5

Los días que siguieron fueron difíciles. La mente de Garrick estaba lejos de los límites de la cordura y vagaba sin control por los ámbitos febriles del delirio. Respiraba con trabajo y agitaba la cabeza con su rostro congestionado por la fiebre. Lloraba y se quejaba en la gran cama. El muñón de la pierna se inflamó muchísimo y los puntos se pusieron tan tensos que daban la impresión de reventar sobre la piel inflamada. La infección goteaba, amarilla y maloliente, sobre las sábanas.

Ada no se apartaba de su lado. Le enjugaba el sudor de la frente y le cambiaba las vendas del muñón, le daba de beber y lo calmaba cuando deliraba. Se le hundieron los ojos de fatiga y preocupación, pero se negaba a dejarlo. Waite no podía soportar estar en el cuarto.

Tenía ese temor masculino del sufrimiento que amenazaba sofocarlo cada vez que permanecía en el cuarto. Cada media hora entraba, se detenía junto a la cama y luego daba media vuelta y reanudaba su inquieto vagar por toda la casa. Y Ada oía sus pasos pesados por los corredores.

Sean permanecía también en casa. Estaba siempre en la cocina, o en un extremo de la galería. Nadie le dirigía la palabra, ni siquiera los sirvientes. Cuando intentaba entrar a hurtadillas en el cuarto de Garrick, lo ahuyentaban. Se sentía solo, con la soledad desolada del culpable. Garry se moriría. Lo sabía por el silencio ominoso que reinaba en Theunis Kraal. No se oía charla ni ruido de ollas en la cocina, ni tampoco la risa profunda y sonora de su padre. Hasta los perros estaban abatidos. La muerte estaba en Theunis Kraal. La olía en las sábanas sucias que pasaban por la cocina desde el cuarto de Garrick. Era un olor fuerte, el olor de un animal. A veces sentía que adquiría forma visible. Aun a la luz del día, cuando estaba sentado en la galería, sentía que estaba agazapado cerca del él, como una sombra en el límite de su campo de visión. Por el momento no tenía forma. Era una oscuridad, un frío que poco a poco crecía dentro de la casa, juntando fuerzas hasta poder llevarse a su hermano.

Al tercer día Waite salió gritando del cuarto de Garrick y corrió por la casa hasta llegar al patio frente al establo.

—Karlie. ¿Dónde estás? Ensilla ya mismo a Rooiberg. Pronto, hombre, vamos. Se muere, me oyes, se muere.

Sean no se movió del lugar donde estaba sentado junto a la puerta de los fondos. Abrazó más fuerte aún a Tinker y el perro le rozó la mejilla con su nariz fría. Vio a su padre montar de un salto el potro y alejarse al galope. Oyó el ruido de los cascos en la dirección de Ladyburg y cuando dejó de oírlos se levantó y entró sigilosamente en la casa. Se quedó escuchando junto a la puerta de Garrick y abriéndola muy despacio, entró. Ada se volvió hacia él. Tenía una expresión de gran fatiga. Parecía tener mucho más de treinta y cinco años, pero su pelo negro estaba bien recogido en un rodete sobre la nuca y su vestido, ordenado y limpio. Era aún una hermosa mujer, a pesar de su agotamiento. Había en ella una suavidad, una bondad que no era posible destruir con sufrimiento ni preocupación. Al ver a Sean le tendió una mano y Sean atravesó el cuarto y se detuvo junto al sillón para mirar a su hermano. En ese momento comprendió por qué su padre había salido corriendo en busca del médico. La muerte estaba en el cuarto, implacable, glacial, acechando sobre la cama. Garrick estaba muy quieto. Tenía el rostro macilento y los labios agrietados y resecos.

Toda la soledad y la culpa brotaron por la garganta de Sean y lo ahogaron con sollozos, unos sollozos que lo llevaron a arrodillarse y a apoyar la cabeza en el regazo de Ada y llorar. Lloraba por última vez en su vida, como lloran los hombres, con dolor, mientras cada sollozo desgarraba algo dentro de él.

Waite Courteney volvió de Ladyburg con el doctor. Una vez más hicieron salir a Sean y la puerta se cerró. Toda la noche los oyó trabajar en el cuarto de Garrick con un murmullo de voces y un rumor de pasos sobre el piso de madera amarilla. Por la mañana todo terminó. La fiebre cedió y Garrick estaba vivo. Vivo, apenas, con los ojos hundidos en cuencas oscuras, como las de una calavera. Nunca habrían de recobrarse su cuerpo y su mente de aquella mutación brutal.

