9

A fines de junio de 1876 Garrick volvió a la escuela con Sean. Hacía casi cuatro meses del episodio del disparo. Los llevó Waite. El camino a Ladyburg atravesaba la selva baja y consistía en dos sendas paralelas con maleza en el medio, que rozaba el fondo del coche. Los caballos seguían las sendas y sus cascos no hacían ruido sobre el polvo espeso. En la cima de la primera pendiente Waite detuvo los caballos y se volvió para contemplar su granja. El sol de la mañana daba un tinte anaranjado a las paredes blanqueadas con cal y el césped alrededor de la casa era de un color verde brillante. En todos los demás puntos el pasto estaba reseco a comienzos del invierno y también lo estaban los árboles. El sol no había subido lo suficiente como para despojar al veld de su colorido y sus juegos de luz para transformarlo con el resplandor blanco y opaco de la luz de mediodía. Las hojas eran doradas, rojizas, castañas, del mismo tono castaño rojizo que las tropillas de ganado afrikánder que pastaban entre los árboles. Detrás de todo ello se levantaba el telón de fondo del acantilado, rayado como una cebra con la maleza verdinegra que crecía en sus grietas.

—Mira, allá se ve un hoopoe, Sean.

—Sí, lo vi hace rato. Es un macho.

El pájaro levantó vuelo delante de los caballos: chocolate y negro con alas blancas, la cabeza con una cresta como un casco etrusco.

—¿Cómo lo sabes? —lo desafió Garrick.

—Por el blanco de las alas.

—Todos tienen blanco en las alas.

—No. Sólo los machos.

—Pues todos los que yo he visto tienen blanco en las alas —dijo Garrick con aire de duda.

—Puede que nunca hayas visto una hembra. Son bastante raras. Nunca salen mucho del nido.

Waite Courteney sonrió y se volvió en el asiento.

—Garry tiene razón, Sean, no es posible distinguir la diferencia por las plumas. El macho es algo más grande, eso es todo.

—Te lo dije —declaró Garrick, envalentonado por la protección de su padre.

—Tú sabes todo —murmuró Sean con sarcasmo—. Me imagino que lees todo eso en los libros, ¿no?

Garrick repuso con una sonrisa complacida.

—Mira, allá va el tren.

El tren bajaba por el acantilado, arrastrando un largo penacho de humo gris. Waite puso los caballos al trote. Pronto llegaron al puente sobre el Baboon Stroom.

—Vi un pez amarillo.

—Era un palo. Yo también lo vi.

El río formaba el límite de las tierras de Waite. Cuando lo hubieron cruzado, subieron por el lado opuesto. Delante de ellos estaba Ladyburg. El tren se internaba en la ciudad en medio de los grandes corrales de las ferias de ganado. Con un fuerte silbido, dejó escapar una nube de vapor.

La ciudad abarcaba mucho espacio y cada casa estaba rodeada por una huerta y un jardín. En las anchas calles un carro tirado por treinta y seis bueyes podía doblar la esquina con toda comodidad. Las casas eran de ladrillo oscuro o bien estaban blanqueadas con cal y techadas con paja, o bien con chapa de cinc pintada de rojo oscuro o verde. La plaza estaba en el centro y la cúpula de la iglesia marcaba el centro mismo. La escuela estaba en el extremp más distante.

Waite avanzó con los caballos al trote por la calle principal. Había poca gente en las aceras. Todas se desplazaban con la rigidez característica de la hora temprana bajo los árboles frondosos que bordeaban la calle y todos saludaban a Waite. Éste agitaba el látigo para saludar a los hombres y se quitaba el sombrero al ver a una mujer, aunque no lo levantaba lo suficiente como para que le viesen la calva. En el centro las tiendas estaban abiertas, y de pie sobre un par de piernas largas y delgadas, en la puerta de su Banco, estaba David Pye, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres.

—Buen día, Waite.

—Buen día, David —dijo Waite, quizá con demasiada cordialidad. No hacía seis meses que había pagado la última cuota de la hipoteca de Theunis Kraal y tenía el recuerdo de la deuda demasiado fresco en la memoria. Sentía tanto malestar como un prisionero recientemente liberado al encontrarse con el alcalde de la prisión en la calle.

