la nariz estaban blancas y distendidas.

De un par de zancadas bajó de la plataforma y estuvo junto al pupitre.

—¡Maldito! Maldito… maldito rengo —gritó y dio una bofetada a Garrick con la mano abierta. Garrick se llevó ambas manos a las mejillas y lo miró con los ojos muy abiertos.

—Maldito cochino —le gritó Clark—. ¡Ahora empiezas tú, también!

Había tomado un mechón de pelo del chico y lo obligó a bajar la cabeza hasta golpear con la frente la superficie del pupitre.

—Maldito. ¡Por Dios que te enseñaré!

Golpe.

—¡Te enseñaré!

Golpe.

Llevó a Sean esos tres golpes llegar hasta ellos y tomar un brazo de Clark, torciéndoselo hacia atrás.

—¡Déjelo! ¡Déjelo! No hizo nada.

Clark vio la cara de Sean delante de él. Estaba fuera de sí. Esa cara lo había atormentado durante dos largos años. Cerrando un puño le dio un golpe.

Sean trastabilló y el dolor le hizo lagrimear. Por un segundo permaneció sentado de cualquier manera entre los pupitres, mirando a Clark. Después dejó oír una especie de gruñido.

El ruido hizo reaccionar a Clark, quien pudo retroceder sólo dos pasos antes de que Sean cayese sobre él. Golpeando con ambos puños, gruñendo cada vez que golpeaba, Sean lo acorraló contra el pizarrón. Clark trató de apartarse, pero Sean lo atrapó por el cuello de la camisa y volvió a golpearlo. El cuello se le quedó en la mano. Cuando Sean volvió a golpearlo, Clark se deslizó muy despacio y quedó sentado contra la pared, con Sean de pie, jadeante, frente a él.

—Sal de esta clase —dijo Clark. Tenía los dientes manchados por la sangre que le brotaba de la boca. Debajo de una oreja, parte del cuello aparecía en un ángulo cómico.

No se oyó un ruido en el aula, salvo la respiración de Sean.

—Sal de esta aula —volvió a decir Clark. La furia se disipó en Sean y tuvo una sensación de agotamiento. Se dirigió hacia la puerta.

—Y tú también —Clark señaló a Garrick—. ¡Váyanse y no vuelvan nunca!

Garrick se levantó y se aproximó rengueando a Sean. Juntos salieron al patio de la escuela.

—¿Qué haremos ahora? —La frente de Garrick ostentaba un gran bulto.

—Será mejor que vayamos a casa.

—¿Y nuestras cosas?

—No podemos llevar todo. Será mejor mandarlas buscar. Vamos.

Atravesaron a pie la ciudad y tomaron el camino de la chacra. Estaban casi junto al puente sobre el Baboon Stroom antes de que ninguno de los dos hubiese dicho una palabra.

—¿Qué piensas que hará papá? —preguntó Garrick. Expresaba así con palabras el problema que tenía a ambos ensimismados desde que habían partido de la escuela.

—Haga lo que haga, valió la pena —dijo Sean sonriendo—. ¿Viste cómo lo deshice? Uno, y otro, y otro, en las costillas.

—No debiste hacerlo, Sean. Papá nos matará. A mí, también, y yo no hice nada.

—Te sorbiste los mocos —le recordó Sean.

Cuando llegaron al puente se apoyaron en el parapeto y contemplaron el agua.

—¿Cómo está tu pierna? —le preguntó Sean.

—Me duele… Creo que habría que descansar un poco.

—Muy bien, si quieres —accedió Sean.

Hubo un largo silencio. Luego, otra vez el mismo comentario.

—Quisiera que no hubieses hecho eso, Sean.

—Bien, querer no sirve para nada ya. Ese Nariz de Mono está tan arruinado que lo único que podemos hacer es pensar en qué decirle a papá.

—Me golpeó —dijo Garrick—. Pudo haberme matado.

—Tienes razón —dijo Sean con aire virtuoso—. Y también me golpeó a mí.

Los dos reflexionaron sobre esto.

—Tal vez tendríamos que irnos —propuso Garrick.

—¿Quieres decir, sin decirle a papá? —La idea no dejaba de tener atractivos.

—Sí, podríamos ser marineros, o algo así —Garrick se mostró entusiasmado.

—Te marearías. Te mareas en el tren.

Una vez más reflexionaron sobre el problema. Después, Sean miró a Garrick, Garrick miró a Sean, y sin decir una palabra los dos emprendieron la marcha hacia Theunis Kraal.