Fue todo muy lento. Una semana antes de que tuviese fuerzas suficientes para alimentarse, su primera necesidad fue ver a su hermano, antes de que pudiese hablar con algo más que un susurro.

—¿Dónde está Sean? —preguntó.

Y Sean, osando apenas hablar, permaneció sentado junto a él durante horas. Después, cuando Garrick se dormía, Sean huía del cuarto y armado con caña de pescar o con palos de caza y con Tinker ladrando detrás, se dirigía al veld. Era un indicio del intenso arrepentimiento de Sean que se permitiese permanecer tantas horas encerrado en el cuarto del enfermo. El encierro le producía el mismo efecto que las cuerdas con que se ata a un potrillo. Nadie habría de saber nunca cuánto le costó quedarse inmóvil junto a la cama de Garrick, mientras el cuerpo le picaba y ardía de energías contenidas y la mente trabajaba sin cesar.

Después tuvo que volver a la escuela. Partió un lunes por la mañana cuando todavía estaba oscuro. Garrick oyó los ruidos propios de la partida, de los caballos que aguardaban afuera, en el sendero de entrada, la voz de Ada recitando las instrucciones de último momento.

—Te puse un frasco de jarabe para la tos debajo de las camisas. Dáselo a Fraülein tan pronto como vacíes la valija. Ella se ocupará de que lo bebas al primer síntoma de resfrío.

—Sí, mamá.

—En la valija chica hay seis camisetas… cámbiatela todos los días.

—Las camisas son cosa de mujeres.

—Hará lo que le dicen —se oyó la voz de Waite—. Date prisa con el desayuno. Tenemos que salir ya si vas a estar en la ciudad para las siete.

—¿Puedo despedirme de Garry?

—Te despediste anoche. Está dormido.

Garrick abrió la boca para llamar a su hermano, pero sabía que tenía la voz débil. Permaneció inmóvil y oyó el ruido de las sillas al separarse de la mesa, la procesión de pasos hacia la galería, las voces que se elevaban al decir adiós y por fin el de las ruedas del coche sobre la grava cuando se alejaban por el sendero. Todo quedó silencioso después de irse Sean con su padre.

Desde entonces los fines de semana fueron para Garrick los únicos períodos de felicidad en el monótono pasar del tiempo. Ansiaba que llegaran y pasaba una eternidad antes del siguiente. El tiempo pasa despacio cuando se es joven y se está enfermo. Ada y Waite intuían algo de lo que sentía. Trasladaron el centro de la casa a su cuarto. Trajeron dos de los mullidos sillones de cuero del salón, los ubicaron a cada lado de la cama y siempre pasaban las veladas allí. Waite, con la pipa en la boca y el vaso de coñac a su lado, tallando la pierna de madera que estaba haciendo y riendo con su risa profunda. Ada, con su tejido. Los dos, tratando de llegar hasta él. Tal vez era el esfuerzo consciente la causa de su fracaso, o tal vez sea imposible retroceder años para llegar hasta un chico. Existe siempre la reserva, la barrera entre el mundo de los adultos y el mundo secreto de la niñez. Garrick reía con ellos y los tres conversaban juntos, pero no era lo mismo que estar con Sean. Durante el día Ada tenía que manejar una casa de gran tamaño y había ochocientas hectáreas de tierra y dos mil cabezas de ganado que exigían la atención de Waite. Eran los momentos de mayor soledad para Garrick. Si no hubiese tenido sus libros, no lo habría soportado. Leía todo lo que le traía Ada: Stevenson, Swift, Defoe, Dickens, y aun Shakespeare. No comprendía buena parte de todo ello, pero leía con voracidad y el opio de la palabra impresa lo ayudaba a vivir esos días interminables hasta que volvía Sean a casa todos los viernes.

Cuando llegaba Sean era como si un viento intenso soplase por toda la casa. Se golpeaban las puertas, ladraban los perros, rezongaban los sirvientes y las pisadas resonaban por los corredores. La mayor parte del ruido era provocado por Sean, pero no todo era de él. Estaban los que seguían a Sean, los chicos de su clase cuando iba a la escuela de la aldea. Estos aceptaban la autoridad de Sean con tan buena voluntad como Garrick y no eran sólo los puños de Sean los que habían logrado esta aceptación, sino también la alegría y el sentido de aventura que siempre lo acompañaba. Llegaban a Theunis Kraal en manadas ese verano; a veces, tres chicos cabalgando en un pony sin ensillar. Se sentaban como un montón de gorriones en el tablón de algún cerco. La atracción adicional era el muñón de Garry. Sean estaba muy orgulloso de él.