—¿Puede entrar a verme cuando haya dejado a sus chicos?

—Tenga preparado el café —dijo Waite. Era bien sabido que David Pye no ofrecía nunca café a nadie que lo visitara. Prosiguieron el camino por la calle, doblaron a la izquierda en la esquina más distante de la iglesia, pasaron frente a la municipalidad y por fin descendieron por la pendiente que llevaba al internado del colegio.

En el patio había detenidos una media docena de coches de dos y de cuatro ruedas, rodeados de niños de ambos sexos descargando su equipaje. Los padres formaban un grupo en un extremo del patio, hombres de tez curtida, barba cuidadosamente peinada, incómodos con sus trajes, los que mostraban aún las arrugas causadas por haber estado colgados largo tiempo. Estos hombres vivían demasiado lejos para que sus hijos viajaran diariamente a la escuela. Sus tierras se extendían hasta las márgenes del Tugela, o bien por la meseta hasta mitad del camino a Pietermaritzburg.

Waite detuvo el coche, bajó y aflojó los arneses. Sean bajó de un salto del otro asiento y corrió hacia el grupo más próximo de muchachos. Waite se acercó a los hombres, cuyas filas se abrieron para recibirlo, sonreírle y estrecharle por turno la mano; Garrick permaneció sentado en el coche, con la pierna de madera estirada y rígida y los hombros encorvados, como si quisiera ocultarse.

Al cabo de un rato Waite miró por sobre un hombro y al ver a Garrick sentado allí y solo, hizo un ademán de ir a buscarlo, pero de inmediato se detuvo. Buscó con la mirada entre la cantidad de chicos, hasta que localizó a Sean.

—Sean —llamó.

Sean se detuvo en mitad de una animada conversación.

—¿Papá?

—Ve a darle una mano a Garrick con su valija.

—Pero, papá… estoy conversando.

—¡Sean! —repitió Waite poniéndose muy serio.

—Muy bien. Voy. —Después de una breve vacilación Sean se dirigió hacia el coche.

—Vamos, Garry. Pásame las valijas.

Garrick salió de su abstracción y pasó torpemente a la parte posterior del vehículo, desde donde alcanzó el equipaje a Sean, quien lo dejó junto a una de las ruedas y se volvió hacia los chicos que lo habían seguido.

—Karl, lleva esto. Tú, Dennis, toma la valija marrón. No la dejes caer, hombre, ¡que hay dentro cuatro frascos de mermelada! —indicó.

—Vamos, Garry.

Acercaron el coche más cerca de la residencia y una vez llegados allí Garry descendió y siguió a todos rengueando.

—¿Sabes una cosa, Sean? —le dijo Karl en voz muy alta—. Papá me permite ya usar su rifle.

Sean se detuvo en seco y, con algo más de esperanza que de convicción, comentó:

—¡No te creo!

—Me lo permite —dijo Karl complacido. Garrick los había alcanzado y todos miraron a Karl.

—¿Cuántos tiros tenías? —preguntó uno de los chicos con aire admirado. Karl estuvo a punto de decir "seis" pero cambió de idea.

—Muchísimos… todos los que quise.

—Le tomarás miedo. JAi padre dice que cuando se empieza demasiado temprano nunca se llega a disparar bien.

—Nunca erré el tiro —se jactó Karl.

—Vamos —dijo Sean, reanudando la marcha. Nunca había sentido tantos celos de Karl como en ese momento. Karl corrió tras él.

—Apuesto que nunca disparaste con un rifle, Sean, apuesto a que no, ¿eh? —Sean sonrió con aire misterioso mientras buscaba un nuevo tema de conversación. Veía ya que Karl hablaría de éste en forma interminable.

Desde la galería de la residencia salió corriendo una chica.

—Es Anna —dijo Garrick.

Tenía piernas largas y bronceadas, muy delgadas. La falda se le agitaba entre ellas al correr. Tenía el pelo negro y un mentón muy agudo.

—Hola, Sean —dijo—. ¿Tuviste unas buenas vacaciones? Sean no le respondió. Siempre venía a conversarle, aun cuando estaba con sus amigos.

—Traje una lata llena de bizcochos escoceses, Sean. ¿Quieres probarlos?