Ada estaba delante de la casa. Llevaba un sombrero de ala ancha que le sombreaba el rostro y una canasta llena de flores colgada de un brazo. Ocupada en su jardín, no advirtió la llegada de los muchachos hasta que estuvieron en la mitad del césped. Cuando los vio, se quedó inmóvil, preparándose, tratando de dominar sus emociones. Por experiencia, había aprendido a esperar las peores noticias de sus hijastros y a consolarse cuando las cosas no eran tan graves. A medida que se acercaban sus pasos se volvían más lentos, hasta que por fin se detuvieron, como un par de juguetes cuya cuerda se ha terminado.

—Hola —dijo Ada.

—Hola —dijeron ambos a la vez.

Garrick hurgó en un bolsillo, sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Sean miraba con gran atención el empinado tejado holandés de Theunis Kraal, como si fuese la primera vez que reparaba en él.

—¿Sí? —La voz de Ada era serena.

—El señor Clark nos mandó a casa —anunció Garrick.

—¿Por qué? —La calma de Ada amenazaba quebrarse.

—Porque… —Garrick buscó el apoyo de Sean, pero la atención de éste seguía fija en el tejado.

—Porque… Verás… Sean le dio de puñetazos en la cadera y lo derribó. Yo no hice nada.

Ada dejó escapar un gemido.

—¡No, no! —dijo, y respiró hondo—. Muy bien, empiecen desde el principio. Quiero oír toda la historia.

Se la contaron en fragmentos y por turno, en un confuso torrente de palabras, interrumpiéndose mutuamente y discutiendo sobre los pormenores. Cuando terminaron, Ada les dijo:

—Será mejor que vayan a su cuarto. Papá está trabajando en la parte de las viviendas y volverá pronto a almorzar. Trataré de prepararlo un poco.

El cuarto ofrecía la atmósfera alegre de una celda de condenados a muerte.

—¿Cuántos crees que nos dará? —preguntó Garrick.

—Creo que nos dará hasta que se canse, después descansará y nos dará más —repuso Sean.

Oyeron acercarse el caballo de Waite por el patio. Dijo algo al peoncito y lo oyeron reírse. Luego, el golpe de la puerta de la cocina y medio minuto de suspenso hasta que les llegó el grito de Waite. Garrick saltó, nervioso.

Durante otros diez minutos oyeron a Waite y a Ada conversar en la cocina, la voz baja alternando con una voz llorosa. Después, los pasos de Ada por el pasillo hasta llegar delante de la puerta.

—Papá quiere verlos. Está en su estudio.

Waite estaba delante de la chimenea. Tenía la barba cubierta de polvo y la frente tan arrugada como un campo arado, tan furioso estaba.

—Entren —dijo en voz muy alta cuando Sean golpeó y entraron uno después del otro, hasta detenerse delante de él. Waite se golpeaba una pierna con el látigo y el polvo se desprendía de sus breeches.

—Vengan aquí —dijo a Garrick y lo aferró por el pelo, hasta levantarle la cara y ver el golpe que mostraba en la frente.

—¡Mmmm! —murmuró y al soltar a Garrick, el pelo de éste quedó levantado como un copete. Su padre dejó caer el rebenque en el escritorio.

—Ven tú, ahora —ordenó a Sean—. Muéstrame las manos… No, palmas hacia abajo.

La piel estaba abierta en las dos y un nudillo estaba inflamado y de color violáceo.

—¡Mmmm! —repitió y se volvió hacia la repisa de la chimenea. De allí sacó una pipa del portapipas y la llenó con tabaco del recipiente de piedra.

—Son un par de tontos —dijo—, pero me arriesgaré y comenzaremos por cinco chelines por semana. Vayan a almorzar. Tenemos que trabajar esta tarde.

Se quedaron mirándolo sin poder creer lo que oían. En seguida se retiraron hacia la puerta.

—Sean —Sean se detuvo. Sabía que era demasiado hermoso para ser verdad—. ¿Dónde le pegaste?

—En todas partes, papá, donde pude.

—Está mal —dijo Waite—. Hay que pegar a los costados de la cabeza… aquí —dijo, señalándose el costado de la mandíbula con la pipa—. Y hay que tener bien cerrados los puños, pues si no lo haces, te quebrarás todos los dedos de la mano antes de mucho tiempo.

—Sí, papá.

La puerta se cerró sin ruido tras ellos. Waite se permitió una sonrisa.

—Hoy han aprendido bastante —dijo en voz alta y acercó un fósforo a la pipa. Cuando la tuvo bien encendida sopló una bocanada de humo.

—Ah, cuánto me hubiese gustado verlo. Ese escribiente debió pensar dos veces antes de mezclarse con mi muchacho.