Había un aula única para los menores de ambos sexos, pupitres dobles, en las paredes unos cuantos mapas, un gran juego de tablas de multiplicar y un retrato de la Reina Victoria. Desde su plataforma el maestro Anthony Clark contempló a su nuevo grupo de alumnos. Había una expectativa apenas contenida. Una de las niñas rió, nerviosa, y el señor Clark buscó el origen de la risa, pero desistió antes de encontrarlo.
—Tengo la desgraciada obligación de intentar educarlos —anunció. No decía esto en broma. Hacía mucho que todo sentido de vocación había sido ahogado en él por su intensa antipatía a los niños. A la sazón enseñaba sólo por ganar su salario.
—Es deber de ustedes, igualmente desgraciado, someterse a mi deseo con toda la voluntad de que dispongan —prosiguió, mirando con desagrado los rostros resplandecientes.
—¿Qué dice? —murmuró Sean casi sin mover los labios.
—Calla —dijo Garrick.
Los ojos del señor Clark giraron con rapidez y se posaron en Garrick. Muy despacio se adelantó entre los pupitres y se detuvo junto al de Garrick, asió el mechón de pelo que tenía el chico sobre la sien con pulgar e índice y tiró hacia arriba. Garrick dejó escapar un chillido y Clark volvió lentamente a su plataforma.
—Empecemos ya. La Clase I debe abrir sus libros de ortografía en la página 1, los de la Clase II, en la página 15… —y así prosiguió la distribución de tareas.
—¿Te hizo doler? —susurró Sean. Garrick repuso con un gesto imperceptible casi y de inmediato Sean sintió un odio profundo hacia el hombre. Lo miró con fijeza.
El señor Clark tenía poco más de treinta años. Era muy delgado y su traje con chaleco destacaba esta cualidad. Tenía un rostro melancólico con un bigote caído y la nariz era tan respingada que se le veían las fosas nasales, destacándose del rostro como los caños de una escopeta. Al levantar los ojos de la lista, encañonó con estas fosas nasales a Sean. Se miraron un instante.
"Dificultades", se dijo el señor Clark. Tenía una puntería infalible. Habría que domarlo antes de que se rebelara.
—Tú, muchacho, ¿cómo te llamas?
Sean se volvió con gran calma y miró por sobre, el hombro. Cuando volvió la cabeza las mejillas del señor Clark estaban sonrosadas.
—Ponte de pie —dijo.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, tú.
Sean se levantó.
—¿Cómo te llamas?
—Courteney.
—¡Señor!
—Courteney, señor.
Volvieron a mirarse fijamente. Clark esperó a que Sean bajase la vista. No la bajó.
"¡Mucha dificultad, mucha, más de la que imaginaba", pensó. En voz alta dijo:
—Bien, siéntate.
Se oyó, casi, aflojarse la tensión reinante en el aula. Sean intuía el respeto de sus compañeros. Estaban orgullosos de su propia actitud. Sintió que le tocaban el hombro. Era Anna, quien había elegido ese asiento, detrás de él, por ser el más próximo. En circunstancias comunes, el atrevimiento de ella le habría fastidiado, pero en aquéllas, el leve toque de la mano en su hombro aumentó su complacencia consigo mismo.
La hora transcurrió con lentitud. Dibujó un rifle en el margen de su libro de ortografía y lo borró cuidadosamente. Luego contempló a Garrick un rato, hasta que el ensimismamiento de su hermano le provocó irritación.
—Tragalibros —le dijo, pero Garrick no le prestó atención.
Sean estaba aburrido. Se movió, inquieto, en el asiento y estudió la nuca de Karl. Tenía un grano maduro. Levantó la regla para pinchárselo. Antes de que pudiera hacerlo, Karl levantó la mano para rascarse la espalda, pero tenía un pedacito de papel entre los dedos. Sean dejó caer la regla y cautelosamente tomó el mensaje, que puso sobre sus rodillas. Contenía una sola palabra: "Mosquitos".
Sean sonrió. Su imitación del mosquito era uno de los muchos motivos por los que el maestro anterior había renunciado. Durante seis meses, el viejo Lagarto estuvo convencido de que había mosquitos en el aula. Durante los seis subsiguientes, se enteró de que no los había. Probó todos los recursos para sorprender al culpable, pero al final se dio por vencido. Cada vez que comenzaba el monótono zumbido, el tic de la comisura del labio se le volvía más pronunciado.
Sean se aclaró la garganta y comenzó a zumbar. De inmediato el aula se puso tensa de hilaridad contenida. Todas las cabezas, inclusive la de Sean, se inclinaron, estudiosas sobre sus textos. La mano del señor Clark se detuvo un instante en el pizarrón, pero luego siguió escribiendo tranquilamente.
Era una excelente imitación. Al aumentar y disminuir el volumen, Sean producía el efecto de un insecto que volase por todo el salón. El leve temblor de la garganta era el único signo de que era el responsable.
El señor Clark terminó de escribir y volvió a mirar a la clase. Sean no cometió el error de callar, sino que dejó que el mosquito volase algo más antes de posarse.
El señor Clark bajó de la plataforma y se dirigió hacia la hilera de pupitres más alejada de Sean. Una o dos veces se detuvo para revisar el trabajo de alguno de los alumnos. Cuando llegó al fondo de la clase avanzó por la hilera de pupitres donde estaba Sean y se detuvo junto al de Anna.
—No es necesario hacerle esa curva a las eles —le dijo—. Te mostraré. —Tomó el lápiz de ella y escribió: "Hacer alardes al escribir es tan malo como hacer alardes en la conducta diaria".
Le entregó seguidamente el lápiz y de pronto, girando sobre sus talones, propinó a Sean una feroz cachetada en un costado de la cabeza con la mano abierta. La cabeza de Sean se inclinó hacia un lado y el golpe resonó en todos los ámbitos del aula.
—Tenías un mosquito posado en la oreja —le dijo el señor Clark.