Los ojos de Sean reflejaron cierto interés. Volvió a medias la cabeza, ya que los bizcochos escoceses de la señora Van Essen eran famosos y con razón, en las inmediaciones, pero de pronto se contuvo y siguió caminando hacia la residencia.

—¿Puedo sentarme a tu lado en la clase este trimestre, Sean? Sean se volvió hacia ella, furioso.

—No, no puedes. Y ahora, vete. Estoy ocupado.

Subió los escalones. Anna permaneció al pie de ellos, con una expresión como si estuviera a punto de echarse a llorar. Con aire tímido, Garrick se detuvo junto a ella.

—Puedes sentarte conmigo, si quieres —dijo en voz baja.

Anna lo miró, posando los ojos en la pierna de madera. Las lágrimas desaparecieron y se echó a reír. Era bonita. Se inclinó hacia él.

—Pata de palo —dijo y volvió a reír. Garrick se ruborizó y de pronto sus propios ojos se llenaron de lágrimas. Anna se llevó las dos manos a la boca y siguió riendo, corriendo después a reunirse con sus amigas frente a la sección de las niñas de la residencia. Siempre cubierto de rubor, Garrick ascendió los escalones detrás de Sean, apoyándose en la barandilla.

En la puerta del dormitorio de los varones estaba Fraülein. Los anteojos con armazón de acero y el pelo gris daban a su rostro una severidad exagerada, que se compensó con la ancha sonrisa con que acogió a Sean.

—Ah, mi Sean. Llegaste ya —dijo con un fuerte acento alemán.

—Hola, Fraülein —Sean le dirigió su mejor sonrisa, la que llevaba el número uno en su colección.

—Has crecido otra vez —dijo Fraülein, midiéndolo con los ojos— todo el tiempo creces. Eres ya el chico más alto de la escuela.

Sean la miraba con cautela, preparado para la huida si llegaba a abrazarlo, como solía hacerlo cuando no conseguía contener sus sentimientos. La mezcla de simpatía, hermosura y arrogancia de Sean tenía completamente cautivado su corazón de teutona.

—Rápido, tienes que vaciar las valijas. Es hora de empezar las clases. —Fraülein dirigió su atención a otros pupilos y Sean, aliviado, condujo a sus partidarios hacia el dormitorio común.

—Papá dice que el próximo fin de semana podré usar el rifle para cazar, no solamente para tirar al blanco —dijo Karl, dirigiendo la conversación otra vez al tema inicial.

—Dennis, pon la valija de Garry sobre su cama —ordenó Sean, fingiendo no haber oído.

Había treinta camas dispuestas a lo largo de las paredes, cada una con un cofre al lado. El recinto era tan ordenado y alegre como una prisión o un internado. En el extremo más distante había cinco o seis chicos conversando. Cuando entró Sean, levantaron la vista, pero no lo saludaron. Pertenecían a la oposición.

Sean se sentó en la cama y saltó varias veces en ella para probarla. Era dura como un tablón. La pierna de Garrick producía un ruido seco cuando caminaba por el dormitorio. Ronny Dee, jefe de la oposición, susurró algo a sus partidarios y todos echaron a reír mientras miraban a Garrick. Otra vez éste se ruborizó y se apresuró a sentarse sobre la cama para disimular su pierna.

—Creo que comenzaré por dispararles a los cerdos salvajes, antes de que papá me permita cazar los bushbucks —declaró Karl. Sean se puso serio.

—¿Cómo es el maestro nuevo? —preguntó.

—Parece buena persona —repuso uno de los chicos—. Jimmy y yo lo vimos ayer en la estación.

—Es flaco y tiene bigotes.

—No sonríe mucho.

—Estoy seguro de que papá me llevará las próximas vacaciones a cazar en el otro lado del Tugela —insistió Karl con aire agresivo.

—Espero que no insista mucho en ortografía y esas cosas —dijo Sean—. Y que no empiece otra vez con esos decimales y cosas raras como el viejo Lagarto.

Se oyó un murmullo de aprobación. Entonces Garrick hizo su primer comentario.

—Los decimales son fáciles —dijo.

Hubo un silencio, mientras todos lo miraban.

—Puede que llegue a matar un león —dijo Karl.