—Aquí es donde el doctor lo cosió —decía, señalando la hilera de puntos de sutura sobre la piel sonrosada de la cicatriz.

—¿Se puede tocar?

—Muy despacio, pues puede abrirse —Garrick nunca había sido objeto de tanta atención. Miraba sonriente todos esos rostros solemnes y de ojos muy abiertos.

—Es raro al tacto… Caliente.

—¿Estaba hinchado?

—¿Y cómo cortó el hueso? ¿Con un hacha?

—No —Sean era el único capacitado para responder a las consultas técnicas de este género—. Con un serrucho. Como si fuera un pedazo de madera. —Al decir esto acompañó el comentario con un movimiento de la mano abierta.

Pero aun esta idea apasionante no lograba retenerlos mucho tiempo y a poco comenzaban a dar muestras de inquietud.

—Oye, Sean, Karl y yo sabemos dónde hay un nido de squawkers. ¿Quieres venir a verlo? Vamos a cazar ranas. Garrick los interrumpía, desesperado.

—Pueden mirar mi colección de sellos, si quieren. Está en ese armario.

—No, lo vimos la semana pasada. Vamos.

Era el momento en que Ada, quien había estado escuchando la conversación por la ventana abierta de la cocina, entraba con la comida. Buñuelos holandeses fritos en miel, masitas de chocolate bañadas en fondant de menta, dulce de sandía y media docena más de manjares. Sabía que no se irían hasta haber terminado todo y sabía asimismo que algunos sentirían malestar de estómago por haber comido tanto, pero era preferible esto a que Garrick se quedara solo, oyendo a los otros alejarse a caballo hacia las colinas. Los fines de semana eran cortos, se volaban en un episodio borroso. Comenzaba otra larga semana para Garrick. Fueron ocho, ocho semanas monótonas antes de que el doctor Van Rooyen le permitiese sentarse en la galería durante las horas del día. Y de pronto la perspectiva de estar sano se transformó en realidad para Garrick. La pierna que estaba haciéndole Waite estaba casi terminada. A continuación confeccionó un estuche de cuero para retener el muñón y lo adaptó a la madera con clavos de cobre de cabeza plana. Trabajaba con gran esmero, moldeando el cuero y adaptando las correas que la mantendrían fija. Entretanto, Garrick hacía ejercicio en la galería, saltando sobre un pie junto a Ada y apoyándose en el hombro de ella, las mandíbulas apretadas de concentración y las pecas bien visibles ahora en un rostro que hacía mucho que no veía el sol. Dos veces por día Ada se sentaba en un almohadón delante del sillón de Garrick y daba masajes al muñón con alcohol, para fortalecer la piel en su primer contacto con la pieza de cuero duro.

—Te apuesto que Sean se sorprenderá, ¿eh? Cuando me vea caminando.

—Todos se sorprenderán —dijo Ada y levantando los ojos de la pierna, le sonrió.

—¿No puedo probar ahora? Así podría ir a pescar con él cuando venga el sábado.

—No debes esperar demasiado, Garry. No será fácil al principio. Tendrás que aprender a usarla. Es como andar a caballo… Recuerda cuántas veces te caíste antes de aprender.

—Percy, ¿puedo empezar ya?

Ada tomó el frasco de alcohol, derramó un poco en la palma de la mano y lo frotó en el muñón.

—Tendremos que esperar hasta que el doctor Van Rooyen nos diga que estás preparado. No falta mucho ya.

No pasó mucho tiempo. Después de su visita siguiente, el doctor Van Rooyen habló con Waite cuando éste lo acompañó a su coche.

—Puede ensayar con esa pata de palo. Le dará algo que hacer. No deje que se canse demasiado y cuide que el muñón no sufra escoriaciones. No debemos tener otra infección.

"Pata de palo". La mente de Waite repitió la fea expresión mientras se alejaba el cochecito del doctor. "Pata de palo". Sus puños se crisparon. No quería volverse y ver la expresión patética de ansiedad en la galería.

—¿Estás seguro de que estás cómodo?

Waite estaba en cuclillas delante de la silla de Garrick, ajustándole la pierna artificial y Ada estaba parada a su lado.

—Sí, sí. Quiero probarla ya mismo. Oye, qué sorpresa tendrá Sean, ¿eh? Podré volver a la escuela con él el lunes, ¿no? —Garrick temblaba de ansiedad.

—Veremos —murmuró Waite, sin comprometerse demasiado. Una vez de pie, se acercó a la silla—. Ada, querida, tómalo del otro brazo. Ahora, escucha bien, Garry. Quiero que primero te acostumbres a sentirla. Te ayudaremos a levantarte y te quedarás de pie, simplemente, para buscar tu equilibrio. ¿Comprendes?

Garrick asintió con entusiasmo.

—Muy bien, ahora, te levantas.

Garrick atrajo la pierna hacia sí y la punta de madera rascó el piso. Cuando lo levantaron, se apoyó en ella con todo su peso.

—Miren… Estoy parado en la pierna ¡Estoy parado! —Su rostro resplandecía—. ¡Déjenme caminar, vamos! Quiero caminar.

Ada miró a su marido y éste hizo un gesto. Entre ambos hicieron avanzar a Garrick. Dos veces trastabilló, pero ellos lo sostenían. Con su ruido seco la pierna de madera resonaba sobre los tablones de la galería. Antes de haber llegado al extremo de ella, Garrick había aprendido ya a levantarla bien alto antes de moverla hacia adelanté. Cuando volvieron, tropezó sólo una vez antes de llegar hasta la silla.

—Muy bien, Garry, muy bien —le dijo Ada con una gran sonrisa.

—Marcharás solo muy pronto —añadió Waite con otra sonrisa de alivio—. Nunca había osado esperar que sería tan fácil. —Garry se aferró a sus palabras.

—Déjenme pararme solo, ahora.

—Ahora no, hijo, basta por hoy.

—Por favor, papá. ¡No intentaré caminar! Quiero pararme, solamente. Tú y mamá pueden estar listos para sostenerme. ¡Por favor, papá!

Waite vaciló, pero Ada apoyó a Garry.

—Déjalo, querido. Lo ha hecho tan bien. Esto le dará confianza.

—Muy bien, pero no trates de moverte —asintió Waite—. ¿Listo, Garry? ¡Suéltalo! —Con gran cautela lo soltaron. Garrick vaciló un instante y las manos volaron hacia él.

—Estoy bien. Déjenme —Con una gran sonrisa de confianza en sí mismo hizo que lo soltaran una vez más. Permaneció erguido y firme un instante y entonces miró hacia abajo. La sonrisa se congeló en su rostro. Estaba solo en una montaña altísima, sintió náuseas y luego miedo, un miedo desesperado, insensato. Se sacudió con violencia y el primer grito brotó de su garganta antes de que pudieran sostenerlo—. ¡Me caigo! ¡Quítenmela! ¡Quítenmela!

Con un rápido movimiento lo sentaron en la silla.

—¡Quítenmela! ¡Me caigo! —Los gritos de terror conmovieron a Waite cuando se apresuró a arrancar las correas que aseguraban la pierna.

—Ya está, Garry, estás bien. ¡Yo te sostengo! —Waite lo apretó contra su pecho y lo sostuvo, tratando de calmarlo con la fuerza de sus brazos y la firmeza de su propio cuerpo vigoroso, pero Garry seguía debatiéndose y gritando aterrorizado.

—Llévalo al dormitorio, llévalo adentro —le dijo Ada y Waite entró corriendo con él todavía en brazos y apretado contra su pecho.

Fue entonces cuando por primera vez Garrick descubrió su escondite. Cuando su terror era demasiado intenso para poder soportarlo sentía que algo se le agitaba dentro de la cabeza, batiendo alas detrás de sus ojos como una mariposa. Se le nublaba la vista, como si estuviese en medio de un banco de niebla. La niebla se volvía cada vez más espesa, hasta borrar toda imagen y todo sonido. La niebla era tibia y abrigada. Lo protegía. Nadie podía tocarlo allí, porque la niebla lo envolvía y lo protegía. Estaba seguro.

—Creo que se ha dormido —susurró Waite, pero su expresión era perpleja. Con mucho cuidado observó el rostro del niño y escuchó su respiración.

—Pero sucedió tan rápido… No es natural. Y con todo… Se lo ve normal.

—¿Crees que debemos llamar al médico? —preguntó Ada.

—No —Waite agitó la cabeza—. Lo cubriré y me quedaré a su lado hasta que despierte.

Garrick despertó al anochecer, se sentó en la cama y les sonrió como si nada hubiese ocurrido. Sereno y lleno de una alegría apacible, comió con ganas y nadie mencionó la pierna. Era como si la hubiese olvidado del todo.